Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
colección de novelas de Juan Valera. Para ganar espacio, decidí llevarme el libro de poesía del Siglo de Oro que los separaba y en su sitio deslicé La Sombra del Viento. Me despedí de la novela con un guiño, y volví a colocar en su lugar la antología de Jovellanos, amurallando la primera fila.
Sin más ceremonial me alejé de allí, guiándome por las muescas que había ido dejando en el camino. Mientras recorría túneles y túneles de libros en la penumbra, no pude evitar que me embargase una sensación de tristeza y desaliento. No podía evitar pensar que si yo, por pura casualidad, había descubierto todo un universo en un solo libro desconocido entre la infinidad de aquella necrópolis, decenas de miles más quedarían inexplorados, olvidados para siempre. Me sentí rodeado de millones de páginas abandonadas, de universos y almas sin dueño, que se hundían en un océano de oscuridad mientras el mundo que palpitaba fuera de aquellos muros perdía la memoria sin darse cuenta día tras día, sintiéndose más sabio cuanto más olvidaba.
Despuntaban las primeras luces del alba cuando regresé al piso de la calle Santa Ana. Abrí la puerta con sigilo y me deslicé por el umbral sin encender la luz.
Desde el recibidor se podía ver el comedor al fondo del pasillo, la mesa todavía ataviada de fiesta. El pastel seguía allí, intacto, y la vajilla seguía esperando la cena. La silueta de mi padre se recortaba inmóvil en el butacón, oteando desde la ventana. Estaba despierto y aún vestía su traje de salir. Volutas de humo se alzaban perezosamente de un cigarrillo que sostenía entre el índice y el anular, como si fuese una pluma. Hacía años que no veía fumar a mi padre.
—Buenos días —murmuró, apagando el cigarrillo en un cenicero casi repleto de colillas a medio fumar.
Le miré sin saber qué decir. Su mirada quedaba velada al contraluz.
—Clara llamó varias veces anoche, un par de horas después de que te fueras —dijo—. Sonaba muy preocupada. Dejó recado que la llamases, fuera la hora que fuese.
—No pienso volver a ver a Clara, o a hablar con ella —dije.
Mi padre se limitó a asentir en silencio. Me dejé caer en una de las sillas del comedor. La mirada se me cayó al suelo.
—¿Vas a decirme dónde has estado?
—Por ahí.
—Me has dado un susto de muerte.
No había ira en su voz, ni apenas reproche, sólo cansancio.
—Lo sé. Y lo siento —respondí.
—¿Qué te has hecho en la cara?
—Resbalé en la lluvia y me caí.
—Esa lluvia debía de tener un buen derechazo. Ponte algo.
—No es nada. Ni lo noto —mentí—. Lo que necesito es irme a dormir. No me tengo en pie.
—Al menos abre tu regalo antes de irte a la cama —dijo mi padre.
Señaló el paquete envuelto en papel de celofán que había depositado la noche anterior sobre la mesa del comedor. Dudé un instante. Mi padre asintió.
Tomé el paquete y lo sopesé. Se lo tendí a mi padre sin abrir.
—Lo mejor es que lo devuelvas. No merezco ningún regalo.
—Los regalos se hacen por gusto del que regala, no por mérito del que recibe —dijo mi padre—. Además, ya no se puede devolver. Ábrelo.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
Deshice el cuidadoso envoltorio en la penumbra del alba. El paquete contenía una caja de madera labrada, reluciente, ribeteada con remaches dorados. Se me iluminó la sonrisa antes de abrirla. El sonido del cierre al abrirse era exquisito, de mecanismo de relojería. El interior del estuche venía recubierto de terciopelo azul oscuro. La fabulosa Montblanc Meinsterstück de Víctor Hugo descansaba en el centro, deslumbrante. La tomé en mis manos y la contemplé al reluz del balcón. Sobre la pinza de oro del capuchón había grabada una inscripción.
Daniel Sempere,1953