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de sí mismo y borrar definitivamente cualquier señal de que jamás hubiera existido. De tanto temer, me olvidé de que me hacía mayor, de que la vida me pasaba de largo, que había sacrificado mi juventud amando a un hombre destruido, sin alma, apenas un espectro.
Pero los años pasaron en paz. El tiempo pasa más aprisa cuanto más vacío está. Las vidas sin significado pasan de largo como trenes que no paran en tu estación. Mientras tanto, las cicatrices de la guerra se cerraban a la fuerza. Encontré trabajo en un par de editoriales. Pasaba la mayor parte del día fuera de casa. Tuve amantes sin nombre, rostros desesperados que me encontraba en un cine o en el metro, con los que intercambiaba mi soledad.
Luego, absurdamente, la culpa se me comía y al ver a Julián me entraban ganas de llorar y me juraba que nunca más volvería a traicionarle, como si le debiera algo. En los autobuses o en la calle me sorprendía mirando a otras mujeres más jóvenes que yo con niños de la mano. Parecían felices, o en paz, como si aquellos pequeños seres, en su insuficiencia, llenasen todos los vacíos sin respuesta. Entonces me acordaba de días en los que, fantaseando, había llegado a imaginarme como una de aquellas mujeres, con un hijo en los brazos, un hijo de Julián. Luego me acordaba de la guerra y de que quienes la hacían también habían sido niños.
Cuando empezaba a creer que el mundo nos había olvidado, un individuo se presentó un día en casa. Era un tipo joven, casi imberbe, un aprendiz que se sonrojaba cuando me miraba a los ojos. Venía a preguntar por el señor Miquel Moliner, supuestamente siguiendo una rutinaria actualización de un archivo del colegio de periodistas. Me dijo que quizá el señor Moliner podía ser beneficiario de una pensión mensual, pero que para tramitarla era necesario actualizar una serie de datos. Le dije que el señor Moliner no vivía allí desde principios de la guerra, que había partido hacia el extranjero. Me dijo que lo sentía mucho y partió con su sonrisa aceitosa y su acné de aprendiz de chivato. Supe que tenía que hacer desaparecer a Julián de casa aquella misma noche, sin falta. Por entonces Julián se había reducido a casi nada. Era dócil como un niño y toda su vida parecía depender de los ratos que pasábamos juntos algunas noches escuchando música en la radio, mientras yo le dejaba cogerme la mano y él me la acariciaba en silencio.
Aquella misma noche, empleando las llaves del piso de la Ronda de San Antonio que el administrador de la finca había remitido al inexistente abogado Requejo, acompañé a Julián de regreso a la casa en la que había crecido. Le instalé en su habitación y le prometí que volvería al día siguiente y que debíamos tener mucho cuidado.
—Fumero te busca otra vez —le dije.
Asintió vagamente, como si no recordase, o no le importase ya quién era Fumero. Así pasamos varias semanas. Yo acudía por las noches al piso, pasada la medianoche. Le preguntaba a Julián qué había hecho durante el día y él me miraba sin comprender. Pasábamos la noche juntos, abrazados, y yo partía al amanecer, prometiéndole volver tan pronto pudiese. Al irme, dejaba el piso cerrado con llave. Julián no tenía copia. Prefería tenerle preso que muerto.
Nadie volvió a pasar por casa para preguntarme acerca de mi marido, pero yo me encargué de dar voces por el barrio de que mi esposo estaba en Francia. Escribí un par de cartas al consulado español en París diciendo que me constaba que el ciudadano español Julián Carax estaba en la ciudad y Página 259 de 288
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solicitando su ayuda para localizarle. Supuse que, tarde o temprano, las cartas llegarían a las manos adecuadas. Tomé todas las precauciones, pero sabía que todo era cuestión de tiempo. La gente como Fumero nunca deja de odiar.
No hay sentido ni razón en su odio. Odian como respiran.
El piso de la ronda de San Antonio era un ático. Descubrí que había una puerta de acceso al terrado que daba a la escalera. Los terrados de toda la manzana formaban una red de patios adosados separados por muros de apenas un metro donde los vecinos acudían a tender la colada. No tardé en encontrar un edificio al otro lado de la manzana, con fachada en la calle Joaquín Costa, desde el que podía acceder al terrado y, una vez allí, saltar el muro y llegar al edificio de la Ronda de San Antonio sin que nadie pudiera verme entrar o salir de la finca. En una ocasión recibí una carta del administrador diciéndome que algunos vecinos habían notado ruidos en el piso de los Fortuny. Contesté en nombre del abogado Requejo alegando que en ocasiones algún miembro del despacho había tenido que acudir a buscar papeles o documentos al piso y que no había motivo de alarma, aunque los ruidos fuesen nocturnos. Añadí un cierto giro para dar a entender que, entre caballeros, contables y abogados, un picadero secreto era más sagrado que el Domingo de Ramos. El administrador, mostrando solidaridad gremial, contestó que no me preocupase lo más mínimo, que se hacía cargo de la situación.
En aquellos años, desempeñar el papel del abogado Requejo fue mi única diversión. Una vez al mes acudía a visitar a mi padre en el Cementerio de los Libros Olvidados. Nunca mostró interés en conocer a aquel marido invisible y yo nunca me ofrecí a presentárselo. Rodeábamos el tema en nuestra conversación como navegantes expertos que sortean un escollo a ras de superficie, esquivando la mirada. A veces se me quedaba mirando en silencio y me preguntaba si necesitaba ayuda, si había algo que él pudiera hacer. Algunos sábados, al amanecer, acompañaba a Julián a ver el mar. Subíamos al terrado y cruzábamos hasta el edificio contiguo para salir a la calle Joaquín Costa. De allí descendíamos hasta el puerto a través de callejuelas del Raval. Nadie nos salía al paso. Temían a Julián, incluso de lejos. A veces llegábamos hasta el rompeolas. A Julián le gustaba sentarse en las rocas, mirando hacia la ciudad. Pasábamos horas así, casi sin intercambiar una palabra. Alguna tarde nos colábamos en un cine, cuando ya había empezado la sesión. En la oscuridad nadie reparaba en Julián. Vivíamos de noche y en silencio. A medida que pasaban los meses aprendí a confundir la rutina con la normalidad, v con el tiempo llegué a creer que mi plan había sido perfecto. Pobre imbécil.
12
1945, un año de cenizas. Sólo habían pasado seis años desde el fin de la guerra y aunque sus cicatrices se sentían a cada paso, casi nadie hablaba de ella abiertamente. Ahora se hablaba de la otra guerra, la mundial, que había apestado el mundo con un hedor a carroña y bajeza del que jamás volvería a desprenderse. Eran años de escasez y miseria, extrañamente bendecidos por esa paz que inspiran los mudos y los tullidos, a medio camino entre la lástima y el repelús. Tras años de buscar Página 260 de 288
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en vano trabajo como traductora, encontré finalmente un empleo como correctora de pruebas en una editorial fundada por un empresario de nuevo cuño llamado Pedro Sanmartí. El empresario había edificado el negocio invirtiendo la fortuna de su suegro, a quien luego había instalado en un asilo frente al lago de Bañolas a la espera de recibir por correo su certificado de defunción. Sanmartí, que gustaba de cortejar mozuelas a las que doblaba la edad, se había beatificado por el lema tan en boga por entonces del hombre hecho a sí mismo. Chapurreaba un inglés con acento de Vilanova i la Geltrú, convencido de que era el idioma del futuro y remataba sus frases con la coletilla del «Okey».
La editorial (a la que Sanmartí había bautizado con el peregrino nombre de «Endymión» porque le sonaba a catedralicio y propicio para hacer caja) publicaba catecismos, manuales de buenas maneras v una colección de seriales novelados de lectura edificante protagonizados por monjitas de comedia ligera, personal heroico de la Cruz Roja y funcionarios felices y de alta fibra apostólica. Editábamos también una serie de historietas de soldados americanos titulada «Comando Valor», que arrasaba entre la juventud deseosa de héroes con aspecto de comer carne siete días a la semana. Yo había hecho en la empresa una buena amiga en la secretaria de Sanmartí, una viuda de guerra llamada Mercedes Pietro con la que pronto sentí una afinidad completa y con la que podía entenderme con apenas una mirada o una sonrisa. Mercedes y yo teníamos mucho en común: éramos dos mujeres a la deriva, rodeadas de hombres que estaban muertos o se habían escondido del mundo. Mercedes tenía un hijo de siete años enfermo de distrofia muscular al que sacaba adelante como podía. Tenía apenas treinta y dos años, pero se le leía la vida en los surcos de la piel. Durante todos aquellos años, Mercedes fue la única persona a la que me sentí tentada de contárselo todo, de abrirle mi vida.
Fue ella quien me contó que Sanmartí era un gran amigo del cada día más condecorado inspector jefe Francisco Javier Fumero. Ambos formaban parte de una camarilla de individuos surgidos de entre las cenizas de la guerra que se extendía como tela de araña por la ciudad, inexorable. La nueva sociedad. Un buen día Fumero se presentó en la editorial. Acudía a visitar a su amigo Sanmartí, con quien había quedado para ir a comer. Yo, con alguna excusa, me escondí en el cuarto del archivo hasta que ambos partieron.
Cuando volví a mi mesa, Mercedes me lanzó una mirada que lo decía todo.
Desde entonces, cada vez que Fumero se presentaba por las oficinas de la editorial, ella me avisaba para que me ocultase.
No pasaba un día en que Sanmartí no intentase sacarme a cenar, invitarme al teatro o al cine con cualquier excusa. Yo siempre respondía que me esperaba mi marido en casa y que su señora debía de estar preocupada, que se hacía tarde. La señora Sanmartí, que ejercía de mueble o fardo mudable, cotizando muy por debajo del obligatorio Bugatti en la escala de afectos de su esposo, parecía haber perdido ya su papel en el sainete de aquel matrimonio una vez la fortuna del suegro había pasado a manos de Sanmartí.
Mercedes ya me había advertido de qué iba el percal. Sanmartí, dotado de una capacidad de concentración limitada en el espacio y en el tiempo, apetecía carne fresca y poco vista, concentrando sus bagatelas donjuanescas en la recién llegada, que en este caso era yo. Sanmartí recurría a todos los resortes para iniciar una conversación conmigo.
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