Zafón
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Él no lo sabía, pero había empezado ya a morir hacía mucho tiempo.
Después de aquel incidente, Julián se volcó completamente en el mundode los Aldaya, en Penélope y en el único futuro que podía concebir. Así pasaroncasi dos años en la cuerda floja, viviendo en secreto. Zacarías, a su modo, lehabía advertido mucho tiempo atrás. Sombras se esparcían a su alrededor ypronto estrecharían el cerco. El primer signo llegó un día de abril de 1918. JorgeAldaya cumplía dieciocho años y don Ricardo, oficiando de gran patriarca, habíadecidido organizar (o más bien dar órdenes de que se organizase) unamonumental fiesta de cumpleaños que su hijo no deseaba y de la que él,argumentando razones de alta empresa, estaría ausente para encontrarse en lasuite azul del hotel Colón con una deliciosa dama de asueto recién llegada deSan Petersburgo. La casa de la avenida del Tibidabo quedó convertida en unpabellón circense para el evento: cientos de faroles, banderines y tenderetesdispuestos en los jardines para atender a los invitados.
Casi todos los compañeros de Jorge Aldaya del colegio de San Gabrielhabían sido invitados. Por sugerencia de Julián, Jorge había incluido a FranciscoJavier Fumero. Miquel Moliner les advirtió de que el hijo del conserje de SanGabriel se iba a sentir desplazado en aquel ambiente fatuo y pomposo deseñoritos de postín. Francisco Javier recibió su invitación pero, intuyendo lomismo que Miquel Moliner vaticinaba, decidió declinar el ofrecimiento. Cuandodoña Yvonne, su madre, supo que su hijo pretendía rechazar una invitación a lafastuosa mansión de los Aldaya, estuvo a punto de arrancarle la piel. ¿Qué eraaquello sino el signo de que pronto ella entraría en sociedad? El próximo pasosólo podía ser una invitación para tomar el té y las pastas con la señora Aldaya yotras damas de infatigable distinción. Así pues, doña Yvonne cogió los ahorrosque venía escatimando del sueldo de su esposo y procedió a comprar un trajecon trazas de marinerillo para su hijo.
Francisco Javier tenía ya por entonces diecisiete años y aquel traje, azul,con pantalón corto y decididamente ajustado a la refinada sensibilidad de doñaYvonne, le sentaba grotesco y humillante. Presionado por su madre, FranciscoJavier aceptó y pasó una semana tallando un abrecartas con el que pensabaobsequiar a Jorge. El día de la fiesta, doña Yvonne se empeñó en escoltar a suhijo hasta las puertas de la casa de los Aldaya. Quería sentir el olor a realeza yaspirar la gloria de ver a su hijo franquear puertas que pronto se abrirían paraella. A la hora de enfundarse el esperpéntico atuendo de marinero, FranciscoJavier descubrió que le venía pequeño. Yvonne decidió hacer un apaño sobre lamarcha. Llegaron tarde. Entretanto, y aprovechando el barullo de la fiesta y laausencia de don Ricardo, que a buen seguro estaba en aquel instantesaboreando lo mejor de la raza eslava y celebrando a su manera, Julián sehabía escabullido de la fiesta. Penélope y él se habían citado en la biblioteca,donde no había riesgo de tropezarse con ningún miembro de la ilustrada yexquisita alta sociedad. Demasiado ocupados devorándose los labios, ni Juliánni Penélope vieron a la delirante pareja que se acercaba a las puertas de lacasa. Francisco Javier, ataviado de marinero en su primera comunión y púrpurade humillación, caminaba casi a rastras de doña Yvonne, que para la ocasiónhabía decidido desempolvar una pamela a conjunto con un vestido de pliegues yguirnaldas que la hacía semejar un puesto de dulces o, en palabras de MiquelMoliner, que la avistó de lejos, un bisonte disfrazado de Madame Recamier Dosmiembros del servicio guardaban la puerta. No parecieron muy impresionadospor los visitantes. Doña Yvonne anunció que su hijo, don Francisco Javier Página 162 de 288
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Fumero de Sotoceballos, hacía su entrada. Los dos criados replicaron, consorna, que el nombre no les sonaba. Airada, pero manteniendo la composturade gran señora, Yvonne conminó a su hijo a que mostrase la tarjeta de lainvitación. Desafortunadamente, al hacer el arreglo de confección, la tarjeta sehabía quedado en la mesa de costura de doña Yvonne.
Francisco Javier intentó explicar la circunstancia, pero tartamudeaba y lasrisas de los dos criados no ayudaban a esclarecer el malentendido. Fueroninvitados a largarse con viento fresco. Doña Yvonne, encendida de rabia, lesanunció que no sabían con quién se las estaban jugando. Los criados lesreplicaron que el puesto de fregona ya estaba cubierto. Desde la ventana de suhabitación, Jacinta vio que Francisco Javier ya se alejaba cuando, de repente,se detuvo. El muchacho se volvió y, más allá del espectáculo de su madredesgañitándose a alaridos con los arrogantes criados, les vio. Julián besaba aPenélope en el ventanal de la biblioteca. Se besaban con la intensidad de quiense pertenece, ajenos al mundo.
Al día siguiente, durante el recreo del mediodía, Francisco Javier aparecióde pronto. La noticia del escándalo del día anterior ya había corrido entre losalumnos y las risas no se hicieron esperar, ni las preguntas acerca de qué habíahecho con su traje de marinerito. Las risas se cortaron de golpe cuando losalumnos advirtieron que el muchacho llevaba la escopeta de su padre en la mano.
Se hizo el silencio, y muchos se alejaron. Sólo el círculo de Aldaya, Moliner,Fernando y Julián, se volvió y se quedó mirando al muchacho, sin comprender.
Sin mediar, Francisco Javier alzó el rifle y apuntó. Los testigos dijeron luego queno había rabia ni ira en su rostro. Francisco Javier mostraba la misma frialdadautomática con que desempeñaba las tareas de limpieza en el jardín. La primerabala pasó rozando la cabeza de Julián. La segunda hubiera atravesado sugarganta si Miquel Moliner no se hubiese abalanzado sobre el hijo del conserje yle hubiese arrancado la escopeta a puñetazos. Julián Carax había contemplado laescena atónito, paralizado. Todos creyeron que los disparos iban dirigidos a JorgeAldaya como venganza a la humillación sufrida la tarde anterior. Sólo más tarde,cuando la Guardia Civil ya se llevaba al muchacho y la pareja de conserjes eradesalojada de su vivienda casi a patadas, Miquel Moliner se acercó a Julián y ledijo, sin orgullo, que le había salvado la vida. Poco imaginaba Julián que esa vida,o la parte que él quería vivir de ella, se estaba acercando a su fin.
Aquél era el último año para Julián y sus compañeros en el colegio de SanGabriel. Quien más y quien menos comentaba ya sus planes, o los planes quesus respectivas familias habían hecho por ellos para el siguiente año. JorgeAldaya sabía ya que su padre le enviaba a estudiar a Inglaterra y Miquel Molinerdaba por hecho su ingreso en la Universidad de Barcelona. Fernando Ramoshabía mencionado más de una vez que quizá ingresara en el seminario de laCompañía, perspectiva que sus maestros consideraban la más sabia en suparticular situación. En cuanto a Francisco Javier Fumero, todo lo que se sabía esque, por intercesión de don Ricardo Aldaya, el muchacho había ingresado en unreformatorio perdido en el Valle de Arán donde le esperaba un largo invierno.
Viendo a sus compañeros encaminados en alguna dirección, Julián se preguntabaqué iba a ser de él. Sus sueños y ambiciones literarias le parecían más lejanas einviables que nunca. Tan sólo ansiaba estar junto a Penélope.
Mientras él se preguntaba acerca de su porvenir, otros lo planeaban por él.
Don Ricardo Aldaya estaba ya preparándole un puesto en su empresa parainiciarle en el negocio. El sombrerero, por su parte, había decidido que si su hijo Página 163 de 288
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no quería seguir el negocio familiar, podía olvidarse de medrar a su costa. A talfin, había iniciado en secreto los trámites para enviar a Julián al ejército, dondeunos cuantos años de vida castrense le curarían los delirios de grandeza. Juliánignoraba estos planes y, para cuando averiguase lo que unos y otros habíanpreparado para él, ya sería tarde. Sólo Penélope ocupaba su pensamiento y ladistancia fingida y los encuentros furtivos de antaño ya no le satisfacían. Insistíaen verla más a menudo, arriesgándose cada vez más a que su relación con lamuchacha fuera descubierta. Jacinta hacía cuanto podía para cubrirlos: mentíapor los codos, tramaba reuniones secretas y urdía mil y un ardides paraconcederles unos instantes a solas. Incluso ella comprendía que no bastaba conaquello, que cada minuto que Penélope y Julián pasaban juntos les unía más.
Hacía tiempo que el aya había aprendido a reconocer en sus miradas el desafio yla arrogancia del deseo: una voluntad ciega de ser descubiertos, de que susecreto fuera un escándalo a voces y ya no tuvieran que ocultarse en rincones ydesvanes para amarse a tientas. A veces, cuando Jacinta acudía a arropar aPenélope, la muchacha se deshacía en lágrimas y le confesaba sus deseos dehuir con Julián, de tomar el primer tren y escapar a donde nadie les conociese.
Jacinta, que recordaba la suerte de mundo que se extendía más allá de las verjasdel palacete Aldaya, se estremecía y la disuadía. Penélope era un espíritu dócil, yel temor que veía en el rostro de Jacinta bastaba para sosegarla. Julián era otracuestión. Durante aquella última primavera en San Gabriel, Julián descubrió coninquietud que don Ricardo Aldaya y su madre Sophie se encontraban a veces ensecreto. Al principio temió que el industrial hubiera decidido que Sophie era unaconquista apetecible que añadir a su colección, pero pronto comprendió que losencuentros, que siempre tenían lugar en cafés del centro y se desarrollabandentro del más estricto decoro, se limitaban a la conversación. Sophie manteníaestos encuentros en secreto. Cuando fi nalmente Julián decidió abordar a don Ricardo y preguntarle qué estaba sucediendo entre él y su madre, el industrial rió.
—¿No se te escapa nada, eh, Julián? Lo cierto es que pensaba hablartedel tema. Tu madre y yo estamos discutiendo acerca de tu futuro. Ella vino averme hace unas semanas, preocupada porque tu padre está planeando enviarteal ejército el próximo año. Tu madre, como es natural, quiere lo mejor para ti yacudió a mí para ver si entre los dos podíamos hacer algo. No te preocupes, palabra de Ricardo Aldaya que tú no serás carne de cañón. Tu madre y yo tenemosgrandes planes para ti. Confía en nosotros.
Julián quería confiar, pero don Ricardo inspiraba todo menos confianza.
Consultando con Miquel Moliner, el muchacho estuvo de acuerdo con Julián.
—Si lo que quieres es fugarte con Penélope, Dios te coja confesado, lo quenecesitas es dinero.
Dinero es lo que Julián no tenía.