—No te preocupes, Mercedes. Lo entiendo —dije.
—Ese hombre, Fumero, va a por ti, Nuria. No sé qué tiene contra ti,pero se le ve en la cara...
—Ya lo sé.
Al lunes siguiente, cuando llegué al despacho, me encontré a un individuo enjuto y engominado ocupando mi escritorio. Se presentó como Salvador Benades, el nuevo corrector.
—¿ Y usted quién es?
Ni una sola persona en toda la oficina se atrevió a cruzar la mirada o la palabra conmigo mientras recogía mis cosas. Al bajar por la escalera, Mercedes corrió tras de mí y me entregó un sobre que contenía un fajo de billetes y monedas.
—Casi todos han contribuido con lo que han podido. Cógelo, por, favor.
No por ti, por nosotros.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
Aquella noche acudí al piso de la Ronda de San Antonio. Julián me esperaba como siempre, sentado en la oscuridad. Había escrito un poema para mí, dijo. Era lo primero que escribía en nueve años. Quise leerlo, pero me rompí en sus brazos. Se lo conté todo, porque ya no podía más. Porque temía que Fumero, tarde o temprano, le encontraría. Julián me escuchó en silencio, sosteniéndome en sus brazos y acariciándome el pelo. Era la primera vez en años que sentía que, por una vez, me podía apoyar en él. Quise besarle, enferma de soledad, pero Julián no tenía labios ni piel que entregarme. Me dormí en sus brazos, acurrucada en el lecho de su habitación, un camastro de muchacho. Cuando desperté, Julián no estaba allí. Escuché sus pasos en el terrado al alba y fingí estar todavía dormida. Más tarde, aquella mañana, oí la noticia por la radio sin caer en la cuenta. Un cuerpo había sido hallado en un banco en el paseo del Borne, contemplando la basílica de Santa María del Mar sentado con las manos cruzadas sobre el regazo. Una bandada de palomas que le picoteaban los ojos llamó la atención de un vecino, que alertó a la policía. El cadáver tenía el cuello roto. La señora Sanmartí lo identificó como el de su esposo, Pedro Sanmartí Monegal. Cuando el suegro del difunto recibió la noticia en su asilo de Bañolas, dio gracias al cielo y se dijo que ahora ya podía morir en paz.
13
Julián escribió una vez que las casualidades son las cicatrices del destino.
No hay casualidades, Daniel. Somos títeres de nuestra inconsciencia. Durante años había querido creer que Julián seguía siendo el hombre de quien me había enamorado, o sus cenizas. Había querido creer que saldríamos adelante con soplos de miseria y de esperanza. Había querido creer que Laín Coubert había muerto y había regresado a las páginas de un libro. Las personas estamos dispuestas a creer cualquier cosa antes que la verdad.
El asesinato de Sanmartí me abrió los ojos. Comprendí que Laín Coubert seguía vivo y coleando. Más que nunca. Se hospedaba en el cuerpo ajado por las llamas de aquel hombre del que no quedaba ni la voz y se alimentaba de su memoria. Descubrí que había encontrado el modo de entrar y salir del piso de la Ronda de San Antonio a través de una ventana que daba al tragaluz central sin necesidad de forzar la puerta que yo cerraba cada vez que me iba de allí. Descubrí que Laín Coubert, disfrazado de Julián, había estado recorriendo la ciudad, visitando el caserón de los Aldaya. Descubrí que en su locura había regresado a aquella cripta y había quebrado las lápidas, que había extraído los sarcófagos de Penélope y de su hijo. «¿Qué has hecho, Julián?»
La policía me esperaba en casa para interrogarme sobre la muerte del editor Sanmartí. Me condujeron a jefatura, donde después de cinco horas de espera en un despacho a oscuras, se presentó Fumero vestido de negro y me ofreció un cigarrillo.
—Usted y yo podríamos ser buenos amigos, señora Moliner. Me dicenmis hombres que su esposo no está en casa.
—Mi marido me ha dejado. No sé donde está.
Me derribó de la silla de una bofetada brutal. Me arrastré hasta un rincón, presa de pánico. No me atreví a alzar la vista. Fumero se arrodilló a mi lado y me aferró del pelo.
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La
sombra
del
viento
—Entérate bien, furcia de mierda: le voy a encontrar, y cuando lo haga,os mataré a los dos. A ti primero, para que el te vea con las tripas colgando.
Y luego a él, una vez le haya contado que la otra ramera a la que envió a latumba era su hermana.
—Antes te matará él a ti, hijo de puta.
Fumero me escupió en la cara y me soltó. Creí entonces que me iba a destrozar de una paliza, pero escuché sus pasos alejándose por el pasillo.
Temblando, me incorporé y me limpié la sangre de la cara. Podía oler la mano de aquel hombre en la piel, pero esta vez reconocí el hedor del miedo.
Me retuvieron en aquel cuarto, a oscuras y sin agua, durante seis horas.
Cuando me soltaron ya era de noche. Llovía a cántaros y las calles ardían de vapor. Al llegar a casa me encontré un mar de escombros. Los hombres de Fumero habían estado allí. Entre muebles caídos, cajones y estanterías derribadas, encontré mi ropa hecha jirones y los libros de Miquel destrozados. Sobre mi cama encontré una pila de heces y sobre la pared, escrito con excrementos, se leía