Julián asintió.
—Pase lo que pase, el domingo te espero en ese tren.
Penélope consiguió arrancar media sonrisa.
—Allí estaré. Ahora vete. Por favor...
Aún estaba desnuda cuando la dejó y se deslizó por la escalera de serviciohasta las cocheras y, de allí, a la noche más fría que recordaba.
Los días que siguieron fueron los peores. Julián había pasado la noche envela, esperando que en cualquier momento viniesen a buscarle los sicarios dedon Ricardo. No le visitó ni el sueño. Al día siguiente, en el colegio de SanGabriel, no advirtió cambio alguno en la actitud de Jorge Aldaya. Julián, devoradopor la angustia, confesó a Miquel Moliner lo que había sucedido. Miquel, con suhabitual flema, negó en silencio.
—Estás loco, Julián, pero eso no es novedad. Lo extraño es que no hayahabido revuelo en casa de los Aldaya. Lo cual, si uno lo piensa, no es tansorprendente. Si, como dices, os descubrió la señora Aldaya, cabe la posibilidadde que ni ella misma sepa todavía qué hacer. He tenido tres conversaciones conella en mi vida, y de ellas extraje dos conclusiones: uno, la señora Aldaya tieneuna edad mental de doce años; dos, padece de un narcisismo crónico que leimposibilita ver o comprender cualquier cosa que no sea lo que quiere ver o creer,especialmente en referencia a ella misma.
—Ahórrame el diagnóstico, Miquel.
—Lo que quiero decir es que probablemente todavía esté pensando en quédecir, cómo, cuándo y a quién decírselo. Primero tiene que pensar en lasconsecuencias para ella misma: el potencial escándalo, la furia de su esposo... Lodemás, me atrevo a suponer, la trae al pairo.
—¿Crees entonces que no dirá nada?
—Quizá tarde uno o dos días. Pero no creo que sea capaz de guardar unsecreto así a espaldas de su marido. ¿Qué hay del plan de fuga? ¿Sigue en pie?
—Más que nunca.
—Me alegro de oírlo. Porque ahora sí que me parece que esto no tienevuelta atrás.
Los días de aquella semana pasaron en lenta agonía. Julián acudía cadadía al colegio de San Gabriel con la incertidumbre pisándole los talones. Pasaba Página 166 de 288
Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
las horas fingiendo estar allí, apenas capaz de intercambiar miradas con MiquelMoliner, que empezaba a estar tanto o más preocupado que él. Jorge Aldaya nodecía nada. Se mostraba tan cortés como siempre. Jacinta no había vuelto aaparecer para recoger a Jorge. El chófer de don Ricardo acudía todas las tardes.
Julián se sentía morir, casi deseando que pasara lo que tuviera que pasar, queaquella espera llegara a su fin. El jueves por la tarde, al finalizar las clases, Juliánempezó a pensar que la suerte estaba de su parte. La señora Aldaya no habíadicho nada, quizá por vergüenza, por estupidez o por cualquiera de las razonesque vislumbraba Miquel. Poco importaba. Lo único que contaba es que guardaseel secreto hasta el domingo. Aquella noche, por primera vez en varios días,consiguió conciliar el sueño.
El viernes por la mañana, al acudir a clase, el padre Romanones leesperaba en la verja.
—Julián, tengo que hablar contigo.
—Usted dirá, padre.
—Siempre he sabido que llegaría este día y tengo que confesarte que mealegra ser yo quien te dé la noticia.
—¿Qué noticia, padre?
Julián Carax ya no era alumno del colegio de San Gabriel. Su presencia enel recinto, las aulas o incluso los jardines estaba terminantemente prohibida. Susútiles, libros de texto y todas las pertenencias pasaban a ser propiedad delcolegio.
—El término técnico es expulsión fulminante —resumió el padreRomanones.
—¿Puedo preguntar la causa?
—Se me ocurren una docena, pero estoy seguro de que tú sabrás escogerla más idónea. Buenos días, Carax. Suerte en la vida. La vas a necesitar.
A una treintena de metros, en el patio de las fuentes, un grupo de alumnosle observaba. Algunos reían, haciendo un gesto de despedida con la mano. Otrosle observaban con extrañeza y compasión. Sólo uno le sonreía con tristeza: suamigo Miquel Moliner, que se limitó a asentir y a murmurar en silencio palabrasque Julián creyó leer en el aire. «Hasta el domingo. »
Al regresar al piso de la Ronda de San Antonio, Julián advirtió que elMercedes Benz de don Ricardo Aldaya estaba parado frente a la sombrerería. Sedetuvo en la esquina y esperó. Al poco, don Ricardo salió de la tienda de su padrey se introdujo en el coche. Julián se ocultó en un portal hasta que hubodesaparecido rumbo a la plaza Universidad. Sólo entonces se apresuró a subir laescalera hasta su casa. Su madre Sophie le esperaba allí, prendida de lágrimas.
—¿Qué has hecho, Julián ? —murmuró, sin ira.
—Perdóneme, madre...
Sophie abrazó a su hijo con fuerza. Había perdido peso y estabaenvejecida, como si entre todos le hubiesen robado la vida y la juventud. «Yo másque ninguno», pensó Julián.
—Escúchame bien, Julián. Tu padre y don Ricardo Aldaya lo hanarreglado todo para enviarte al ejército en unos días. Aldaya tiene influencias...
Tienes que irte, Julián. Tienes que irte donde ninguno de los dos puedaencontrarte...
Julián creyó ver una sombra en la mirada de su madre que la consumíapor dentro.