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Pasos firmes, apresurados, que castigaban el piso y conjuraban un código funesto. Alcé la vista y crucé una mirada con mi padre. Las pisadas se detuvieron en nuestro rellano. Mi padre se incorporó, inquieto. Un segundo más tarde se escucharon varios golpes en la puerta y una voz atronadora, rabiosa y vagamente familiar.

—¡Policía! ¡Abran!

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Mil dagas me apuñalaran el pensamiento. Una nueva andanada de golpes hicieron tambalearse la puerta. Mi padre se dirigió hasta el umbral y alzó la rejilla de la mirilla.

—¿Qué quieren ustedes a estas horas?

—O abre esta puerta o la tiramos a patadas, señor Sempere. No me haga repetírselo.

Reconocí la voz de Fumero y me invadió un aliento helado. Mi padre me lanzó una mirada inquisitiva. Asentí. Ahogando un suspiro, abrió la puerta. Las siluetas de Fumero y sus dos secuaces de rigor se recortaban en el reluz amarillento del umbral. Gabardinas grises arrastrando títeres de ceniza.

—¿Dónde está? —gritó Fumero, apartando a mi padre de un manotazo y abriéndose paso hacia el comedor.

Mi padre hizo un amago de detenerle, pero uno de los agentes que cubría las espaldas del inspector le aferró del brazo y le empujó contra la pared, sujetándole con la frialdad y la eficacia de una máquina acostumbrada a la tarea.

Era el mismo individuo que nos había seguido a Fermín y a mí, el mismo que me había sujetado mientras Fumero apaleaba a mi amigo frente al asilo de Santa Lucía, el mismo que me había vigilado un par de noches atrás. Me lanzó una mirada vacía, inescrutable. Salí al encuentro de Fumero, blandiendo toda la calma que era capaz de fingir. El inspector tenía los ojos inyectados en sangre.

Un arañazo reciente le recorría la mejilla izquierda, ribeteado de sangre seca.

—¿Dónde está?

—¿El qué?

Fumero dejó caer los ojos y sacudió la cabeza, murmurando para, sí.

Cuando alzó el rostro exhibía una mueca canina en los labios y un revólver en la mano. Sin apartar sus ojos de los míos, Fumero le clavó un culatazo al jarrón con flores marchitas sobre la mesa. El jarrón estalló en pedazos, derramando el agua y los tallos ajados sobre el mantel. A mi pesar, me estremecí. Mi padre vociferaba en el recibidor bajo la presa de los dos agentes. Apenas pude descifrar sus palabras. Todo cuanto era capaz de absorber era la presión helada del cañón del revólver hundido en mi mejilla y el olor a pólvora.

—A mí no me jodas, niñato de mierda, o tu padre va a tener que recoger tus sesos del suelo. ¿Me oyes?

Asentí, temblando. Fumero presionaba el cañón del arma con fuerza contra mi pómulo. Sentí que me cortaba la piel, pero no me atreví ni a parpadear.

—Es la última vez que te lo pregunto. ¿Dónde está?

Me vi a mí mismo reflejado en las pupilas negras del inspector, que se contraían lentamente al tiempo que tensaba el percutor con el pulgar.

—Aquí no. No le he visto desde el mediodía. Es la verdad.

Fumero permaneció inmóvil durante casi medio minuto, hurgándome la cara con el revólver y relamiéndose los labios.

—Lerma —ordenó—. Eche un vistazo.

Uno de los agentes se apresuró a inspeccionar el piso. Mi padre forcejeaba en vano con el tercer policía.

—Como me hayas mentido y lo encontremos en esta casa, te juro que le rompo las dos piernas a tu padre —susurró Fumero.

—Mi padre no sabe nada. Déjele en paz.

—Tú sí que no sabes ni a lo que juegas. Pero en cuanto trinque a tu amigo, se acabó el juego. Ni jueces, ni hospitales, ni hostias. Esta vez me voy a Página 204 de 288

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encargar personalmente de sacarle de la circulación. Y voy a disfrutar haciéndolo, créeme. Me voy a tomar mi tiempo. Se lo puedes decir si lo ves.

Porque voy a encontrarle aunque se esconda debajo de las piedras. Y tú tienes el siguiente número. ,

El agente Lerma reapareció en el comedor e intercambió una mirada con Fumero, una leve negativa. Fumero aflojó el percutor y retiró el revólver.

—Lástima —dijo Fumero.

—¿De qué le acusa? ¿Por qué le busca?

Fumero me dio la espalda y se aproximó a los dos agentes que, a su señal, soltaron a mi padre.

—Se va usted a acordar de esto —escupió mi padre.

Los ojos de Fumero se posaron sobre él. Instintivamente, mi padre dio un paso atrás. Temí que la visita del inspector no hubiera hecho más que empezar, pero súbitamente Fumero sacudió la cabeza, riéndose por lo bajo, y abandonó el piso sin más ceremonia. Lerma le siguió. El tercer policía, mi perpetuo centinela, se detuvo un instante en el umbral. Me miró en silencio, como si quisiera decirme algo.

—¡Palacios! —bramó Fumero, su voz desdibujada en el eco de la escalera.

Palacios bajó la mirada y desapareció por la puerta. Salí al rellano.

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