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Fumero de Sotoceballos, hacía su entrada. Los dos criados replicaron, consorna, que el nombre no les sonaba. Airada, pero manteniendo la composturade gran señora, Yvonne conminó a su hijo a que mostrase la tarjeta de lainvitación. Desafortunadamente, al hacer el arreglo de confección, la tarjeta sehabía quedado en la mesa de costura de doña Yvonne.

Francisco Javier intentó explicar la circunstancia, pero tartamudeaba y lasrisas de los dos criados no ayudaban a esclarecer el malentendido. Fueroninvitados a largarse con viento fresco. Doña Yvonne, encendida de rabia, lesanunció que no sabían con quién se las estaban jugando. Los criados lesreplicaron que el puesto de fregona ya estaba cubierto. Desde la ventana de suhabitación, Jacinta vio que Francisco Javier ya se alejaba cuando, de repente,se detuvo. El muchacho se volvió y, más allá del espectáculo de su madredesgañitándose a alaridos con los arrogantes criados, les vio. Julián besaba aPenélope en el ventanal de la biblioteca. Se besaban con la intensidad de quiense pertenece, ajenos al mundo.

Al día siguiente, durante el recreo del mediodía, Francisco Javier aparecióde pronto. La noticia del escándalo del día anterior ya había corrido entre losalumnos y las risas no se hicieron esperar, ni las preguntas acerca de qué habíahecho con su traje de marinerito. Las risas se cortaron de golpe cuando losalumnos advirtieron que el muchacho llevaba la escopeta de su padre en la mano.

Se hizo el silencio, y muchos se alejaron. Sólo el círculo de Aldaya, Moliner,Fernando y Julián, se volvió y se quedó mirando al muchacho, sin comprender.

Sin mediar, Francisco Javier alzó el rifle y apuntó. Los testigos dijeron luego queno había rabia ni ira en su rostro. Francisco Javier mostraba la misma frialdadautomática con que desempeñaba las tareas de limpieza en el jardín. La primerabala pasó rozando la cabeza de Julián. La segunda hubiera atravesado sugarganta si Miquel Moliner no se hubiese abalanzado sobre el hijo del conserje yle hubiese arrancado la escopeta a puñetazos. Julián Carax había contemplado laescena atónito, paralizado. Todos creyeron que los disparos iban dirigidos a JorgeAldaya como venganza a la humillación sufrida la tarde anterior. Sólo más tarde,cuando la Guardia Civil ya se llevaba al muchacho y la pareja de conserjes eradesalojada de su vivienda casi a patadas, Miquel Moliner se acercó a Julián y ledijo, sin orgullo, que le había salvado la vida. Poco imaginaba Julián que esa vida,o la parte que él quería vivir de ella, se estaba acercando a su fin.

Aquél era el último año para Julián y sus compañeros en el colegio de SanGabriel. Quien más y quien menos comentaba ya sus planes, o los planes quesus respectivas familias habían hecho por ellos para el siguiente año. JorgeAldaya sabía ya que su padre le enviaba a estudiar a Inglaterra y Miquel Molinerdaba por hecho su ingreso en la Universidad de Barcelona. Fernando Ramoshabía mencionado más de una vez que quizá ingresara en el seminario de laCompañía, perspectiva que sus maestros consideraban la más sabia en suparticular situación. En cuanto a Francisco Javier Fumero, todo lo que se sabía esque, por intercesión de don Ricardo Aldaya, el muchacho había ingresado en unreformatorio perdido en el Valle de Arán donde le esperaba un largo invierno.

Viendo a sus compañeros encaminados en alguna dirección, Julián se preguntabaqué iba a ser de él. Sus sueños y ambiciones literarias le parecían más lejanas einviables que nunca. Tan sólo ansiaba estar junto a Penélope.

Mientras él se preguntaba acerca de su porvenir, otros lo planeaban por él.

Don Ricardo Aldaya estaba ya preparándole un puesto en su empresa parainiciarle en el negocio. El sombrerero, por su parte, había decidido que si su hijo Página 163 de 288

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no quería seguir el negocio familiar, podía olvidarse de medrar a su costa. A talfin, había iniciado en secreto los trámites para enviar a Julián al ejército, dondeunos cuantos años de vida castrense le curarían los delirios de grandeza. Juliánignoraba estos planes y, para cuando averiguase lo que unos y otros habíanpreparado para él, ya sería tarde. Sólo Penélope ocupaba su pensamiento y ladistancia fingida y los encuentros furtivos de antaño ya no le satisfacían. Insistíaen verla más a menudo, arriesgándose cada vez más a que su relación con lamuchacha fuera descubierta. Jacinta hacía cuanto podía para cubrirlos: mentíapor los codos, tramaba reuniones secretas y urdía mil y un ardides paraconcederles unos instantes a solas. Incluso ella comprendía que no bastaba conaquello, que cada minuto que Penélope y Julián pasaban juntos les unía más.

Hacía tiempo que el aya había aprendido a reconocer en sus miradas el desafio yla arrogancia del deseo: una voluntad ciega de ser descubiertos, de que susecreto fuera un escándalo a voces y ya no tuvieran que ocultarse en rincones ydesvanes para amarse a tientas. A veces, cuando Jacinta acudía a arropar aPenélope, la muchacha se deshacía en lágrimas y le confesaba sus deseos dehuir con Julián, de tomar el primer tren y escapar a donde nadie les conociese.

Jacinta, que recordaba la suerte de mundo que se extendía más allá de las verjasdel palacete Aldaya, se estremecía y la disuadía. Penélope era un espíritu dócil, yel temor que veía en el rostro de Jacinta bastaba para sosegarla. Julián era otracuestión. Durante aquella última primavera en San Gabriel, Julián descubrió coninquietud que don Ricardo Aldaya y su madre Sophie se encontraban a veces ensecreto. Al principio temió que el industrial hubiera decidido que Sophie era unaconquista apetecible que añadir a su colección, pero pronto comprendió que losencuentros, que siempre tenían lugar en cafés del centro y se desarrollabandentro del más estricto decoro, se limitaban a la conversación. Sophie manteníaestos encuentros en secreto. Cuando fi nalmente Julián decidió abordar a don Ricardo y preguntarle qué estaba sucediendo entre él y su madre, el industrial rió.

—¿No se te escapa nada, eh, Julián? Lo cierto es que pensaba hablartedel tema. Tu madre y yo estamos discutiendo acerca de tu futuro. Ella vino averme hace unas semanas, preocupada porque tu padre está planeando enviarteal ejército el próximo año. Tu madre, como es natural, quiere lo mejor para ti yacudió a mí para ver si entre los dos podíamos hacer algo. No te preocupes, palabra de Ricardo Aldaya que tú no serás carne de cañón. Tu madre y yo tenemosgrandes planes para ti. Confía en nosotros.

Julián quería confiar, pero don Ricardo inspiraba todo menos confianza.

Consultando con Miquel Moliner, el muchacho estuvo de acuerdo con Julián.

—Si lo que quieres es fugarte con Penélope, Dios te coja confesado, lo quenecesitas es dinero.

Dinero es lo que Julián no tenía.

—Eso tiene arreglo —le informó Miquel—, para eso están los amigos ricos.

Así fue como Miquel y Julián empezaron a planear la fuga de los amantes.

El destino, por sugerencia de Moliner, sería París. Moliner opinaba que, puesto aser un artista bohemio y muerto de hambre, al menos el decorado de París erainmejorable. Penélope hablaba algo de francés y para Julián, gracias a lasenseñanzas de su madre, era una segunda lengua.

—Además, París es suficientemente grande para perderse, perosuficientemente pequeño para encontrar oportunidades —estimaba Miquel.

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Su amigo reunió una pequeña fortuna, uniendo sus ahorros de años a loque pudo sacar a su padre con las excusas más peregrinas. Sólo Miquel sabría adonde iban.

—Y yo pienso enmudecer tan pronto subáis a ese tren.

Aquella misma tarde, después de ultimar los detalles con Moliner, Juliánacudió a la casa de la avenida del Tibidabo para explicarle el plan a Penélope.

—Lo que voy a decirte no puedes contárselo a nadie. A nadie. Ni siquiera aJacinta —empezó Julián.

La muchacha le escuchó atónita y hechizada. El plan de Moliner eraimpecable. Miquel compraría los billetes utilizando un nombre falso y contratandoa un desconocido para que los recogiese en la ventanilla de la estación. Si lapolicía, por ventura, daba con él, todo lo que les podría ofrecer era la descripciónde un personaje que no se parecía a Julián. Julián y Penélope se encontrarían enel tren. No habría espera en el andén para no dar oportunidad a ser vistos. Lafuga sería un domingo, al mediodía. Julián acudiría por su cuenta a la estación deFrancia. Allí le esperaría Miquel con los billetes y el dinero.

La parte más delicada era la que concernía a Penélope. Debía engañar aJacinta y pedir al aya que inventase una excusa para sacarla de misa de once yllevarla a casa. De camino, Penélope le pediría que la déjase ir al encuentro deJulián, prometiendo estar de vuelta antes de que la familia regresara al caserón.

Penélope aprovecharía entonces para acudir a la estación. Ambos sabían que, sile decía la verdad, Jacinta no les dejaría marchar. Les quería demasiado.

—Es un plan perfecto, Miquel —había dicho Julián al escuchar la estrategiaideada por su amigo.

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