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Habíamos llegado al final del camino. Julián comprendería ahora que ya nada le retenía en Barcelona y que partiríamos lejos. Quise creer que nuestra suerte iba a cambiar y que Penélope nos había perdonado.

Busqué el mechero en el suelo y lo encendí de nuevo. Julián observaba el vacío, ajeno a la llama azul. Le tomé el rostro con las manos y le obligué a mirarme.

Me encontré ojos sin vida, vacíos, consumidos de rabia y de pérdida. Sentí el veneno del odio esparciéndose lentamente por sus venas y pude leer sus pensamientos. Me odiaba por haberle engañado. Odiaba a Miquel por haberle querido obsequiar con una vida que le pesaba como una herida abierta. Pero sobre todo odiaba al hombre que había causado toda aquella desgracia, aquel rastro de muerte y miseria: él mismo. Odiaba aquellos cochinos libros a los que había Página 251 de 288

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dedicado su vida y que a nadie importaban. Odiaba una existencia entregada al engaño y a la mentira. Odiaba cada segundo robado y cada aliento.

Me miraba sin pestañear, como se mira a un extraño o a un objeto desconocido. Yo negaba lentamente, buscándole las manos. Se apartó bruscamente y se incorporó. Traté de asirle el brazo pero me empujó contra el muro. Le vi ascender la escalera en silencio, un hombre a quien ya no conocía.

Julián Carax estaba muerto. Cuando salí al jardín del caserón, ya no había rastro de él. Escalé el muro y salté al otro lado. Las calles desoladas sangraban bajo la lluvia. Grité su nombre, caminando por el centro de la avenida desierta. Nadie respondió a mi llamada. Cuando regresé a casa eran casi las cuatro de la mañana.

El piso estaba anegado de humo y olía a quemado. Julián había estado allí. Corrí a abrir las ventanas. Encontré un estuche sobre mi escritorio que contenía la pluma que le había comprado años antes en París, la estilográfica por la que había pagado una fortuna en virtud de su supuesta pertenencia a Alejandro Dumas o Víctor Hugo. El humo provenía de la caldera de la calefacción. Abrí la compuerta y comprobé que Julián había arrojado al interior todos los ejemplares de sus novelas que faltaban de la estantería. Apenas se leía el título sobre los lomos de piel. El resto eran cenizas.

Horas después, cuando acudí a la editorial a media mañana, Alvaro Cabestany me hizo llamar a su despacho. Su padre apenas pasaba ya por el despacho y los médicos le habían dicho que tenía los días contados, lo mismo que mi puesto en la empresa. El hijo de Cabestany me anunció que aquella misma mañana a primera hora se había presentado un caballero llamado Laín Coubert interesado en adquirir todos los ejemplares de las novelas de Julián Carax que tuviésemos en existencias. El hijo del editor dijo que tenía un almacén lleno de ellas en Pueblo Nuevo, pero que había gran demanda de ellas y por tanto había exigido un precio superior al que Coubert ofrecía. Coubert no había picado y se había marchado con viento fresco. Ahora Cabestany hijo quería que yo localizase al tal Laín Coubert y aceptase su oferta. Le dije a aquel necio que Laín Coubert no existía, que era un personaje de una novela de Carax. Que no tenía interés alguno en comprarle los libros; sólo quería saber dónde estaban. El señor Cabestany tenía por costumbre guardar un ejemplar de cada uno de los títulos publicados por la casa en la biblioteca de su despacho, incluso de las obras de Julián Carax. Me colé en su oficina y me los llevé.

Aquella misma tarde visité a mi padre en eh Cementerio de los libros Olvidados y los oculté donde nadie, especialmente Julián, pudiese encontrarlos.

Había anochecido ya cuando salí de allí. Vagando Ramblas abajo llegué hasta la Barceloneta y me adentré en la playa, buscando el lugar al que había ido a contemplar el mar con Julián. La pira de llamas del almacén en Pueblo Nuevo se adivinaba a lo lejos, el rastro ámbar derramándose sobre el mar y las espirales de fuego y humo ascendiendo al cielo como serpientes de luz. Cuando los bomberos consiguieron extinguir las llamas poco antes del amanecer, no quedaba nada, apenas el esqueleto de ladrillos y metal que sostenía la bóveda. Allí encontré a Lluís Carbó, que había sido el vigilante nocturno durante diez años.

Contemplaba los escombros humeantes, incrédulo. Tenía las cejas y el vello de los brazos quemados y la piel le brillaba como bronce húmedo. Fue él quien me contó que las llamas habían empezado poco después de la medianoche y habían devorado decenas de miles de libros hasta que el alba se había rendido en un río de ceniza. Lluís sostenía todavía en las manos un puñado de libros que había conseguido salvar, colecciones de versos de Verdaguer y dos tomos de Página 252 de 288

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Historia de la Revolución francesa. Era cuanto había sobrevivido. Varios miembros del sindicato habían acudido para ayudar a los bomberos. Uno de ellos me contó que los bomberos habían encontrado un cuerpo quemado entre los escombros. Lo habían tomado por muerto, pero uno de ellos advirtió que todavía respiraba y lo llevaron al hospital del Mar.

Lo reconocí por los ojos. El fuego le había devorado la piel, las manos y el pelo. Las llamas le habían arrancado la ropa a latigazos y todo su cuerpo era una herida en carne viva que supuraba entre las vendas. Lo habían confinado a una habitación solitaria al fondo de un corredor con vistas a la playa, cercenado de morfina a la espera de que muriese. Quise sostenerle ha mano, pero una de las enfermeras me advirtió que apenas había carne bajo las vendas. El fuego le había segado los párpados y su mirada enfrentaba el vacío perpetuo. La enfermera que me encontró caída en el suelo, llorando, me preguntó si sabía quién era. Le dije que sí, que era mi marido. Cuando un cura rapaz apareció para prodigar sus últimas bendiciones, lo ahuyenté a alaridos. Tres días más tarde, Julián seguía vivo. Los médicos dijeron que era un milagro, que las ganas de vivir le mantenían vivo con fuerzas que la medicina era incapaz de emular. Se equivocaban. No eran las ganas de vivir. Era el odio. Una semana más tarde, en vista de que aquel cuerpo escarchado de muerte se resistía a apagarse, fue oficialmente admitido con el nombre de Miquel Moliner. Habría de permanecer allí por espacio de once meses. Siempre en silencio, con la mirada ardiente, sin descanso.

Yo acudía todos los días al hospital. Pronto las enfermeras empezaron a tutearme y a invitarme a comer con ellas en su sala. Eran todas mujeres solas, fuertes, que esperaban que sus hombres volviesen del frente. Algunos lo hacían.

Me enseñaron a limpiar las heridas de Julián, a cambiarle los vendajes, a poner sábanas limpias y a hacer una cama con un cuerpo inerte tendido. También me enseñaron a perder la esperanza de volver a ver al hombre que algún día se había sostenido sobre aquellos huesos. Le quitamos las vendas de la cara al tercer mes.

Julián era una calavera. No tenía labios, ni mejillas. Era un rostro sin rasgos, apenas un muñeco carbonizado. Las cuencas de los ojos se habían agrandado y ahora dominaban su expresión. Las enfermeras no me lo confesaban, pero sentían repugnancia, casi miedo. Los médicos me habían dicho que una suerte de piel violácea, reptil, se iría formando lentamente a medida que sanasen las heridas. Nadie se atrevía a comentar su estado mental. Todos daban por descontado que Julián —Miquel— había perdido la razón en el incendio, que vegetaba y sobrevivía gracias a los cuidados obsesivos de aquella esposa que permanecía firme donde tantas otras hubiesen huido despavoridas. Yo le miraba a los ojos y sabía que Julián seguía allí dentro, vivo, consumiéndose lentamente. Esperando.

Había perdido los labios, pero los médicos creían que las cuerdas vocales no habían sufrido daño irreparable y que las quemaduras en la lengua y la laringe habían sanado meses atrás. Asumían que Julián no decía nada porque su mente se había extinguido. Una tarde, seis meses después del incendio, estando él y yo a solas en la habitación, me incliné y le besé en la frente.

—Te quiero —le dije.

Un sonido amargo, ronco, emergió de aquella mueca canina a la que se había reducido la boca. Tenía los ojos enrojecidos de lágrimas. Quise secárselas con un pañuelo, pero repitió aquel sonido.

—Déjame —había dicho.

«Déjame.»

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