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La anciana gemía, llorando a moco tendido. Fermín la sostuvo en brazos y la meció. El cuerpo de Jacinta Coronado había menguado al tamaño de una niña, y a su lado, Fermín parecía un gigante. Me hervían mil preguntas en la cabeza, pero mi amigo hizo un gesto que indicaba claramente que la entrevista había terminado. Le vi contemplar aquel agujero sucio y frío donde Jacinta Coronado gastaba sus últimas horas.

—Ande, Daniel. Nos vamos. Vaya usted tirando.

Hice lo que me decía. Al alejarme me volví un momento y vi que Fermín se arrodillaba frente a la anciana y la besaba en la frente. Ella exhibió su sonrisa desdentada.

—Dígame, Jacinta —oí decir a Fermín—. A usted le gustan los Sugus,

¿verdad?

En nuestro periplo hacia la salida nos cruzamos con el legítimo funerario y dos ayudantes de aspecto simiesco que venían pertrechados de un ataúd de pino, cuerda y varios pliegos de sábanas viejas de aplicación incierta. La comitiva desprendía un siniestro aroma a formol y a colonia de baratillo y lucían una tez traslúcida que enmarcaba sonrisas macilentas y caninas. Fermín se limitó a señalar Página 169 de 288

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hacia la celda donde esperaba el difunto y procedió a bendecir al trío, que correspondió al gesto asintiendo y santiguándose respetuosamente.

—Id en paz —murmuró Fermín, arrastrándome hacia la salida, donde una monja portando un candil de aceite nos despidió con mirada fúnebre y condenatoria.

Una vez fuera del recinto, el lúgubre cañón de piedra y sombra de la calle Moncada se me antojó un valle de gloria y esperanza. A mi lado, Fermín respiraba hondo, aliviado, y supe que no era el único en alegrarse de haber dejado atrás aquel bazar de tinieblas. La historia que nos había relatado Jacinta nos pesaba en la conciencia más de lo que nos hubiera gustado admitir.

—Oiga, Daniel. ¿Y si nos marcamos unas croquetillas de jamón y unos espumosos aquí en el Xampañet para quitarnos el mal sabor de boca?

—No le diría que no, la verdad.

—¿No ha quedado hoy con la chavalilla?

—Mañana.

—Ah, granujilla. Se hace usted de rogar, ¿eh? Cómo vamos aprendiendo...

No habíamos dado ni diez pasos rumbo a la ruidosa bodega, apenas unos números calle abajo, cuando tres siluetas espectrales se desprendieron de las sombras y nos salieron al paso. Los dos matarifes se apostaron a nuestras espaldas, tan cerca que pude sentir su aliento en la nuca. El tercero, más menudo pero infinitamente más siniestro, nos cerró el paso. Vestía la misma gabardina y su sonrisa aceitosa parecía desbordar de gozo por las comisuras.

—Vaya, hombre, pero ¿a quién tenemos aquí? Si es mi viejo amigo, el hombre de las mil caras —dijo el inspector Fumero.

Me pareció oír todos los huesos de Fermín estremecerse de terror ante la aparición. Su locuacidad quedó reducida a un gemido ahogado. Para entonces, los dos matones, que supuse no eran sino dos agentes de la Brigada Criminal, ya nos tenían sujetos por la nuca y la muñeca derecha, listos para retorcernos el brazo al mínimo asomo de movimiento.

Veo por la cara de sorpresa que pones que pensabas que te había perdido el rastro hace tiempo, ¿eh? Supongo que no te habrías creído que una mierda seca como tú iba a poder salir del arroyo y hacerse pasar por un ciudadano decente, ¿verdad? Tú estás tarado, pero no tanto. Además me cuentan que estás metiendo las narices, que en tu caso son muchas, en un montón de asuntos que no te interesan. Mala señal... ¿Qué marrullo te traes con las monjitas? ¿Te estás beneficiando a alguna? ¿A cómo lo cobran ahora?

Yo respeto los culos ajenos, señor inspector, especialmente si están bajo clausura. A lo mejor si usted se aficionase a hacer lo propio, se ahorraría un pico en penicilina e iría mejor de vientre.

Fumero soltó una risita envilecida de ira.

—Así me gusta. Cojones de toro. Lo que yo digo. Si todos los chorizos fuesen como tú, mi trabajo sería una verbena. Dime, ¿cómo te haces llamar ahora, cabroncete? ¿Gary Cooper? Venga, cuéntame qué haces metiendo ese narizón tuyo aquí en el asilo de Santa Lucía y a lo mejor te dejo ir con sólo un par de pellizcos. Hala, largando. ¿Qué os trae por aquí?

—Un asunto particular. Hemos venido a visitar a un familiar.

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—Sí, a tu puta madre. Mira, porque hoy me coges de buen humor, porque si no te llevaba ahora a jefatura y te daba otra pasada con el soplete.

Anda, sé un buen chaval y cuéntale de verdad a tu amigo el inspector Fumero qué coño hacéis tú y tu amigo aquí. Colabora un poco, joder, y así me ahorras hacerle una cara nueva al niñato este que te has echado de mecenas.

—Tóquele usted un pelo y le juro que...

—Pavor me das, fíjate lo que te digo. Me he cagado en los pantalones.

Fermín tragó saliva y pareció conjurar el coraje que se le escapaba por los poros.

—¿No serán ésos los pantalones de marinerito que le puso su augusta madre, la ilustre fregona? Lástima sería, porque me cuentan que el modelito le sentaba a usted de fábula.

El rostro del inspector Fumero palideció y toda expresión resbaló de su mirada.

—¿Qué has dicho, desgraciado?

—Decía que me parece que ha heredado usted el gasto y la gracia de doña Yvonne Sotoceballos, dama de alta sociedad...

Fermín no era un hombre corpulento y el primer puñetazo bastó para derribarle de un plumazo. Estaba él todavía hecho un ovillo sobre el charco en el que había aterrizado cuando Fumero le propinó una sarta de puntapiés en el estómago, los riñones y la cara. Yo perdí la cuenta al quinto. Fermín perdió el aliento y la capacidad de mover un dedo o protegerse de los golpes un instante después. Los dos policías que me sujetaban se reían por cortesía u obligación, sujetándome con mano férrea.

—Tú no te metas —me susurró uno de ellos—. No me apetece romperte el brazo.

Intenté zafarme de su presa en vano y al forcejear atisbé por un instante el rostro del agente que me había hablado. Le reconocí al instante. Era el hombre de la gabardina y el diario en el bar de la plaza de Sarriá días antes. el mismo hombre que nos había seguido en el autobús riendo los chistes de Fermín.

—Mira, a mí lo que más me jode en e l m u n d o es l a gente que hurga en la mierda y en el pasado —clamaba Fumero, rodeando a Fermín—. Las cosas pasadas hay q u e dejarlas estar, ¿me entiendes? Y eso va por ti y por el lelo de tu amigo. Tú mira bien y aprende, chaval, que luego vas tú.

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