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del

viento

Recasens, había tomado de Julián y de Penélope a la puerta de la sombrereríade la ronda de San Antonio. Era una imagen inocente, tomada al mediodía enpresencia de don Ricardo y de Sophie Carax. Jacinta la llevaba siempreconsigo.

Un día, mientras esperaba a Jorge a la salida del colegio de San Gabriel,el aya olvidó su bolsa junto a la fuente y al volver a por ella advirtió que el jovenFumero merodeaba por allí, mirándola nerviosamente. Aquella noche, cuandobuscó el retrato no lo encontró y tuvo la certeza de que el muchacho lo habíarobado. En otra ocasión, semanas más tarde, Francisco Javier Fumero seaproximó al aya y le preguntó si podía hacerle llegar algo a Penélope de suparte. Cuando Jacinta preguntó de qué se trataba, el muchacho extrajo un pañocon el que había envuelto lo que parecía una figura tallada en madera de pino.

Jacinta reconoció en ella a Penélope y sintió un escalofrío. Antes de quepudiese decir nada, el muchacho se alejó. De camino a la casa de la avenida delTibidabo, Jacinta tiró la figura por la ventana del coche, como si se tratase decarroña maloliente. Más de una vez, Jacinta habría de despertarse demadrugada, cubierta de sudor, perseguida por pesadillas en las que aquelmuchacho de turbia mirada se abalanzaba sobre Penélope con la fría eindiferente brutalidad de un insecto.

Algunas tardes, cuando Jacinta acudía a buscar a Jorge, si éste seretrasaba, el aya conversaba con Julián. También él empezaba a querer aaquella mujer de semblante duro y a confiar en ella más de lo que confiaba en símismo. Pronto, cuando algún problema o alguna sombra se cernía sobre suvida, ella y Miquel Moliner eran los primeros, y a veces los últimos, en saberlo.

En una ocasión, Julián Le contó a Jacinta que había encontrado a su madre y adon Ricardo Aldaya en el patio de las fuentes conversando mientras esperabanla salida de los alumnos. Don Ricardo parecía estar deleitándose con lacompañía de Sophie y Julián sintió cierto resquemor, pues estaba al corriente dela reputación donjuanesca del industrial y de su voraz apetito por las delicias delgénero femenino sin distinción de casta o condición, al que sólo su santa esposaparecía inmune.

—Le comentaba a tu madre lo mucho que te gusta tu nuevo colegio.

Al despedirse de ellos, don Ricardo les guiñó un ojo y se alejó con unarisotada. Su madre hizo todo el trayecto de regreso en silencio, claramenteofendida por los comentarios que le había estado haciendo don Ricardo Aldaya.

No sólo Sophie veía con recelo su creciente vinculación con los Aldaya yel abandono al que Julián había relegado a sus antiguos amigos del barrio y asu familia. Donde su madre mostraba tristeza y silencio, el sombrerero mostrabarencor y despecho. El entusiasmo inicial de ampliar su clientela a la flor y natade la sociedad barcelonesa se había evaporado rápidamente. Casi no veía ya asu hijo y pronto tuvo que contratar a Quimet, un muchacho del barrio, antiguoamigo de Julián, como ayudante y aprendiz en la tienda. Antoni Fortuny era unhombre que sólo se sentía capaz de hablar abiertamente sobre sombreros.

Encerraba sus sentimientos en el calabozo de su alma durante meses hasta quese emponzoñaban sin remedio. Cada día se le veía más malhumorado eirritable. Todo le parecía mal, desde los esfuerzos del pobre Quimet, que sedejaba el alma en aprender el oficio, a los amagos de su esposa Sophie porsuavizar el aparente olvido al que les había condenado Julián.

—Tu hijo se cree que es alguien porque esos ricachones le tienen demo n ad e circ o —decía con aire sombrío, envenenado de rencor.

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Un buen día, cuando se iban a cumplir tres años desde la primera visita dedon Ricardo Aldaya a la sombrerería de Fortuny e hijos, el sombrerero dejó aQuimet al frente de la tienda y le dijo que volvería al mediodía. Ni corto niperezoso se presentó en las oficinas que el consorcio Aldaya tenía en el paseo deGracia y solicitó ver a don Ricardo.

—¿Y a quién tengo el honor de anunciar? —preguntó un lacayo de talantealtivo.

—A su sombrerero personal.

Don Ricardo le recibió, vagamente sorprendido, pero con buenadisposición, creyendo que tal vez Fortuny le traía una factura. Los pequeñoscomerciantes nunca acaban de comprender el protocolo del dinero.

—Y dígame, ¿qué puedo hacer por usted, amigo FortunatoSin más dilación, Antoni Fortuny procedió a explicarle a don Ricardo queandaba muy engañado con respecto a su hijo Julián.

—Mi hijo, don Ricardo, no es el que usted piensa. Muyi al contrario, es unmuchacho ignorante, holgazán y sin más talento que las ínfulas que su madre leha metido en la cabeza. Nunca llegará a nada, créame. Le falta ambición,carácter. Usted no le conoce y él puede ser muy hábil para engatusar a losextraños, para hacerles creer que sabe de todo, pero no sabe nada de nada. Esun mediocre. Pero yo le conozco mejor que nadie y me parecía necesarioadvertirle.

Don Ricardo Aldaya había escuchado este discurso en silencio, sin apenaspestañear.

—¿Es eso todo, Fortunato?

El industrial procedió a presionar un botón en su escritorio a los pocosinstantes apareció en la puerta del despacho el secretario que le había recibido.

El amigo Fortunato se iba ya, Balcells —anuncio—. Tenga la bondad deacompañarle a la salirla.

El tono gélido del industrial no fue del agrado del sombrerero.

—Con su permiso, don Ricardo: es Fortuny, no Fortunato.

—Lo que sea. Es usted un hombre muy triste, Fortuny. Le agradeceré queno vuelva por aquí.

Cuando Fortuny se encontró de nuevo en la calle, se sintió más solo quenunca, convencido de que todos estaban contra él. Apenas días más tarde, losclientes de postín que le había granjeado su relación con Aldaya empezaron aenviar mensajes cancelando sus encargos y saldando sus cuentas. En apenassemanas, tuvo que despedir a Quimet, porque no había trabajo para ambos en latienda. Al fin y al cabo, el muchacho tampoco valía para nada. Era mediocre yholgazán, como todos.

Fue por entonces que la gente del barrio empezó a comentar que al señorFortuny se le veía más viejo, más solo, más agrio. Ya apenas hablaba con nadie ypasaba largas horas encerrado en la tienda, sin nada que hacer, viendo pasar a lagente al otro lado del mostrador con un sentimiento de desprecio y, a un tiempo,de anhelo. Luego se dijo que las modas cambiaban, que la gente joven ya nollevaba sombrero y que los que lo hacían preferían acudir a otros establecimientosen que los vendían ya hechos por tallas, con diseños más actuales y más baratos.

La sombrerería de Fortuny e hijos se hundió lentamente en un letargo de sombrasy silencios.

—Estáis esperando que me muera —decía para sí—. Pues a lo mejor osdoy el gusto.

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