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—Soy su nieto.

—Y yo el marqués de Matoimel. Una birria de mentiroso es lo que es usted.

Dígame para qué la busca o me hago el loco. Aquí es fácil. Y si piensa ir preguntando a estos desgraciados de uno en uno, no tardará usted en comprender el porqué.

Juanito y su camarilla de inhaladores seguían riéndose de lo lindo. El solista emitió entonces un bis, más amortiguado y prolongado que el primero, en forma de siseo, que emulaba un pinchazo en un neumático y dejaba claro que Juanito poseía un control del esfínter rayano en el virtuosismo. Me rendí a la evidencia.

—Tiene usted razón. No soy familiar de la señora Coronado, pero necesito hablar con ella. Es un asunto de suma importancia.

El anciano se me acercó. Tenía la sonrisa pícara y felina, de niño gastado, y le ardía la mirada de astucia.

—¿Puede usted ayudarme? —supliqué.

—Eso depende de en lo que pueda usted ayudarme a mí.

—Si está en mi mano, estaré encantado de ayudarle. ¿Quiere que le haga llegar un mensaje a su familia?

El anciano se echó a reír amargamente.

—Mi familia es la que me ha confinado a este pozo. Menuda jauría de sanguijuelas, capaces de robarle a uno hasta los calzoncillos mientras aún están tibios. A ésos se los puede quedar el infierno o el ayuntamiento. Ya los he aguantado y mantenido suficientes años. Lo que quiero es una mujer.

—¿Perdón?

El anciano me miró con impaciencia.

—Los pocos años no le disculpan la opacidad de luces, chaval. Le digo que quiero una mujer. Una hembra, fámula o potranca de buena raza. Joven, esto es, menor de cincuenta y cinco años, y sana, sin llagas ni fracturas.

—No estoy seguro de entender...

—Me entiende usted divinamente. Quiero beneficiarme a una mujer que tenga dientes y no se mee encima antes de irme al otro mundo. No me importa si es muy guapa o no; yo estoy medio ciego, y a mi edad cualquier chavala que tenga donde agarrarse es una Venus. ¿Me explico?

—Como un libro abierto. Pero no veo cómo le voy a encontrar yo una mujer...

—Cuando yo tenía la edad de usted, había algo en el sector servicios llamado damas de virtud fácil. Ya sé que el mundo cambia, pero nunca en lo esencial. Consígame una, llenita y cachonda, y haremos negocios. Y si se está usted preguntando acerca de mi capacidad para gozar de una dama, piense que me contento con pellizcarle el trasero y sospesarle las beldades. Ventajas de la experiencia.

—Los tecnicismos son cosa suya, pero ahora no puedo traerle a una mujer aquí.

—Seré un viejo calentorro, pero no imbécil. Eso ya lo sé. Me basta con que me lo prometa.

—¿Y cómo sabe que no le diré que sí sólo para que me diga dónde está Jacinta Coronado?

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

El viejecillo me sonrió, ladino.

—Usted deme su palabra, y deje los problemas de conciencia para mí.

Miré a mi alrededor. Juanito enfilaba la segunda parte de su recital. La vida se apagaba por momentos.

La petición de aquel abuelete picantón era lo único que me pareció tener sentido en aquel purgatorio.

—Le doy mi palabra. Haré lo que pueda.

El anciano sonrió de oreja a oreja. Conté tres dientes.

—Rubia, aunque sea oxigenada. Con un par de buenas peras y con voz de guarra, a ser posible, que de todos los sentidos, el que mejor conservo es el del oído.

—Veré lo que puedo hacer. Ahora dígame dónde encontrar a Jacinta Coronado.

31

—¿Que le ha prometido al matusalén ese el qué?

—Ya lo ha oído.

Are sens

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