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Fermín me esperaba en la esquina de la Puerta del Ángel. Tan pronto me reuní con él, hizo un gesto con las cejas y me indicó que echara a andar.

—Llevamos el cascabel a unos veinte metros. No se vuelva.

—¿Es el mismo de antes?

—No creo, a menos que haya encogido con la humedad. Éste parece un pardillo. Me lleva un diario deportivo de hace seis días. Fumero debe de estar reclutando aprendices en el Cotolengo.

Al llegar a Els Quatre Gats, nuestro hombre de incógnito tomó una mesa a pocos metros de la nuestra y fingió releer por enésima vez las incidencias de la jornada de liga de la semana anterior. Cada veinte segundos nos lanzaba una mirada de soslayo.

—Pobrecillo, mire cómo suda —dijo Fermín, sacudiendo la cabeza—. Le veo un tanto disperso, Daniel. ¿Ha hablado con la nena o no?

—Se ha puesto su padre.

—¿Y han tenido una conversación amigable y cordial?

—Más bien un monólogo.

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—Ya veo. ¿Debo entonces inferir que todavía no le trata de papá?

—Me ha dicho textualmente que me iba a arrancar el alma a hostias.

—Será un recurso estilístico.

Al punto, la silueta del camarero se cernió sobre nosotros. Fermín pidió comida para un regimiento, frotándose las manos de anhelo.

—¿Y usted no quiere nada, Daniel?

Negué. Al regresar el camarero con dos bandejas repletas de tapas, bocadillos y cervezas varias, Fermín le soltó un buen doblón y le dijo que podía quedarse la propina.

Jefe, ¿ve usted a ese individuo de la mesa junto a la ventana, el que va vestido de Pepito Grillo y tiene la cabeza metida dentro del periódico, a modo de cucurucho?

El camarero asintió con aire de complicidad.

—¿Me haría el favor de ir y decirle que el inspector Fumero le envía recado urgente de que acuda ipso facto al mercado de la Boquería a comprar veinte duros de garbanzos hervidos y llevarlos a jefatura sin dilación (en taxi si hace falta) o que se prepare para presentar el escroto en bandeja? ¿Se lo repito?

—No hace falta, caballero. Veinte duros de garbanzos hervidos o el escroto.

Fermín le soltó otra moneda.

—Dios le bendiga.

El camarero asintió respetuosamente y partió rumbo a la mesa de nuestro perseguidor a entregar el mensaje. Al escuchar las órdenes, al centinela se le descompuso el rostro. Permaneció quince segundos en su mesa, debatiéndose entre fuerzas insondables, y luego se lanzó al galope hacia la calle. Fermín no se molestó ni en pestañear. En otras circunstancias habría disfrutado con el episodio, pero aquella noche era incapaz de quitarme del pensamiento a Bea.

—Daniel, tome tierra, que tenemos faena que discutir. Mañana mismo se va usted a visitar a Nuria Monfort, tal como habíamos dicho.

—¿Y una vez allí qué le digo?

—Tema no le faltará. El plan es hacer lo que dijo el señor Barceló con muy buen tino. Le suelta que sabe que le mintió con perfidia respecto a Carax, que su supuesto marido Miquel Moliner no está en la cárcel como ella pretende, que ha averiguado usted que ella es la mano negra que ha estado recogiendo la correspondencia del antiguo piso de la familia Fortuny-Carax usando un apartado de correos a nombre de un bufete de abogados inexistente... le dice usted lo que sea necesario y conductivo para encenderle el fuego debajo de los pies. Todo ello con melodrama y semblante bíblico. Luego, con golpe de efecto, se va y la deja macerar un rato en los, jugos del resquemor.

—Y mientras tanto...

—Mientras tanto yo estaré presto a seguirla, propósito que pienso llevar a cabo haciendo uso de avanzadas técnicas de camuflaje.

—No va a funcionar, Fermín.

—Hombre de poca fe. A ver, pero ¿qué le ha dicho el padre de esa muchacha para ponerle así? ¿Es por lo de la amenaza? Ni le haga caso. A ver,

¿qué le ha dicho ese energúmeno?

Respondí sin pensar.

—La verdad.

—¿La verdad según san Daniel Mártir?

—Ríase lo que quiera. Me está bien empleado.

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