—¿Tomás? ¿Su amigo el inventor?
Asentí.
—Algo habrá usted hecho.
—Bea se ha marchado de casa... —empecé.
Fermín frunció el ceño.
—Siga.
—Está embarazada.
Fermín me observaba pasmado. Por una vez, su expresión era impenetrable y severa.
—No me mire así, Fermín, por Dios.
—¿Qué quiere que haga? ¿Repartir puros?
Intenté levantarme, pero el dolor y las manos de Fermín me detuvieron.
—Tengo que encontrarla, Fermín.
—Quieto parao. Usted no está en condiciones de ir a ningún sitio. Dígame dónde está la muchacha y yo iré a por ella.
—No sé dónde está.
—Le voy a pedir que sea algo más específico.
Don Federico apareció por la puerta portando una taza humeante de caldo.
Me sonrió cálidamente.
—¿Cómo te encuentras, Daniel?
—Mucho mejor, gracias, don Federico.
—Tómate un par de estas pastillas con el caldo.
Cruzó una mirada leve con Fermín, que asintió.
—Son para el dolor.
Me tragué las pastillas y sorbí la taza de caldo, que sabía a jerez. Don Federico, prodigio de discreción, abandonó la habitación y cerró la puerta.
Fue entonces cuando advertí que Fermín sostenía en el regazo el manuscrito de Nuria Monfort. El reloj que tintineaba en la mesita de noche marcaba la una, supuse que de la tarde.
—¿Nieva todavía?
—Nevar es poco. Esto es el diluvio en polvo.
—¿Lo ha leído ya? —pregunté.
Fermín se limitó a asentir.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—Tengo que encontrar a Bea antes de que sea tarde. Creo que sé dónde está.
Me senté en la cama, apartando los brazos de Fermín. Miré a mi alrededor. Las paredes ondeaban como algas bajo un estanque. El techo se alejaba en un soplo. Apenas pude sostenerme erguido. Fermín, sin esfuerzo, me rindió de nuevo al catre.
—Usted no va a ningún sitio, Daniel.
—¿Qué eran esas pastillas?