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catedral y que dejaba encendidas toda la noche para asustar a las ratas que sehabían comido las orejas y los dedos del bebé de seis meses de la Ramoneta,una prostituta que alquilaba la pieza contigua yla única amiga que habíaconseguido hacer en once meses en Barcelona. Aquel invierno llovió casi todoslos días, lluvia negra, de hollín y arsénico. Pronto Jacinta empezó a temer queZacarías la había engañado, que había venido a aquella ciudad terrible a morirde frío, de miseria y de olvido.

Dispuesta a sobrevivir, Jacinta acudía todos los días antes del amaneceral almacén y no salía hasta bien entrada la noche. Allí la encontraría porcasualidad don Ricardo Aldaya atendiendo a la hija de uno de los capataces,que había caído enferma de consumición, y al ver el celo y la ternura queemanaba la muchacha decidió que se la llevaba a su casa para que atendiese asu esposa, que estaba encinta del que habría de ser su primogénito. Susplegarias habían sido escuchadas. Aquella noche Jacinta vio a Zacarías denuevo en sueños. El ángel ya no vestía de negro. Iba desnudo, y su piel estabarecubierta de escamas. Ya no le acompañaba su gato, sino una serpiente blancaenroscada en el torso. Su cabello había crecido hasta la cintura y su sonrisa, lasonrisa de caramelo que había besado en la catedral de Toledo, aparecíasurcada de dientes triangulares y serrados como los que había visto en algunospeces de alta mar agitando la cola en la lonja de pescadores. Años más tarde, lamuchacha describiría esta visión a un Julián Carax de dieciocho años,recordando que el día en que Jacinta iba a dejar la pensión de la Ribera paramudarse al palacete Aldaya, supo que su amiga la Ramoneta había sidoasesinada a cuchilladas en el portal aquella misma noche y que su bebé habíamuerto de frío en brazos del cadáver. Al saberse la noticia, los inquilinos de lapensión se enzarzaron en una pelea a gritos, puñadas y arañazos paradisputarse las escasas pertenencias de la muerta. Lo único que dejaron fue elque había sido su tesoro más preciado: un libro. Jacinta lo reconoció, porquemuchas noches la Ramoneta le había pedido si podía leerle una o dos páginas.

Ella nunca había aprendido a leer.

Cuatro meses más tarde nacía Jorge Aldaya, y aunque Jacinta lebrindaría todo el cariño que la madre, una dama etérea que siempre le parecióatrapada en su propia imagen en el espejo, nunca supo o quiso darle, el ayacomprendió que no era aquélla la criatura que Zacarías le había prometido. Enaquellos años, Jacinta se desprendió de su juventud y se convirtió en otra mujerque tan sólo conservaba el mismo nombre y el mismo rostro. La otra Jacinta sehabía quedado en aquella pensión del barrio de La Ribera, tan muerta como laRamoneta. Ahora vivía a la sombra de los lujos de los Aldaya, lejos de aquellaciudad tenebrosa que tanto había llegado a odiar y en la que no se aventuraba nien el día que tenía libre para ella una vez al mes. Aprendió a vivir a través deotros, de aquella familia que cabalgaba en una fortuna que apenas podía llegar acomprender. Vivía esperando a aquella criatura, que sería una niña, como laciudad, y a la que entregaría todo el amor con que Dios le había envenenado elalma. A veces Jacinta se preguntaba si aquella paz somnolienta que devorabasus días, aquella noche de la conciencia, era lo que algunos llamaban felicidad, yquería creer que Dios, en su infinito silencio, había, a su manera, respondido asus plegarias.

Penélope Aldaya nació en la primavera de 1903. Para entonces donRicardo Aldaya ya había adquirido la casa de la avenida del Tibidabo, aquelcaserón que sus compañeros en el servicio estaban convencidos de que yacía Página 157 de 288

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bajo el influjo de algún poderoso embrujo, pero a la que Jacinta no temía, puessabía que lo que otros tomaban por encantamiento no era más que una presenciaque sólo ella podía ver en sueños: la sombra de Zacarías, que apenas se parecíaya al hombre que ella recordaba y que ahora sólo se manifestaba como un loboque caminaba sobre las dos patas posteriores.

Penélope fue una niña frágil, pálida y liviana. Jacinta la veía crecer como auna flor rodeada de invierno. Durante años la veló cada noche, preparópersonalmente todas y cada una de sus comidas, cosió sus ropas, estuvo a sulado cuando pasó mil y una enfermedades, cuando dijo sus primeras palabras,cuando se hizo mujer. La señora Aldaya era una figura más en el decorado, unapieza que entraba y salía de la escena siguiendo los dictados del decoro. Antesde acostarse, acudía a despedirse de su hija y le decía que la quería más que anada en el mundo, que ella era lo más importante del universo para ella. Jacintanunca le dijo a Penélope que la quería. El aya sabía que quien quiere de verdadquiere en silencio, con hechos y nunca con palabras. En secreto, Jacintadespreciaba a la señora Aldaya, aquella criatura vanidosa y vacía que envejecíapor los pasillos del caserón bajo el peso de las joyas con que su esposo, queatracaba en puertos ajenos desde hacía años, la acallaba. La odiaba porque, deentre todas las mujeres, Dios la había escogido a ella para dar a luz a Penélopemientras que su vientre, el vientre de la verdadera madre, permanecía yermo ybaldío. Con el tiempo, como si las palabras de su esposo hubieran sido proféticas,Jacinta perdió hasta las formas de mujer. Había perdido peso y su figurarecordaba el semblante adusto que dan la piel cansada y el hueso. Sus pechoshabían menguado hasta convertirse en soplos de piel, sus caderas parecían lasde un muchacho y sus carnes, duras y angulosas, resbalaban hasta en la vista dedon Ricardo Aldaya, a quien le bastaba intuir un brote de exuberancia paraembestir con furia, como bien sabían todas las doncellas de la casa y las de lascasas de sus allegados. Es mejor así, se decía Jacinta. No tenía tiempo paratonterías.

Todo su tiempo era para Penélope. Leía para ella, la acompañaba a todaspartes, la bañaba, la vestía, la desnudaba, la peinaba, la sacaba a pasear, laacostaba y la despertaba. Pero sobre todo hablaba con ella. Todos la tomabanpor una aya lunática, una solterona sin más vida que su empleo en la casa, peronadie sabía la verdad: Jacinta no sólo era la madre de Penélope, era su mejoramiga. Desde que la niña empezó a hablar y articular pensamientos, que fuemucho más pronto de lo que Jacinta recordaba en ninguna otra criatura, ambascompartían sus secretos, sus sueños y sus vidas.

El paso del tiempo sólo acrecentó esta unión. Cuando Penélope alcanzó laadolescencia, ambas eran ya compañeras inseparables. Jacinta vio florecer aPenélope en una mujer cuya belleza y luminosidad no sólo eran evidentes a susojos enamorados. Penélope era luz. Cuando aquel enigmático muchachollamado Julián llegó a la casa, Jacinta advirtió desde el primer momento que unacorriente circulaba entre él y Penélope. Un vínculo les unía, similar al que unía aella con Penélope, y al tiempo diferente. Más intenso. Peligroso. Al principiocreyó que llegaría a odiar al muchacho, pero pronto comprobó que no odiaba aJulián Carax, ni podría odiarle nunca. A medida que Penélope iba cayendo en elembrujo de Julián, ella también se dejó arrastrar y con el tiempo sólo deseó loque Penélope deseara. Nadie se había dado cuenta, nadie había prestadoatención, pero como siempre, lo esencial de la cuestión había sido decididoantes de que empezase la historia y, para entonces, ya era tarde.

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Habrían de pasar muchos meses de miradas y anhelos vanos antes deque Julián Carax y Penélope pudieran estar a solas. Vivían de la casualidad. Seencontraban en los pasillos, se observaban desde extremos opuestos de lamesa, se rozaban en silencio, se sentían en la ausencia. Cruzaron sus primeraspalabras en la biblioteca de la casa de la avenida del Tibidabo una tarde de tormenta en que «Villa Penélope» se inundó del reluz de cirios, apenas unossegundos robados a la penumbra en que Julián creyó ver en los ojos de lamuchacha la certeza de que ambos sentían lo mismo, que les devoraba elmismo secreto. Nadie parecía advertirlo. Nadie excepto Jacinta, que veía concreciente inquietud el juego de miradas que Penélope y Julián tejían a la sombrade los Aldaya. Temía por ellos.

Ya por entonces había empezado Julián a pasar las noches en blanco,escribiendo relatos desde la medianoche al amanecer, donde vaciaba su almapara Penélope. Luego, visitando la casa de la avenida del Tibidabo concualquier excusa, buscaba el momento de colarse a escondidas en la habitaciónde Jacinta y le entregaba las cuartillas para que ella se las diese a la muchacha.

A veces Jacinta le entregaba una nota que Penélope había escrito para él ypasaba días releyéndola. Aquel juego habría de durar meses. Mientras el tiempoles robaba la suerte, Julián hacía cuanto era necesario para estar cerca dePenélope. Jacinta le ayudaba, por ver feliz a Penélope, por mantener vivaaquella luz. Julián, por su parte, sentía que la inocencia casual del inicio sedesvanecía y era necesario empezar a sacrificar terreno. Así empezó a mentir adon Ricardo sobre sus planes de futuro, a exhibir un entusiasmo de cartón porun porvenir en la banca y en las finanzas, a fingir un afecto y un apego por JorgeAldaya que no sentía para justificar su presencia casi constante en la casa de laavenida del Tibidabo, a decir sólo aquello que sabía que los demás deseabanoírle decir, a leer sus miradas y sus anhelos, a encerrar la honestidad y lasinceridad en el calabozo de las imprudencias, a sentir que vendía su alma atrozos, y a temer que si algún día llegaba a merecer a Penélope, no quedaría yanada del Julián que la había visto por primera vez. A veces Julián se despertabaal alba, ardiendo de rabia, deseoso de declararle al mundo sus verdaderossentimientos, de encarar a don Ricardo Aldaya y decirle que no sentía interésalguno por su fortuna, sus barajas de futuro y su compañía, que tan sólodeseaba a su hija Penélope y que pensaba llevarla tan lejos como pudiera deaquel mundo vacío y amortajado en el que la había apresado. La luz del díadisipaba su coraje.

En ocasiones Julián se sinceraba con Jacinta, que empezaba a querer almuchacho más de lo que hubiera deseado. A menudo, Jacinta se separabamomentáneamente de Penélope y, con la excusa de ir a recoger a Jorge alcolegio de San Gabriel, visitaba a Julián y le entregaba mensajes de Penélope.

Fue así como conoció a Fernando, que muchos años más tarde habría de ser elúnico amigo que le quedaría mientras esperaba la muerte en el infierno de SantaLucía que le había profetizado el ángel Zacarías. A veces, con malicia, el ayallevaba a Penélope con ella y facilitaba un encuentro breve entre los dos jóvenes, viendo crecer entre ellos un amor que ella nunca había conocido, que se le había negado. Fue también por entonces cuando Jacinta advirtió la presencia sombría y turbadora de aquel muchacho silencioso al que todos llamaban Francisco Javier, el hijo del conserje de San Gabriel. Le sorprendía espiándolos, leyendo sus gestos desde lejos y devorando a Penélope con los ojos. Jacinta conservaba una fotografía que el retratista oficial de los Aldaya, Página 159 de 288

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