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Pasé la tarde velando aquella funesta carta que me anunciaba mi incorporación a filas y esperando señales de vida de Fermín. Pasaba ya media hora del horario de cierre y Fermín seguía en paradero desconocido. Cogí el teléfono y llamé a la pensión en la calle Joaquín Costa. Contestó doña Encarna, que dijo con voz de cazalla que no había visto a Fermín desde aquella mañana.

—Si no está aquí en media hora, cenará frío, que esto no es el Ritz. No le ha pasado nada, ¿verdad?

—Descuide, doña Encarna. Tenía un recado pendiente y se habrá retrasado. En todo caso, si le viera usted antes de acostarse, le agradecería muchísimo que le dijera que me llamase. Daniel Sempere, el vecino de su amiga la Merceditas.

—Pierda cuidado, aunque le prevengo, yo a las ocho y media me meto en el sobre.

Acto seguido llamé a casa de Barceló, confiando en que tal vez Fermín se hubiese dejado caer por allí para vaciarle la despensa a la Bernarda o arramblarla en el cuarto de planchar. No se me había ocurrido que sería Clara quien contestase al teléfono.

—Daniel, esto sí que es una sorpresa.

Eso mismo digo yo, pensé. Dando un circunloquio digno del catedrático don Anacleto, dejé caer el objeto de mi llamada otorgándole apenas una importancia pasajera.

—No, Fermín no ha pasado por aquí en todo el día. Y la Bernarda ha estado conmigo toda la tarde, o sea que lo sabría. Hemos estado hablando de ti,

¿sabes?

—Pues qué conversación tan aburrida.

—La Bernarda dice que se te ve muy guapo, hecho todo un hombre.

—Tomo muchas vitaminas. Un largo silencio.

—Daniel, ¿crees que podremos volver a ser amigos algún día? ¿Cuántos años harán falta para que me perdones?

—Amigos ya somos, Clara, y yo no tengo nada que perdonarte. Ya lo sabes.

—Mi tío dice que andas todavía indagando sobre Julián Carax. A ver si te pasas un día por casa a merendar y me cuentas novedades. Yo también tengo cosas que contarte.

—Uno de estos días, sin falta.

—Me voy a casar, Daniel.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

Me quedé mirando el auricular. Tuve la impresión de que los pies se me hundían en el suelo o de que mi esqueleto encogía unos centímetros.

—Daniel, ¿estás ahí?

—Sí.

—Te ha sorprendido.

Tragué saliva con la consistencia de cemento armado.

—No. Lo que me sorprende es que no te hayas casado ya. Pretendientes no te habrán faltado. ¿Quién es el afortunado?

—No le conoces. Se llama Jacobo. Es un amigo de mi tío Gustavo.

Directivo del Banco de España. Nos conocimos en un recital de ópera que organizó mi tío. Jacobo es un apasionado de la ópera. Es mayor que yo, pero somos muy buenos amigos y eso es lo que importa, ¿no te parece?

Se me encendió la boca de malicia, pero me mordí la lengua. Sabía a veneno.

—Claro... Oye, pues nada, felicidades.

—Nunca me perdonarás, ¿verdad, Daniel? Para ti siempre seré Clara Barceló, la pérfida.

—Para mí siempre serás Clara Barceló, punto. Y eso también lo sabes.

Medió otro silencio, de aquellos en los que crecen las canas a traición.

—¿Y tú, Daniel? Fermín me dice que tienes una novia guapísima.

—Tengo que dejarte ahora, Clara, me entra un cliente. Te llamo un día de esta semana y quedamos para merendar. Felicidades otra vez.

Colgué el teléfono y suspiré.

Mi padre regresó de su visita al cliente con el semblante abatido y pocas ganas de conversación. Preparó la cena mientras yo ponía la mesa, sin preguntarme apenas por Fermín o por la jornada en la librería. Cenamos con la mirada hundida en el plato y atrincherados en la cháchara de las noticias de la radio. Mi padre apenas había tocado su plato. Se limitaba a remover aquella sopa aguada y sin sabor con la cuchara, como si buscase oro en el fondo.

—No has probado bocado —dije.

Mi padre se encogió de hombros. La radio seguía ametrallándonos con sandeces. Mi padre se levantó y la apagó.

—¿Qué decía la carta del ejército? —preguntó finalmente.

—Me incorporo en dos meses.

Creí que la mirada le envejecía diez años.

—Barceló me dice que me va a buscar un enchufe para que me trasladen al Gobierno Militar en Barcelona después del campamento. Hasta podré venir a dormir a casa —ofrecí.

Mi padre replicó con un asentimiento anémico. Se me hizo doloroso sostenerle la mirada y me levanté a recoger la mesa. Mi padre permaneció sentado, con la vista extraviada y las manos cruzadas bajo la barbilla. Me disponía a fregar los platos cuando escuché los pasos repiqueteando en la escalera.

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