—No llame a la policía, por favor. Ahora mismo vamos.
Salimos a escape rumbo a la calle Joaquín Costa. Era una noche fría, de viento que cortaba y cielos de alquitrán. Pasamos corriendo frente a la Casa de la Misericordia y la Casa de la Piedad, desoyendo miradas y susurros que silbaban desde portales oscuros que olían a estiércol y carbón. Llegamos a la esquina de la calle Ferlandina. Joaquín Costa caía como una brecha de colmenas ennegrecidas fundiéndose en las tinieblas del Raval. El hijo mayor de la dueña de la pensión nos esperaba en la calle.
—¿Han llamado a la policía? —preguntó mi padre.
—Todavía no —contestó el hijo.
Corrimos escaleras arriba. La pensión estaba en el segundo piso, y la escalera era una espiral de mugre que apenas se adivinaba al reluz ocre de bombillas desnudas y cansadas que pendían de un cable pelado. Doña Encarna, viuda de un cabo, de la Guardia Civil y dueña de la pensión, nos recibió a la puerta del piso enfundada en una bata azul celeste y luciendo una cabeza de rulos a juego.
—Mire, señor Sempere, ésta es una casa decente y de categoría. Me sobran las ofertas y estos retablos yo no tengo por qué tolerarlos —dijo mientras nos guiaba a través de un pasillo oscuro que olía a humedad y a amoníaco.
—Lo comprendo —murmuraba mi padre.
Los gritos de Fermín Romero de Torres se oían desgarrando las paredes al fondo del corredor. De las puertas entreabiertas se asomaban varias caras chupadas y asustadas, caras de pensión y sopa aguada.
—Venga, y los demás a dormir, coño, que esto no es una revista del Molino —exclamó doña Encarna con furia.
Nos detuvimos frente a la puerta de la habitación de Fermín. Mi padre golpeó suavemente con los nudillos.
—¿Fermín? ¿Está usted ahí? Soy Sempere.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
El aullido que atravesó la pared me heló el corazón. Incluso doña Encarna perdió la compostura de gobernanta y se llevó las manos al corazón, oculto bajo los pliegues abundantes de su frondosa pechuga.
Mi padre llamó de nuevo.
—¿Fermín? Ande, ábrame.
Fermín aulló de nuevo, lanzándose contra las paredes, gritando obscenidades hasta desgañitarse. Mi padre suspiró.
—¿Tiene usted llave de esta habitación?
—Pues claro.
—Démela.
Doña Encarna dudó. Los demás inquilinos se habían vuelto a asomar al pasillo, blancos de terror. Aquellos gritos se tenían que oír desde Capitanía.
—Y tú, Daniel, corre a buscar al doctor Baró, que está aquí al lado, en el 12 de Riera Alta.
—Oiga, ¿no sería mejor llamar a un cura?, porque a mí éste me suena a endemoniado —ofreció doña Encarna.
—No. Con un médico va que se mata. Venga, Daniel. Corre. Y usted deme esa llave, haga el favor.
El doctor Baró era un solterón insomne que pasaba las noches leyendo a Zola y mirando estereogramas de señoritas en paños menores para combatir el tedio. Era cliente habitual en la tienda de mi padre y él mismo se autocalificaba de matasanos de segunda fila, pero tenía más ojo para acertar diagnósticos que la mitad de los doctores de postín con consulta en la calle Muntaner. Gran parte de su clientela la componían furcias viejas del barrio y desgraciados que apenas podían pagarle, pero a los que atendía igualmente.
Yo le había escuchado decir más de una vez que el mundo era un orinal y que estaba esperando a que el Barcelona ganase la liga de una puñetera vez para morirse en paz. Me abrió la puerta en bata, oliendo a vino y con un pitillo apagado en los labios.
—¿Daniel?
—Me manda mi padre. Es una emergencia.
Cuando regresamos a la pensión nos encontramos a doña Encarna sollozando de puro susto, al resto de los inquilinos con color de cirio gastado y a mi padre sosteniendo en sus brazos a Fermín Romero de Torres en un rincón de la habitación. Fermín estaba desnudo, llorando y temblando de terror. La habitación estaba destrozada, las paredes manchadas con lo que no sabría decir si era sangre o excremento. El doctor Baró echó un rápido vistazo a la situación y, con un gesto, le indicó a mi padre que tenían que tender a Fermín en la cama.
Les ayudó el hijo de doña Encarna, que aspiraba a boxeador. Fermín gemía y se convulsionaba como si una alimaña le estuviese devorando las entrañas.
—Pero ¿qué tiene este pobre hombre, por Dios? ¿Qué tiene? —gemía doña Encarna desde la puerta, agitando la cabeza.
El doctor le tomó el pulso, le inspeccionó las pupilas con una linterna y sin mediar palabra procedió a preparar una inyección de un frasco que llevaba en el maletín.
—Sujétenlo. Esto lo pondrá a dormir. Daniel, ayúdanos.
Entre los cuatro inmovilizamos a Fermín, que se sacudió violentamente cuando sintió la punzada de la aguja en el muslo. Se le tensaron los músculos Página 48 de 288