Mientras ella hablaba, mi mano torpemente se había desplazado hasta el tobillo de Bea y ascendido hasta su rodilla. Ella la observó como si se tratase de un insecto que hubiese trepado hasta allí. Me pregunté qué es lo que hubiera hecho Fermín en aquel momento. ¿Dónde estaba su ciencia cuando más la necesitaba?
—Tomás dice que nunca has tenido novia —dijo Bea, como si aquello lo explicase todo.
Retiré la mano y bajé la mirada, derrotado. Me pareció que Bea estaba sonriendo, pero preferí no asegurarme.
—Para ser tan callado, tu hermano está resultando ser un bocazas. ¿Qué más dice de mí el No-Do?
—Dice que estuviste enamorado de una mujer mayor que tú durante años y que la experiencia te dejó el corazón roto.
—Lo único roto que saqué de todo aquello fue un labio y la vergüenza.
—Tomás dice que no has vuelto a salir con ninguna chica porque las comparas a todas con esa mujer.
El bueno de Tomás y sus golpes escondidos.
—El nombre es Clara —ofrecí.
—Ya lo sé. Clara Barceló.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—¿La conoces?
—Todo el mundo conoce a alguna Clara Barceló. El nombre es lo de menos.
Nos quedamos callados un rato, mirando el fuego chispear.
—Ayer noche, al dejarte, escribí una carta a Pablo —dijo Bea.
Tragué saliva.
—¿A tu novio el alférez? ¿Para qué?
Bea extrajo un sobre del bolsillo de su blusa y me lo mostró. Estaba cerrado y sellado.
—En la carta le digo que quiero que nos casemos cuanto antes, en un mes a ser posible, y que quiero irme de Barcelona para siempre.
Enfrenté su mirada impenetrable, casi temblando.
—¿Por qué me cuentas eso?
—Porque quiero que me digas si tengo que enviarla o no. Por eso te he hecho venir hoy aquí, Daniel.
Estudié el sobre que giraba en sus manos como una apuesta de dados.
—Mírame —dijo.
Alcé la vista y le sostuve la mirada. No supe responder. Bea bajó los ojos y se alejó hacia el extremo de la galería. Una puerta conducía a la balaustrada de mármol abierta al patio interior de la casa. Observé su silueta fundirse en la lluvia.
Fui tras ella y la detuve, arrebatándole el sobre de las manos. La lluvia le azotaba el rostro, barriendo las lágrimas y la rabia. La conduje de nuevo hacia el interior del caserón y la arrastré hasta la calidez de la hoguera. Rehuía mi mirada. Tomé el sobre y lo entregué a las llamas. Contemplamos la carta quebrándose entre las brasas y las páginas evaporándose en volutas de humo azul, una a una. Bea se arrodilló junto a mí, con lágrimas en los ojos. La abracé y sentí su aliento en la garganta.
—No me dejes caer, Daniel —murmuró.
El hombre más sabio que jamás conocí, Fermín Romero de Torres, me había explicado en una ocasión que no existía en la vida experiencia comparable a la de la primera vez en que uno desnuda a una mujer. Sabio como era, no me había mentido, pero tampoco me había contado toda la verdad. Nada me había dicho de aquel extraño tembleque de manos que convertía cada botón, cada cremallera, en tarea de titanes. Nada me había dicho de aquel embrujo de piel pálida y temblorosa, de aquel primer roce de labios ni de aquel espejismo que parecía arder en cada poro de la piel. Nada me contó de todo aquello porque sabía que el milagro sólo sucedía una vez y que, al hacerlo, hablaba un lenguaje de secretos que, apenas se desvelaban, huían para siempre. Mil veces he querido recuperar aquella primera tarde en el caserón de la avenida del Tibidabo con Bea en que el rumor de la lluvia se llevó el mundo. Mil veces he querido regresar y perderme en un recuerdo del que apenas puedo rescatar una imagen robada al calor de las llamas. Bea, desnuda y reluciente de lluvia, tendida junto al fuego, abierta en una mirada que me ha perseguido desde entonces. Me incliné sobre ella y recorrí la piel de su vientre con la yema de los dedos. Bea dejó caer los párpados, los ojos y me sonrió, segura y fuerte.
—Hazme lo que quieras —susurró.
Tenía diecisiete años y la vida en los labios.
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Carlos