—Ahora, desgraciado, piensa si tienes alguna razón para seguir viviendo. ¿Qué dices?
Asentí lentamente.
—Entonces dime dónde está Carax.
Intenté balbucear. Fumero retiró el revólver lentamente.
—¿Dónde está?
—Abajo. En la cripta.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—Tú me guías. Quiero que estés presente cuando le cuente a ese hijo de puta cómo gemía Nuria Monfort cuando le hundí el cuchillo en...
La silueta se abrió camino de la nada. Atisbando por encima del hombro de Fumero creí ver cómo la oscuridad se removía en cortinajes de bruma y una figura sin rostro, de mirada incandescente, se deslizaba hacia nosotros en silencio absoluto, como si apenas rozase el suelo. Fumero leyó el reflejo en mis pupilas empañadas de lágrimas y su rostro se descompuso lentamente.
Cuando se volvió y disparó al manto de negrura que le envolvía, dos garras de cuero, sin líneas ni relieve, le habían atenazado la garganta. Eran las manos de Julián Carax, crecidas de las llamas. Carax me apartó de un em-pujón y aplastó a Fumero contra la pared. El inspector aferró el revólver e intentó situarlo bajo la barbilla de Carax. Antes de que pudiese accionar el gatillo, Carax le asió de la muñeca y la martilleó con fuerza contra la pared una v otra vez, sin conseguir que Fumero soltase el revólver. Un segundo disparo estalló en la oscuridad y se estrelló contra el muro, abriendo un boquete en el panel de madera. Lágrimas de pólvora encendida v astillas en brasa salpicaron el rostro del inspector. El hedor a carne chamuscada inundó la sala.
De una sacudida, Fumero trató de zafarse de aquellas manos que le mantenían el cuello inmovilizado y la mano que sostenía el revólver contra la pared. Carax no aflojaba la presa. Fumero rugió de rabia y ladeó la cabeza hasta morder el puño de Carax. Le poseía una furia animal. Escuché el chasquido de sus dientes desgarrando la piel muerta y vi los labios de Fumero rezumando sangre. Carax, ignorando el dolor, o quizá incapaz de sentirlo, asió entonces el puñal. Lo desclavo de la pared de un tirón y, ante la mirada aterrada de Fumero, ensartó la muñeca derecha del inspector contra la pared con un golpe brutal que hundió el filo en el panel de madera casi hasta la empuñadura. Fumero dejó escapar un terrible alarido de agonía. Su mano se desplegó en un espasmo y el revólver cayó a sus pies. Carax lo escupió hacia las sombras de un puntapié.
El horror de aquella escena había desfilado ante mis ojos en apenas unos segundos. Me sentía paralizado, incapaz de actuar o de articular un solo pensamiento. Carax se volvió hacia mí y me clavó la mirada. Contemplándole, acerté a reconstruir sus facciones perdidas que había imaginado tantas veces, contemplando retratos y escuchando viejas historias.
—Llévate a Beatriz de aquí, Daniel. Ella sabe lo que debéis hacer. No te separes de ella. No dejes que te la arrebaten. Nada ni nadie. Cuídala. Más que a tu vida.
Quise asentir, pero los ojos se me fueron a Fumero, que estaba forcejeando con el cuchillo que le atravesaba la muñeca. Lo arrancó de una sacudida y se desplomó de rodillas, sosteniéndose el brazo herido que le sangraba sobre el costado.
—Márchate —musitó Carax.
Fumero nos contemplaba cegado de odio desde el suelo, sosteniendo el cuchillo ensangrentado en su mano izquierda. Carax se dirigió hacia él.
Escuché unos pasos apresurados acercándose y comprendí que Palacios había acudido en auxilio de su jefe alertado por los disparos. Antes de que Carax pudiese arrebatarle el cuchillo a Fumero, Palacios penetró en la biblioteca con el arma en alto.
—Atrás —advirtió.
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viento
Lanzó una rápida mirada a Fumero, que se incorporaba con dificultad, y luego nos observó, primero a mí y luego a Carax. Percibí el horror y la duda en aquella mirada.
—He dicho atrás.
Carax se detuvo y retrocedió. Palacios nos observaba fríamente, tratando de dilucidar cómo resolver la situación. Sus ojos se posaron sobre mí.
—Tú, lárgate. Esto no va contigo. Venga.
Dudé un instante. Carax asintió.
—De aquí no se va nadie —cortó Fumero—. Palacios, entrégueme su revólver.
Palacios permaneció en silencio.