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Llegada la noche de autos seguí dócilmente a Fermín hasta un tugurio infecto sito en la calle Escudillers donde los hedores a humanidad convivían con la fritanga más abyecta del litoral mediterráneo. Un plantel de damas con la virtud en alquiler y mucho kilometraje encima nos recibió con sonrisas que hubieran hecho las delicias de una facultad de ortodoncia.

—Venimos a por la Rociíto —anunció Fermín a un macarrón cuyas patillas guardaban una sorprendente resemblanza con el cabo de Finisterre.

—Fermín —musité, aterrado—. Por el amor de Dios...

—Tenga fe.

La Rociíto acudió presta en toda su gloria, que calculé colindante en los noventa kilogramos sin contar el chal de lagarterana y el vestido de viscosa colorado, y me hizo un inventario a conciencia.

—Hola, corasón. Yo te hasía más viejo, fíhate tú.

—Éste no es el interfecto —aclaró Fermín.

Comprendí entonces la naturaleza del embrollo y mis temores se desvanecieron. Fermín nunca olvidaba una promesa, especialmente si era yo el que la había hecho. Partimos los tres en busca de un taxi que nos condujese al asilo de Santa Lucía. Durante el trayecto Fermín, que en deferencia a mi estado de salud y a mi condición de prometido me había cedido el asiento delantero, compartía el trasero con la Rociíto, sopesando sus evidencias con notable deleite.

—Qué buenorra que estás, Rociíto. Este culo serrano tuyo es el apocalipsis según Botticelli.

Ay, señor Fermín, que desde que se ha echao novia me tie orvidá y desatendía, tunante.

—Rociíto, que tú eres mucha mujer y yo estoy con la monogamia.

—Quia, eso se lo cura la Rociíto con unas buenas friegas de penisilina.

Llegamos a la calle Moncada pasada la medianoche, escoltando el cuerpo celestial de la Rociíto. La colamos en el asilo de Santa Lucía por la puerta trasera que se empleaba para sacar a los finados por un callejón que lucía y olía como el esófago de los infiernos. Una vez en la tiniebla del Tenebrarium Fermín procedió a dar las últimas instrucciones a la Rociíto mientras yo localizaba al abuelillo a quien había prometido un último baile con Eros antes de que Tánatos le pasara el finiquito.

—Recuerda, Rociíto, que el abuelo está un poco trompetilla así que háblale alto, claro y guarro, con picardía, como tú sabes, pero sin pasarte, que Página 283 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

tampoco es cuestión de facturarle al reino de los cielos antes de hora de un paro cardíaco.

—Tranquilo, mi sielo, que una e una profesioná.

Encontré al beneficiario de aquellos amores de prestado en un rincón del primer piso, un sabio ermitaño parapetado tras muros de soledad. Alzó la vista y me contempló, desconcertado.

—¿Estoy muerto?

—No. Está usted vivo. ¿No me recuerda?

—A usted le recuerdo como a mis primeros zapatos, joven, pero al verle así, cadavérico, he creído que era una visión del más allá. No me lo tenga en cuenta. Aquí uno pierde eso que ustedes, los exteriores, llaman el discerni-miento. Así, ¿no es usted una visión?

—No. La visión se la tengo yo esperando abajo, si tiene la bondad.

Conduje al abuelo hasta una celda lúgubre que Fermín y la Rociíto habían ataviado de fiesta con unas velas y algunos soplos de perfume. Al posar la mirada en la abundante beldad de nuestra Venus jerezana, el rostro del abuelo se iluminó de paraísos soñados.

—Dios les bendiga a ustedes.

Y usted que lo vea —dijo Fermín, indicándole a la sirena de la calle Escudillers que procediese a desplegar sus artes.

La vi tomar al abuelillo con infinita delicadeza y besarle las lágrimas que le caían por las mejillas. Fermín y yo nos retiramos de la escena para concederles la merecida intimidad. En nuestro periplo por aquella galería de desesperaciones nos topamos con la hermana Emilia, una de las monjas que administraban el asilo. Nos dedicó una mirada sulfúrica.

—Me dicen unos internos que han colado ustedes una fulana, y que ahora ellos también quieren otra.

—Hermana ilustrísima, ¿por quién nos toma? Nuestra presencia aquí es estrictamente ecuménica. Aquí el infante, que mañana se hace hombre a ojos de la Santa Madre Iglesia, y yo acudíamos para interesarnos por la interna Jacinta Coronado.

La hermana Emilia enarcó una ceja.

—¿Son ustedes familia?

—Espiritualmente.

Jacinta falleció hace quince días. Un caballero vino a visitarla la noche antes. ¿Es pariente suyo?

—¿Se refiere al padre Fernando?

—No era un sacerdote. Me dijo que su nombre era Julián. No recuerdo el apellido.

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