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—Sí, señor. Ahora mismo.

Seguí a Barceló hasta su despacho, una cueva sumergida en nieblas de tabaco de pipa que se perfilaba entre columnas de libros y papeles. Los ecos del piano de Clara nos llegaban en efluvios a destiempo. Las lecciones del maestro Neri obviamente no habían servido de mucho, al menos en el terreno musical. El librero me indicó que me sentara y procedió a prepararse una pipa.

—He llamado a tu padre y le he dicho que Fermín ha tenido un pequeño accidente y que tú lo habías traído aquí

—¿Se lo ha tragado?

—No creo.

Ya.

El librero prendió su pipa y se recostó en el butacón del escritorio, deleitándose en su aspecto mefistofélico. En el otro extremo del piso, Clara humillaba a Debussy. Barceló puso los ojos en blanco.

—¿Qué se hizo del maestro de música? —pregunté.

—Lo despedí. Abuso de cátedra.

Ya.

—¿Seguro que a ti no te han zurrado también? Le estás dando mucho a los monosílabos. De chavalín eras más parlanchín.

La puerta del estudio se abrió y la Bernarda entró portando una bandeja con dos tazas humeantes y un azucarero. A la vista de sus andares temí interponerme en la trayectoria de una lluvia de café hirviente.

—Permiso. ¿El señor lo tomará con un chorrito de brandy?

—Me parece que la botella de Lepanto se ha ganado un descanso esta noche, Bernarda. Y usted también. Venga, váyase a dormir. Daniel y yo nos quedamos despiertos por si hace falta algo. Ya que Fermín está en su dormitorio, puede usted usar mi habitación.

—Ay, señor, de ninguna manera.

—Es una orden. Y no me discuta. La quiero dormida en cinco minutos.

—Pero, señor...

—Bernarda, que se juega el aguinaldo.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

—Lo que usted mande, señor Barceló. Aunque yo duermo encima de la colcha. Faltaría más.

Barceló esperó ceremoniosamente a que la Bernarda se hubiese retirado.

Se sirvió siete terrones de azúcar y procedió a remover la taza con la cucharilla, perfilando una sonrisa felina entre nubarrones de tabaco holandés.

Ya lo ves. Tengo que llevar la casa con mano dura.

—Sí, está usted hecho un ogro, don Gustavo.

—Y tú un liante. Dime, Daniel, ahora que no nos oye nadie. ¿Por qué no es una buena idea que demos parte a la policía de lo que ha pasado?

—Porque ya lo saben.

—¿Quieres decir...?

Asentí.

—¿En qué clase de lío estáis metidos, si no es mucho preguntar?

Suspiré.

—¿Algo en lo que yo pueda ayudar?

Alcé la mirada. Barceló me sonreía sin malicia, la fachada de ironía en rara tregua.

—¿No tendrá todo esto, por una de aquellas cosas, que ver con aquel libro de Carax que no quisiste venderme cuando debías?

Me cazó la sorpresa al vuelo.

—Yo podría ayudaros —ofreció—. Me sobra lo que a vosotros os falta: dinero y sentido común.

—Créame, don Gustavo, ya he complicado a demasiada gente en este asunto.

—No vendrá de uno, entonces. Venga, en confianza. Hazte a la idea de que soy tu confesor.

—Hace años que no me confieso.

—Se te ve en la cara.

33

Gustavo Barceló tenía un escuchar contemplativo y salomónico, de médico o nuncio apostólico. Me observaba con las manos unidas a modo de plegaria bajo la barbilla y los codos sobre el escritorio, sin apenas parpadear, asintiendo aquí y allá, como si detectase síntomas o pecadillos en el flujo de mi relato y fuera componiendo su propio dictamen sobre los hechos a medida que yo se los servía en bandeja. Cada vez que me detenía, el librero alzaba las cejas inquisitivamente y hacía un gesto con la mano derecha para indicar que siguiera desenhebrando el galimatías de mi historia, que parecía divertirle enormemente. Ocasionalmente tomaba notas a mano alzada o levantaba la mirada al infinito como si quisiera considerar las implicaciones de cuanto le relataba. Las más de las veces se relamía en una sonrisa sardónica que yo no podía evitar atribuir a mi ingenuidad o a la torpeza de mis conjeturas.

—Oiga, si le parece una tontería me callo.

—Al contrario. Hablar es de necios; callar es de cobardes; escuchar es de sabios.

Are sens