Zafón
La
sombra
del
viento
El Tenebrarium fue un rotundo éxito durante quince años hasta que, al descubrirse que Deulofeu había seducido a la esposa, a la hija y a la madre política del gobernador militar de la provincia en el espacio de una sola semana, la más negra ignominia cayó sobre el centro recreativo y su creador.
Antes de que Deulofeu pudiese huir de la ciudad y asumir otra de sus múltiples identidades, una banda de matarifes enmascarados le dio caza en los callejones del barrio de Santa María y procedió a colgarlo y prenderle fuego en la Ciudadela, abandonando luego su cuerpo para que fuese devorado por los perros salvajes que merodeaban por la zona. Tras dos décadas de abandono, y sin que nadie se molestase en retirar el catálogo de atrocidades del malogrado Laszlo, el Tenebrarium fue transformado en una institución de caridad pública al cuidado de una orden de religiosas.
—Las Damas del último Suplicio, o alguna morbosidad por el estilo —
dijo Fermín—. Lo malo es que son muy celosas del secretismo del lugar (mala conciencia, diría yo), con lo cual habrá que encontrar algún subterfugio para colarse.
En tiempos más recientes, los inquilinos del asilo de Santa Lucía venían reclutándose entré las filas de moribundos, ancianos abandonados, dementes, indigentes y algún que otro iluminado ocasional que formaban el nutrido inframundo barcelonés. Para su fortuna, la mayoría de ellos tendían a durar poco una vez ingresaban; las condiciones del local y la compañía no invitaban a la longevidad. Según Fermín, los difuntos eran retirados poco antes del alba y hacían su último viaje a la fosa común en un carromato donado por una empresa de Hospitalet de Llobregat especializada en productos cárnicos y de charcutería de dudosa reputación que años más tarde se vería envuelta en un sombrío escándalo.
—Todo esto se lo está inventando usted —protesté, abrumado por aquel retrato dantesco.
—Mis dotes de invención no llegan a tanto, Daniel. Espere y verá. Yo visité el edificio en infausta ocasión hará diez años y puedo decirle que parecía que hubiesen contratado a su amigo Julián Carax de decorador. Lástima que no hayamos traído unas hojas de laurel para acallar los aromas que lo caracterizan. Suficiente trabajo tendremos para que nos dejen entrar.
Con semejantes expectativas en ciernes nos adentramos en la calle Montada, que a aquellas horas ya se recogía en pasaje de tinieblas flanqueado por los viejos palacios convertidos en almacenes y talleres. La letanía de campanadas de la basílica de Santa María del Mar puntuaba el eco de nuestros pasos. Al poco, un aliento amargo y penetrante permeó la brisa fría de invierno.
—¿Qué es ese olor?
—Ya hemos llegado —anunció Fermín.
30
Un portón de madera podrida nos condujo al interior de un patio custodiado por lámparas de gas que salpicaban gárgolas y ángeles cuyas facciones se deshacían en la piedra envejecida. Una escalinata ascendía al primer piso, donde un rectángulo de claridad vaporosa dibujaba la entrada principal del asilo. La luz de gas que emanaba de esta abertura teñía de ocre la Página 148 de 288
Carlos
Ruiz
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La
sombra
del
viento
neblina de miasmas que exhalaba del interior. Una silueta angulosa y rapaz nos observaba desde el arco de la puerta. En la penumbra se podía distinguir su mirada acerada, del mismo color que el hábito. Sostenía un cubo de madera que humeaba y desprendía un hedor indescriptible.
—AveMaríaPurísimaSinPecadoConcebida —ofreció Fermín de corrido y con entusiasmo.
—¿Y la caja? —replicó la voz en lo alto, grave y reticente.
—¿Caja? —preguntamos Fermín y yo al unísono.
—¿No vienen ustedes de la funeraria? —preguntó la monja con voz cansina.
Me pregunté si aquello era un comentario sobre nuestro aspecto o una pregunta genuina. A Fermín se le iluminó el rostro ante tan providencial oportunidad.
—La caja está en la furgoneta. Primero quisiéramos reconocer al cliente.
Puro tecnicismo.
Sentí que se me comía la náusea.
—Creí que iba a venir el señor Collbató en persona —dijo la monja.
—El señor Collbató le ruega le disculpe, pero le ha salido un embalsamamiento de última hora muy complicado. Un forzudo de circo.
—¿Trabajan ustedes con el señor Collbató en la funeraria?
—Somos sus manos derecha e izquierda, respectivamente. Wilfredo Velludo para servirla, y aquí a mi vera mi aprendiz, el bachiller Sansón Carrasco.
—Tanto gusto —completé.
La monja nos dio un repaso sumario y asintió, indiferente al par de espantapájaros que se reflejaban en su mirada.
—Bien venidos a Santa Lucía. Yo soy sor Hortensia, la que les llamó.