Antes de llamar, me detuve unos instantes a recuperar el aliento y a intentar conjurar unas palabras que no llegaron. Poco importaba ya. Golpeé el picaporte con fuerza tres veces. Quince segundos después repetí la operación, y así sucesivamente, ignorando el sudor frío que me cubría la frente y los latidos de mi corazón. Cuando la puerta se abrió, todavía sostenía el picaporte en las manos.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—¿Qué quieres?
Los ojos de mi viejo amigo Tomás me taladraron, sin sobresalto. Fríos y supurantes de ira.
— Vengo a ver a Bea. Puedes partirme la cara si te apetece, pero no me voy sin hablar con ella.
Tomás me observaba sin pestañear. Me pregunté si me iba a quebrar en dos allí mismo, sin contemplaciones. Tragué saliva.
—Mi hermana no está.
—Tomás...
—Bea se ha marchado.
Había abandono y dolor en su voz que apenas conseguía disfrazar de rabia.
—¿Se ha marchado? ¿Adónde?
—Esperaba que tú lo supieses.
—¿Yo?
Ignorando los puños cerrados y el semblante amenazador de Tomás, me colé en el interior del piso.
—¿Bea? —grité—. Bea, soy Daniel...
Me detuve a medio corredor. El piso escupía el eco de mi voz con ese desprecio de los espacios vacíos. Ni el señor Aguilar ni su esposa ni el servicio aparecieron en respuesta a mis alaridos.
—No hay nadie. Ya te lo he dicho —dijo Tomás a mi espalda—. Ahora lárgate y no vuelvas. Mi padre ha jurado matarte y yo no voy a ser el que se lo impida.
—Por el amor de Dios, Tomás. Dime dónde está tu hermana.
Me contemplaba como quien no sabe bien si escupir o pasar de largo.
—Bea se ha marchado de casa, Daniel. Mis padres llevan dos días buscándola como locos por todas partes y la policía también.
—Pero...
—La otra noche, cuando volvió de verte, mi padre la estaba esperando. Le partió los labios a bofetadas, pero no te preocupes, que se negó a dar tu nombre.
No te la mereces.
—Tomás...
—Cállate. Al día siguiente, mis padres la llevaron al médico.
—¿Por qué? ¿Está Bea enferma?
—Enferma de ti, imbécil. Mi hermana está embarazada. No me digas que no lo sabías.
Sentí que me temblaban los labios. Un frío intenso se extendía por mi cuerpo, la voz robada, la mirada atrapada. Me arrastré hacia la salida, pero Tomás me agarró del brazo y me lanzó contra la pared.
—¿Qué le has hecho? —Tomás, yo...
Se le derribaron los párpados de impaciencia. El primer golpe me arrancó la respiración. Resbalé hacia el suelo con la espalda apoyada contra la pared, las rodillas flaqueando. Una presa terrible me aferró la garganta y me sostuvo en pie, clavado contra la pared.
—¿Qué le has hecho, hijo de puta?
Traté de zafarme de la presa, pero Tomás me derribó de un puñetazo en la cara. Caí en una oscuridad interminable, la cabeza envuelta en llamaradas de dolor. Me desplomé sobre las baldosas del corredor. Traté de arrastrarme, pero Página 270 de 288
Carlos