Me limité a sonreír, sabiendo que mi padre me observaba de refilón.
Después de aquel día, Fermín Romero de Torres se aficionó a ir todos los domingos al cine. Mi padre prefería quedarse en casa leyendo, pero Fermín Romero de Torres no se perdía una sesión. Compraba un montón de chocolatinas y se sentaba en la fila diecisiete a devorarlas, esperando la aparición estelar de la diva de turno. El argumento le traía al pairo, y no paraba de hablar hasta que una dama de considerables atributos llenaba la pantalla.
—He estado pensando en lo que dijo usted el otro día sobre lo de buscarme una mujer —dijo Fermín Romero de Torres—. A lo mejor tiene usted razón. En la pensión hay un nuevo inquilino, un ex seminarista sevillano muy salado que de vez en cuando se trae unas chavalas imponentes. Oiga, cómo ha mejorado la raza. No sé cómo se lo hace, porque el muchacho es bien poca cosa, pero a lo mejor las atonta a padrenuestros. Como tiene la habitación de al lado, yo lo oigo todo, y a juzgar por lo que se escucha, el fraile debe de ser un artista. Lo que hace un uniforme. ¿A usted cómo le gustan las mujeres, Daniel?
—No sé yo mucho de mujeres, la verdad.
—Saber no sabe nadie, ni Freud, ni ellas mismas, pero esto es como la electricidad, no hace falta saber cómo funciona para picarse los dedos. Hala, cuente. ¿Cómo le gustan? A mí que me perdonen, pero una mujer tiene que tener forma de hembra y dónde agarrarse, pero usted tiene pinta de que le gusten las flacas, que es un punto de vista que yo respeto muchísimo, ¿eh?, no me malinterprete.
—Si he de serle sincero, no tengo mucha experiencia con las mujeres. Más bien ninguna.
Fermín Romero de Torres me miró con detenimiento, intrigado ante esta manifestación de ascetismo.
—Yo creía que lo de aquella noche, ya sabe, el porrazo...
—Si todo doliese como una bofetada...
Fermín pareció leerme el pensamiento, y sonrió solidariamente.
—Pues mire, que no le sepa mal, porque lo mejor de las mujeres es descubrirlas. Como la primera vez, nada de nada. Uno no sabe lo que es la vida hasta que desnuda por primera vez a una mujer. Botón a botón, como si pelase usted un boniato bien calentito en una noche de invierno. Ahhhhh...
En pocos segundos, Verónica Lake hacía su entrada en escena, y Fermín había saltado de dimensión. Aprovechando una secuencia en que Verónica Lake descansaba, Fermín anunció que se iba a hacer una visita al puesto de chucherías del vestíbulo para reponer existencias. Después de pasar meses de hambre, mi amigo había perdido el sentido de la medida, pero merced a su metabolismo de bombilla nunca llegaba a perder aquel aire hambriento y escuálido de posguerra. Me quedé solo, apenas siguiendo la acción en pantalla.
Mentiría si dijese que pensaba en Clara. Pensaba sólo en su cuerpo, temblando Página 50 de 288
Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
bajo las embestidas del profesor de música, reluciente de sudor y de placer. Se me cayó la mirada de la pantalla y sólo entonces reparé en el espectador que acababa de entrar. Vi su silueta avanzar hasta el centro del patio de butacas, seis filas más adelante, y tomar asiento. Los cines estaban llenos de gente sola, pensé. Como yo.
Intenté concentrarme en retomar el hilo de la acción. El galán, un detective cínico pero con buen corazón, le explicaba a un personaje secundario por qué las mujeres como Verónica Lake eran la perdición de todo macho cabal y, aun así, no cabía sino amarlas con desesperación y perecer traicionado por su perfidia. Fermín Romero de Torres, que se estaba convirtiendo en crítico experto, denominaba a este género de historias «el cuento de la mantis religiosa». Según él no eran sino fantasías misóginas para oficinistas con problemas de estreñimiento y beatas ajadas de aburrimiento que soñaban con echarse al vicio y llevar una vida de putón desorejado. Sonreí al imaginar los comentarios a pie de página que hubiese hecho mi amigo el crítico de no haber acudido a su cita con el puesto de golosinas. La sonrisa se me heló en menos de un segundo. El espectador sentado seis filas al frente se había vuelto y me estaba mirando fijamente. El haz nebuloso del proyector taladraba las tinieblas de la sala, un soplo de luz parpadeante que apenas dibujaba líneas y manchas de color. Reconocí al instante al hombre sin rostro, Coubert. Su mirada sin párpados brillaba, acerada. Su sonrisa sin labios se relamía en la oscuridad.
Sentí dedos fríos cerrándose sobre mi corazón. Doscientos violines estallaron en la pantalla, hubo tiros, gritos y la escena fundió a negro. Por un instante, la platea se sumió en la oscuridad absoluta y sólo pude oír los latidos que me martilleaban en las sienes. Lentamente, una nueva escena se iluminó en la pantalla, deshaciendo la oscuridad de la sala en vahos de penumbra azul y púrpura. El hombre sin rostro había desaparecido. Me volví y pude ver una silueta alejándose por el pasillo de la platea y cruzarse con Fermín Romero de Torres, que volvía de su safari gastronómico. Se adentró en la fila y retomó su butaca. Me tendió una chocolatina de praliné y me observó con cierta reserva.
—Daniel, está usted blanco como nalga de monja. ¿Se encuentra bien?
Un aliento invisible barría el patio de butacas.
—Huele raro —comentó Fermín Romero de Torres—. Como a pedo rancio, de notario o procurador.
—No. Huele a papel quemado.
—Ande, tenga un Sugus de limón, que lo cura todo.
—No me apetece.
—Pues se lo guarda, que nunca se sabe cuándo un Sugus le va a sacar a uno de un apuro.
Guardé el caramelo en el bolsillo de la chaqueta y navegué por el resto de la película sin prestar atención ni a Verónica Lake ni a las víctimas de sus fatales encantos. Fermín Romero de Torres se había perdido en el espectáculo y en sus chocolatinas. Cuando se encendieron las luces al término de la sesión, me pareció haber despertado de un mal sueño y me sentí tentado de tomar la presencia de aquel individuo en el patio de butacas como una ilusión, un truco de la memoria, pero su breve mirada en la oscuridad había bastado para hacerme llegar el mensaje. No se había olvidado de mí, ni de nuestro pacto.
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