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—Palacios —repitió Fumero, alargando la mano totalmente velada de sangre en demanda del arma.

—No —murmuró Palacios, apretando los dientes.

Los ojos enloquecidos de Fumero se llenaron de desprecio y de furia.

Aferró el arma de Palacios y lo empujó de un manotazo. Crucé una mirada con Palacios y supe lo que iba a suceder. Fumero alzó el arma lentamente. Le temblaba la mano y el revólver brillaba, reluciente de sangre. Carax retrocedió paso a paso, buscando la sombra, pero no había escapatoria. El cañón del revólver le seguía. Sentí que los músculos del cuerpo se me incendiaban de rabia. La mueca de muerte de Fumero, que se relamía de locura y rencor, me despertó de una bofetada. Palacios me miraba, negando en silencio. Le ignoré.

Carax se había abandonado ya, inmóvil en el centro de la sala, esperando la bala.

Fumero nunca llegó a verme. Para él sólo existía Carax y aquella mano ensangrentada unida a un revólver. Me abalancé sobre él de un salto. Sentí que mis pies se levantaban del suelo, pero nunca llegué a recobrar el contacto. El mundo se había congelado en el aire. El estruendo del disparo me llegó lejano, como eco de tormenta que se aleja. No hubo dolor. El impacto del disparo me atravesó las costillas. La primera llamarada fue ciega, como si una barra de metal me hubiese golpeado con furia indecible y me hubiese propulsado en el vacío un par de metros, hasta derribarme al suelo. No sentí la caída, aunque me pareció que las paredes convergían y el techo descendía a toda velocidad como si ansiara aplastarme. Una mano me sostuvo la nuca y vi el rostro de Julián Carax inclinándose sobre mí. En mi visión, Carax aparecía exactamente como yo le había imaginado, como si las llamas nunca le hubiesen arrancado el semblante.

Advertí el horror en su mirada, sin comprender. Vi cómo posaba su mano sobre mi pecho y me pregunté qué era aquel líquido humeante que brotaba entre sus dedos. Fue entonces cuando sentí aquel fuego terrible, como aliento de brasas devorándome las entrañas. Un grito quiso escapar de mis labios, pero afloró ahogado en sangre tibia. Reconocí el rostro de Palacios a mi lado, derrotado de remordimiento. Alcé la mirada y entonces la vi. Bea avanzaba lentamente desde la puerta de la biblioteca, el rostro ungido de horror y las manos temblorosas sobre los labios. Negaba en silencio. Quise advertirla, pero un frío mordiente me recorría los brazos y las piernas, abriéndose camino en mi cuerpo a cuchilladas.

Fumero acechaba oculto tras la puerta. Bea no reparó en su presencia.

Cuando Carax se incorporó de un salto y Bea se volvió, alertada, el revólver del inspector ya le rozaba la frente. Palacios se lanzó a detenerle. Llegó tarde.

Carax se cernía ya sobre él. Escuché su grito, lejano, llevando el nombre de Bea. La sala se prendió en el resplandor del disparo. La bala atravesó la mano Página 278 de 288

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derecha de Carax. Un instante más tarde, el hombre sin rostro caía sobre Fumero. Me incliné para ver cómo Bea corría a mi lado, intacta. Busqué a Carax con una mirada que se me apagaba, pero no le encontré. Otra figura había ocupado su lugar. Era Laín Coubert, tal y como había aprendido a temerle leyendo las páginas de un libro tantos años atrás. Esta vez, las garras de Coubert se hundieron en los ojos de Fumero y lo arrastraron como garfios.

Acerté a ver cómo las piernas del inspector se arrastraban por la puerta de la biblioteca, cómo su cuerpo se debatía en sacudidas mientras Coubert lo arrastraba sin piedad hacia el portón, cómo sus rodillas golpeaban los escalones de mármol y la nieve le escupía en el rostro, cómo el hombre sin rostro le aferraba del cuello y, alzándolo como un títere, lo lanzaba contra la fuente helada, cómo la mano del ángel atravesaba su pecho y lo ensartaba y cómo el alma maldita se le derramaba en vapor y aliento negro que caía en lágrimas heladas sobre el espejo mientras sus párpados se agitaban hasta morir y sus ojos parecían astillarse con arañazos de escarcha.

Me desplomé entonces, incapaz de sostener la mirada un segundo más.

La oscuridad se teñía de luz blanca y el rostro de Bea se alejaba en un túnel de niebla. Cerré los ojos y sentí las manos de Bea sobre mi rostro y el soplo de su voz suplicándole a Dios que no me llevase, susurrándome que me quería y que no me dejaría ir, que no me dejaría ir. Sólo recuerdo que me desprendí en aquel espejismo de luz y frío, que una rara paz me envolvió y se llevó el dolor y el fuego lento de mis entrañas. Me vi a mí mismo caminando por las calles de aquella Barcelona embrujada de la mano de Bea, casi ancianos. Vi a mi padre y a Nuria Monfort posando rosas blancas sobre mi tumba. Vi a Fermín llorando en brazos de la Bernarda, y a mi viejo amigo Tomás, que había enmudecido para siempre. Les vi como se ve a los extraños desde un tren que se aleja demasiado de prisa. Fue entonces, casi sin darme cuenta, cuando recordé el rostro de mi madre que había perdido tantos años atrás como si un recorte extraviado se hubiese deslizado de entre las páginas de un libro. Su luz fue cuanto me acompañó en mi descenso.

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27 DE NOVIEMBRE DE 1955

POST MORTEM

La habitación era blanca, forjada de lienzos y cortinajes tejidos de vapor yde sol reluciente. Desde mi ventana se veía un mar azul infinito. Algún día,alguien querría convencerme de que no, que desde la clínica Corachán no se veel mar, que sus habitaciones no son blancas ni etéreas y que el mar de aquelnoviembre era una balsa de plomo fría y hostil, que siguió nevando todos losdías de aquella semana hasta sepultar el sol y toda Barcelona bajo un metro denieve y de que incluso Fermín, el eterno optimista, creía que yo iba a morir otravez.

Ya había muerto antes, en la ambulancia, en brazos de Bea y del tenientePalacios, que arruinó su traje oficial con mi sangre. La bala, decían los médicos,que hablaban de mí creyendo que no les oía, había destrozado dos costillas,rozado el corazón, segado una arteria y salido al galope por el costado,arrastrando cuanto encontró en su camino. Mi corazón dejó de latir durantesesenta y cuatro segundos. Me dijeron que, al regresar de mi excursión alinfinito, abrí los ojos y sonreí antes de perder el conocimiento.

No recuperé el sentido hasta ocho días más tarde. Para entonces, losperiódicos ya habían publicado la noticia del fallecimiento del insigne inspectorjefe de policía Francisco Javier Fumero en una trifulca con una banda armadade maleantes, y las autoridades andaban demasiado ocupadas en encontrarleuna calle o pasaje al que rebautizar en su memoria. El suyo fue el único cuerpohallado en el viejo caserón de los Aldaya. Los cuerpos de Penélope y su hijonunca aparecieron.

Desperté al alba. Recuerdo la luz, de oro líquido, derramándose por lassábanas. Había dejado de nevar y alguien había cambiado el mar tras mi ventanapor una plaza blanca de la que emergían unos columpios y poco más. Mi padre,hundido en una silla junto a mi cama, alzó la vista y me observó en silencio. Lesonreí y se echó a llorar. Fermín, que dormía a pierna suelta en el pasillo, y Bea,que le sostenía la cabeza en el regazo, oyeron sus lágrimas, un lamento que seperdía a gritos, y entraron en la habitación. Recuerdo que Fermín estaba blanco y flaco como una raspa de pescado. Me contaron que la sangre que corría por mis venas era suya, que yo había perdido toda la mía, y que mi amigo llevaba días atiborrándose de pepitos de lomo en la cafetería de la clínica para criar glóbulos rojos en caso de que yo necesitase más. Quizá eso explicase por qué me sentía más sabio y menos Daniel. Recuerdo que había un bosque de flores y que aquella tarde, o quizá dos minutos después, no sabría decir, desfilaron por la habitación desde Gustavo Barceló y su sobrina Clara, a la Bernarda y mi amigo Tomás, que no se atrevía a mirarme a los ojos y que cuando le abracé echó a correr y se fue a llorar a la calle. Recuerdo vagamente a don Federico, que venía acompañado de la Merceditas y del catedrático don Anacleto. Sobre todo recuerdo a Bea, que me miraba en silencio mientras todos se deshacían en alegrías y salvas al cielo, y a mi padre, que había dormido en aquella silla durante siete noches, rezándole a un Dios en el que no creía.

Cuando los médicos obligaron a toda la comitiva a desalojar la habitación yabandonarme a un reposo que no quería, mi padre se acercó un momento y medijo que me había traído mi pluma, la estilográfica de Víctor Hugo, y un cuaderno,por si quería escribir. Fermín, desde la puerta, anunciaba que había consultadocon el plantel de doctores de la clínica y le habían asegurado que yo no iba a Página 280 de 288

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