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—Ya será menos.

—Qué pardillo que es usted a veces, Daniel.

Tomás había heredado la pinta de duro de su padre, un próspero administrador de fincas que tenía despacho en la calle Pelayo junto a los almacenes El Siglo. El señor Aguilar pertenecía a esa raza de mentes privilegiadas que siempre tienen razón. Hombre de convicciones profundas, estaba seguro, entre otras cosas, de que su hijo era un espíritu pusilánime y un deficiente mental. Para compensar estas vergonzosas taras, contrataba a toda suerte de profesores particulares con el objetivo de normalizar a su primogénito. «A mi hijo quiero que lo trate usted como si fuese imbécil, ¿estamos?», le había oído yo decir en numerosas ocasiones. Los maestros lo intentaban todo, incluso la súplica, pero Tomás tenía por costumbre dirigirse a ellos sólo en latín, lengua que dominaba con fluidez papal y en la que no tartamudeaba. Tarde o temprano, los tutores a domicilio dimitían por desesperación y temor a que el muchacho estuviese poseído y les estuviera endilgando consignas demoníacas en arameo. La única esperanza del señor Aguilar era que el servicio militar hiciese de su hijo un hombre de provecho.

Tomás tenía una hermana un año mayor que nosotros, Beatriz. A ella le debía nuestra amistad, porque si no la hubiese visto aquella lejana tarde de la mano de su padre, esperando el término de las clases, y no me hubiese decidido a hacer un chiste de pésimo gusto sobre ella, mi amigo nunca se habría lanzado a darme una somanta de palos y yo nunca hubiera tenido el valor de hablar con él.

Bea Aguilar era el vivo retrato de su madre, y la niña de los ojos de su padre.

Pelirroja y pálida a morir, se la veía siempre enfundada en carísimos vestidos de seda o lana fresca. Tenía el talle de maniquí y caminaba erguida como un palo, pagada de sí misma y creyéndose la princesa de su propio cuento. Tenía los ojos azul verdoso, pero ella insistía en decir que eran de color «esmeralda y zafiro».

Pese a haber pasado un montón de años en las teresianas, o quizá por eso mismo, cuando su padre no miraba, Bea bebía anís en copa alta, gastaba medias de seda de La Perla Gris y se maquillaba como las vampiresas cinematográficas que pertur-baban el sueño de mi amigo Fermín. Yo no podía verla ni en pintura, y ella correspondía a mi franca hostilidad con lánguidas miradas de desdén e indiferencia.

Bea tenía un novio haciendo el servicio militar como alférez en Murcia, un falangista engominado llamado Pablo Cascos Buendía, que pertenecía a una familia rancia y propietaria de numerosos astilleros en las rías. El alférez Cascos Buendía, que se pasaba media vida de permiso merced a un tío suyo en el Gobierno Militar, siempre andaba largando peroratas sobre la superioridad genética y espiritual de la raza española y el inminente declive del Imperio bolchevique.

—Marx ha muerto —decía solemnemente.

—En 1883, concretamente —decía yo.

—Tú calla, desgraciado, a ver si te pego una leche que te mando a La Rioja.

Más de una vez había sorprendido a Bea sonriendo para sí ante las sandeces que profería su novio el alférez. Entonces ella alzaba la mirada y me observaba, impenetrable. Yo le sonreía con esa cordialidad débil de los enemigos en tregua indefinida, pero apartaba los ojos rápidamente. Antes me habría muerto que admitirlo, pero en el fondo de mi ser le tenía miedo.

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A principios de aquel año, Tomás y Fermín Romero de Torres decidieron unir sus respectivos ingenios en un nuevo proyecto que, según ellos, habría de librarnos de hacer el servicio militar a mi amigo y a mí. Fermín, particularmente, no compartía el entusiasmo del señor Aguilar por la experiencia castrense.

—El servicio militar sólo sirve para descubrir el porcentaje de cafres que cotiza en el censo —opinaba él—. Y eso se descubre en las dos primeras semanas, no hacen falta dos años. Ejército, matrimonio, Iglesia y banca: los cuatro jinetes del Apocalipsis. Sí, sí, ríase usted.

El pensamiento anarco-libertario de Fermín Romero de Torres habría de peligrar una tarde de octubre en que, por casualidades del destino, recibimos en la tienda la visita de una vieja amiga. Mi padre había ido a hacer una valoración de una colección de libros a Argentona y no volvería hasta el anochecer. Yo me quedé atendiendo el mostrador de la tienda mientras Fermín, con sus habituales maniobras de equilibrista, se empeñó en empinarse por la escalera y ordenar el último estante de libros que quedaba a apenas un palmo del techo. Poco antes de cerrar, cuando ya había caído el sol, la silueta de la Bernarda se recortó tras el mostrador. Iba vestida de jueves, su día libre, y me saludó con la mano. Se me iluminó el alma de sólo verla y le indiqué que pasara.

—¡Ay, qué grande está usted! —dijo desde el umbral—. ¡Si no se le conoce casi... ya es usted un hombre!

Me abrazó, soltando unas lagrimillas y palpándome la cabeza, los hombros y la cara, para ver si me había roto en su ausencia.

—Se le echa a faltar a usted en la casa, señorito —dijo bajando la mirada.

—Y yo te he echado a faltar a ti, Bernarda. Venga, dame un beso.

Me besó tímidamente, y yo le planté un par de sonoros besos en cada mejilla. Se rió. Vi en sus ojos que estaba esperando que le preguntase por Clara, pero no pensaba hacerlo.

—Te veo muy guapa hoy, y muy elegante. ¿Cómo es que te has decidido a venir a visitarnos?

—Bueno, la verdad es que hacía tiempo que quería venir a verle, pero ya sabe cómo son las cosas, y una está muy ocupada, que el señor Barceló aunque es muy sabio es como un niño, y una ha de hacer de tripas corazón. Pero lo que me trae es que, verá, mañana es el cumpleaños de mi sobrina, la de San Adrián, y a mí me gustaría hacerle un regalo. Yo había pensado regalarle un libro bueno, con mucha letra y poco cromo, pero como soy lerda y no entiendo...

Antes de que yo pudiese responder, la tienda se sacudió con estruendo balístico al precipitarse desde las alturas unas obras completas de Blasco Ibáñez en tapa dura. La Bernarda y yo alzamos la vista, sobresaltados. Fermín se deslizaba escaleras abajo como un trapecista, la sonrisa florentina estampada en el rostro y los ojos impregnados de lujuria y embeleso.

—Bernarda, éste es...

—Fermín Romero de Torres, asesor bibliográfico de Sempere e hijo, a sus pies, señora —proclamó Fermín, tomando la mano de la Bernarda y besándola ceremoniosamente.

En cuestión de segundos, la Bernarda se puso como un pimiento morrón.

—Ay, que se confunde usted, yo de señora...

—Lo menos marquesa —atajó Fermín—. Lo sabré yo, que me pateo lo más fino de la avenida Pearson. Permítame el honor de escoltarla hasta esta nuestra sección de clásicos juveniles e infantiles donde providencialmente obser-Página 55 de 288

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vo que tenemos un compendio con lo mejor de Emilio Salgari y la épica narración de Sandokan.

—Ay, no sé, vidas de santos me da reparo, porque el padre de la niña era muy de la CNT, ¿sabe usted?

—Pierda cuidado, porque aquí tengo nada menos que La isla misteriosa de Julio Verne, relato de alta aventura y gran contenido educativo, por lo de los avances tecnológicos.

—Si a usted le parece bien...

Yo los iba siguiendo en silencio, observando cómo a Fermín se le caía la baba y cómo la Bernarda se abrumaba con las atenciones de aquel hombrecillo con planta de caliqueño y labia de feriante que la miraba con el ímpetu que reservaba para las chocolatinas Nestlé.

—¿Y usted, señorito Daniel, qué dice?

Are sens