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Add to favorite La sombra del viento – Carlos Ruiz Zafón🕯️

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Bea lanzó una mirada hacia la puerta entreabierta.

—Él está aquí. En esta casa. Entra y sale. Me sorprendió el otro día, cuando intentaba entrar en la casa. Sin que le dijese nada, supo quién era.

Supo lo que estaba pasando. Me instaló en esta habitación y me trajo una manta, agua y comida. Me dijo que esperase. Que todo iba a salir bien. Me dijo que tú vendrías por mí. Por la noche hablamos durante horas. Me habló de Penélope, de Nuria... sobre todo me habló de ti, de nosotros dos. Me dijo que tenía que enseñarte a olvidarle...

—¿Dónde está ahora?

—Abajo. En la biblioteca. Me dijo que estaba esperando a alguien, que no me moviese de aquí.

—¿Esperando a quién?

—No lo sé. Dijo que era alguien que vendría contigo, que tú le traerías...

Cuando me asomé al corredor, las pisadas ya se escuchaban al pie de la escalinata. Reconocí la sombra desangrada sobre los muros como una telaraña, la gabardina negra, el sombrero calado como una capucha y el revólver en la mano reluciente como una guadaña. Fumero. Siempre me había recordado a alguien, o a algo, pero hasta aquel instante no había comprendido a qué.

4

Extinguí las velas con los dedos y le hice una seña a Bea para que guardase silencio. Me asió la mano y me miró inquisitivamente. Los pasos lentos de Fumero se escuchaban a nuestros pies. Conduje a Bea de nuevo al interior de la habitación y le indiqué que permaneciese allí, oculta tras la puerta.

—No salgas de aquí, pase lo que pase —susurré.

—No me dejes ahora, Daniel. Por favor.

—Tengo que advertir a Carax.

Bea me imploró con la mirada, pero me retiré al corredor antes de rendirme. Me deslicé hasta el umbral de la escalinata principal. No había rastro de la sombra de Fumero, ni de sus pasos. Se había detenido en algún punto de la oscuridad, inmóvil. Paciente. Me retiré de nuevo al corredor y rodeé la galería de habitaciones hasta la fachada principal del caserón. Un ventanal empañado de hielo destilaba cuatro haces azules, turbios como agua estanca.

Me acerqué a la ventana y pude ver un coche negro apostado frente a la verja principal. Reconocí el automóvil del teniente Palacios. Una brasa de cigarrillo en la oscuridad delataba su presencia tras el volante. Regresé lentamente hasta la escalinata y descendí peldaño a peldaño, posando los pies con infinita cautela. Me detuve a medio trayecto y escruté la tiniebla que inundaba la planta baja.

Fumero había dejado el portón principal abierto a su paso. El viento había apagado las velas y escupía remolinos de nieve. La hojarasca helada danzaba en la bóveda, flotando en un túnel de claridad polvorienta que insinuaba las ruinas del caserón. Descendí cuatro peldaños más, apoyándome contra la pared. Vislumbré un atisbo de la cristalera de la biblioteca. Seguía sin detectar a Fumero. Me pregunté si habría descendido al sótano o a la cripta.

El polvo de nieve que penetraba desde el exterior estaba borrando sus Página 275 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

huellas. Me deslicé hasta el pie de la escalinata y eché un vistazo hacia el corredor que conducía a la entrada. El viento helado me escupió en la cara.

La garra del ángel sumergido en la fuente se entreveía en la tiniebla. Miré en la otra dirección. La entrada a la biblioteca quedaba a una decena de metros del pie de la escalinata. La antecámara que conducía hasta allí quedaba velada de oscuridad. Comprendí que Fumero podía estar observándome a apenas unos metros del punto en el que me encontraba, sin que yo pudiera verle. Escruté la sombra, impenetrable como las aguas de un pozo. Respiré hondo y, casi arrastrando los pies, crucé la distancia que me separaba de la entrada de la biblioteca a ciegas.

El gran salón oval quedaba sumergido en una penuria de luz vaporosa, acribillada de puntos de sombra proyectados por la nieve desplomándose gelatinosamente tras los ventanales. Deslicé la mirada por los muros desnudos en busca de Fumero, quizá apostado junto a la entrada. Un objeto emergía del muro a apenas dos metros a mi derecha. Por un instante me pareció que se desplazaba, pero era sólo el reflejo de la luna sobre el filo. Un cuchillo, quizá una navaja de doble filo, estaba clavado en la pared.

Ensartaba un rectángulo de cartón o papel. Me aproximé hasta allí y reconocí la imagen apuñalada sobre el muro. Era una copia idéntica de la fotografía medio quemada que un extraño había abandonado en el mostrador de la librería. En el retrato, Julián y Penélope, apenas unos adolescentes, sonreían a una vida que se les había escapado sin saberlo. El filo de la navaja atravesaba el pecho de Julián. Comprendí entonces que no había sido Laín Coubert, o Julián Carax, quien había dejado aquella fotografía como una invitación. Había sido Fumero. La fotografía había sido un cebo envenenado.

Alcé la mano para arrebatársela al cuchillo, pero el contacto helado del revólver de Fumero en la nuca me detuvo.

—Una imagen vale más que mil palabras, Daniel. Si tu padre no hubiera sido un librero de mierda, ya te lo habría enseñado.

Me volví lentamente y enfrenté el cañón del arma. Apestaba a pólvora reciente. El rostro cadavérico de Fumero sonreía en una mueca crispada de terror.

—¿Dónde está Carax?

—Lejos de aquí. Sabía que usted vendría a por él. Se ha marchado.

Fumero me observaba sin pestañear.

—Te voy a volar la cara en pedazos, chaval.

—De poco le servirá. Carax no está aquí.

—Abre la boca —ordenó Fumero.

—¿Para qué?

—Abre la boca o te la abro yo de un tiro.

Desplegué los labios. Fumero me introdujo el revólver en la boca. Sentí una arcada trepándome por la garganta. El pulgar de Fumero tensó el percutor.

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