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misas que decir, ya sabe cómo es esto del santoral, pero le envía a usted muchísimos recuerdos. ¿Cómo se encuentra usted?

La anciana sonrió dulcemente a Fermín. Mi amigo le acarició el rostro y la frente. La anciana agradecía el tacto de otra piel como un gato faldero. Sentí que se me estrechaba la garganta.

—Qué pregunta más tonta, ¿verdad? —continuó Fermín—. A usted lo que le gustaría es estar por ahí, marcándose un chotis. Porque tiene usted planta de bailarina, se lo debe de decir todo el mundo.

No le había visto tratar con tanta delicadeza a nadie, ni siquiera a la Bernarda. Las palabras eran pura zalamería, pero el tono y la expresión de su rostro eran sinceros.

—Qué cosas más bonitas dice usted —murmuró con una voz rota, de no tener con quien hablar o nada que decir.

—Ni la mitad de bonitas que usted, Jacinta. ¿Cree que le podríamos hacer unas preguntas? Como en los concursos de la radio, ¿sabe?

La anciana pestañeó por toda respuesta.

—Yo diría que eso es un sí. ¿Se acuerda usted de Penélope, Jacinta?

¿Penélope Aldaya? Es de ella de quien queríamos preguntarle.

Jacinta asintió, la mirada encendida de súbito.

—Mi niña —murmuró y pareció que se nos iba a echar a llorar allí mismo.

—La misma. Se acuerda, ¿eh? Nosotros somos amigos de Julián. Julián Carax. El de los cuentos de miedo, se acuerda también, ¿verdad?

Los ojos de la anciana brillaban, como si las palabras y el tacto en la piel le devolviesen a la vida por momentos.

—El padre Fernando, del colegio de San Gabriel, nos dijo que quería usted mucho a Penélope. Él también la quiere a usted mucho y se acuerda todos los días de usted, ¿sabe? Si no viene más a menudo es porque el nuevo obispo, que es un trepa, lo fríe con un cupo de misas que lo tienen afónico.

—¿Ya come usted bien? —preguntó de súbito la anciana, inquieta.

—Trago como una lima, Jacinta, lo que ocurre es que tengo un metabolismo muy masculino y lo quemo todo. Pero aquí donde me ve, debajo de esta ropa es todo puro músculo. Toque, toque. Como Charles Atlas, pero más velludo.

Jacinta asintió, más tranquila. Sólo tenía ojos para Fermín. A mí me había olvidado completamente.

—¿Qué puede decirnos de Penélope y de Julián?

—Me la quitaron entre todos —dijo—. A mi niña.

Me adelanté para decir algo, pero Fermín me lanzó una mirada que decía: cállate.

—¿Quién le quitó a Penélope, Jacinta? ¿Se acuerda usted?

—El señor —dijo alzando los ojos con temor, como si temiera que alguien pudiera oírnos.

Fermín pareció calibrar el énfasis del gesto de la anciana y siguió su mirada hacia las alturas, cotejando posibilidades.

—¿Se refiere usted a Dios todopoderoso, emperador de los cielos, o más bien al señor padre de la señorita Penélope, don Ricardo?

—¿Cómo está Fernando? —preguntó la anciana.

—¿El cura? Como una rosa. El día menos pensado le hacen papa y la instala a usted en la Capilla Sixtina. Le manda muchos recuerdos.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

—Él es el único que viene a verme, ¿sabe? Viene porque sabe que no tengo a nadie más.

Fermín me lanzó una mirada de soslayo, como si estuviese pensando lo mismo que yo. Jacinta Coronado estaba bastante más cuerda de lo que su apariencia sugería. El cuerpo se apagaba, pero la mente y el alma seguían consumiéndose en aquel pozo de miseria. Me pregunté cuántos más como ella, y como el viejecillo licencioso que nos había indicado dónde encontrarla, habría atrapados allí.

—Viene porque la quiere a usted mucho, Jacinta. Porque se acuerda de lo bien cuidado y alimentado que lo tenía de chaval, que nos lo ha contado todo.

¿Se acuerda usted, Jacinta? ¿Se acuerda de entonces, de cuando iba a recoger a Jorge al colegio, de Fernando y de Julián? Julián...

Su voz era un susurro arrastrado, pero la sonrisa la traicionaba.

—¿Se acuerda usted de Julián Carax, Jacinta?

—Me acuerdo del día que Penélope me dijo que se iba a casar con él...

Fermín y yo nos miramos, atónitos.

—¿A casar? ¿Cuándo fue eso, Jacinta?

—El día que le vio por primera vez. Tenía trece años y no sabía ni quién era ni cómo se llamaba.

—¿Cómo sabía entonces que se iba a casar con él?

—Porque lo había visto. En sueños.

De niña, María Jacinta Coronado estaba convencida de que el mundo seacababa a las afueras de Toledo y de que más allá de los confines de la ciudadno había sino tinieblas y océanos de fuego. Jacinta había sacado aquella ideade un sueño que tuvo durante una fiebre que casi había acabado con ella a loscuatro años. Los sueños empezaron con aquella fiebre misteriosa, de la quealgunos culpaban a la picadura de un enorme alacrán rojo que un día aparecióen la casa y al que nunca se volvió a ver, y otros a los malos oficios de unamonja loca que se infiltraba por las noches en las casas para envenenar a losniños y que años más tarde moriría en el garrote vil, declamando elpadrenuestro al revés y con los ojos salidos de las órbitas al tiempo que unanube roja se extendía sobre la ciudad y descargaba una tormenta deescarabajos muertos. En sus sueños, Jacinta veía el pasado, el futuro y, aveces, vislumbraba secretos y misterios de las viejas calles de Toledo. Uno delos personajes habituales que veía en sus sueños era Zacarías, un ángel quevestía siempre de negro y que iba acompañado de un gato oscuro de ojosamarillos cuyo aliento olía a azufre. Zacarías lo sabía todo: le había vaticinado eldía y la hora en que iba a morir su tío Benancio, el mercachifle de ungüentos yaguas benditas. Le había desvelado el lugar en que su madre, beata de pro,escondía un pliego de cartas de un ardoroso estudiante de medicina de pocosrecursos económicos pero sólidos conocimientos de anatomía en cuya alcobaen el callejón de Santa María había descubierto las puertas del paraíso poradelantado. Le había anunciado que había algo malo clavado en su vientre, unespíritu muerto que la quería mal, y que sólo conocería el amor de un hombre,un amor vacío y egoísta que le rompería el alma en dos. Le había augurado quevería perecer en vida todo aquello que amaba y que antes de llegar al cielovisitaría el infierno. El día de su primera menstruación, Zacarías y su gatosulfúrico desaparecieron de sus sueños, pero años más tarde Jacinta habría de Página 155 de 288

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Ruiz

Zafón

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