Aldaya rió.
—No hay misterio alguno, Julián. El truco está en no juntar las pesetas detres en tres, sino de tres millones en tres millones. Entonces no hay enigma quevalga. Ni la santísima trinidad.
Aquella tarde, ascendiendo por la avenida del Tibidabo, Julián creyó cruzarlas puertas del paraíso. Mansiones que se le antojaron catedrales flanqueaban elcamino. A medio trayecto, el chófer torció y cruzaron la verja de una de ellas. Alinstante, un ejército de sirvientes se puso en marcha para recibir al señor. Todo loque Julián podía ver era un caserón majestuoso de tres pisos. No se le habíaocurrido jamás que personas reales viviesen en un lugar así. Se dejó arrastrar porel vestíbulo, cruzó una sala abovedada donde una escalinata de mármol ascendíaperfilada por cortinajes de terciopelo, y penetró en una gran sala cuyas paredesestaban tejidas de libros desde el suelo al infinito.
—¿Qué te parece? —preguntó Aldaya.
Julián apenas le escuchaba.
— Damián, dígale a Jorge que baje a la biblioteca ahora mismo.
Los sirvientes, sin rostro ni presencia audible, se deslizaban a la mínimaorden del señor con la eficacia y la docilidad de un cuerpo de insectos bienentrenados.
—Vas a necesitar otro guardarropía, Julián. Hay mucho cafre que sólorepara en las apariencias... Le diré a Jacinta que se encargue de eso, tú ni tepreocupes. Y casi mejor que no se lo menciones a tu padre, no se vaya amolestar. Mira, aquí viene Jorge. Jorge, quiero que conozcas a un muchachoestupendo que va a ser tu nuevo compañero de clase. Julián Fortu...
— Julián Carax —precisó él.
— Julián Carax —repitió Aldaya, satisfecho—. Me gusta cómo suena.
Éste es mi hijo Jorge.
Julián ofreció su mano y Jorge Aldaya se la estrechó. Tenía el tactotibio, sin ganas. Su rostro lucía el cincelado puro y pálido que confería el habercrecido en aquel mundo de muñecas. Vestía ropas y calzaba zapatos que aJulián se le antojaban novelescos. Su mirada delataba un aire de suficiencia yarrogancia, de desprecio y cortesía almibarada. Julián le sonrió abiertamente,leyendo inseguridad, temor y vacío bajo aquel caparazón de pompa ycircunstancia.
—¿Es verdad que no has leído ninguno de estos libros?
—Los libros son aburridos.
—Los libros son espejos: sólo se ve en ellos lo que uno ya lleva dentro
—replicó Julián.
Don Ricardo Aldaya rió de nuevo.
—Bueno, os dejo solos para que os conozcáis. Julián, ya verás queJorge, debajo de esa careta de niño mimado y engreído, no es tan tonto comoparece. Algo tiene de su padre.
Las palabras de Aldaya parecieron caer como puñales en el muchacho,aunque no cedió su sonrisa ni un milímetro. Julián se arrepintió de su réplica ysintió lástima por el muchacho.
—Tú debes de ser el hijo del sombrerero —dijo Jorge, sin malicia—. Mipadre habla mucho de ti últimamente.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—Es la novedad. Espero que no me lo tengas en cuenta. Debajo de estacareta de entrometido sabelotodo, no soy tan idiota como parezco.
Jorge le sonrió. Julián pensó que sonreía como la gente que no tieneamigos, con gratitud.
—Ven, te voy a enseñar el resto de la casa.
Dejaron atrás la biblioteca y se alejaron hacia la puerta principal, rumboa los jardines. Al cruzar la sala al pie de la escalinata, Julián alzó la vista yvislumbró el roce de una silueta ascendiendo con la mano sobre la barandilla.
Sintió que se perdía en una visión. La muchacha debía de tener doce o treceaños e iba escoltada por una mujer madura, menuda y rosada, con todas lastrazas de una aya. Lucía un vestido azul satinado. Su cabello era de coloralmendra y la piel de sus hombros y la garganta esbelta parecía transparentara la luz. Se detuvo en lo alto de la escalera y se volvió un instante. Por unsegundo, sus miradas se encontraron y ella le concedió apenas un esbozo desonrisa. Luego, el aya rodeó con sus brazos los hombros de la muchacha y laguió hacia el umbral de un corredor por el que ambas desaparecieron. Juliánbajó la vista y se encontró con Jorge de nuevo.
— Ésa es Penélope, mi hermana. Ya la conocerás. Está un poco tocada del ala. Se pasa el día leyendo. Anda, ven, te quiero enseñar la capilla del sótano. Según las cocineras está embrujada.
Julián siguió al muchacho dócilmente, pero el mundo le resbalaba. Porprimera vez desde que había subido al Mercedes Benz de don Ricardo Aldayacomprendió el propósito. Había soñado con ella en incontables ocasiones, conaquella misma escalera, aquel vestido azul y aquel giro en la mirada de ceniza,sin saber quién era ni por qué le sonreía. Cuando salió al jardín se dejó guiarpor Jorge hasta las cocheras y las pistas de tenis que se extendían más allá.
Sólo entonces volvió la vista atrás y la vio, en su ventana del segundo piso.
Apenas distinguía su silueta, pero supo que le estaba sonriendo y que, dealguna manera, también, ella le había reconocido.
Aquel atisbo efímero de Penélope Aldaya en lo alto de la escalera leacompañó durante sus primeras semanas en el colegio de San Gabriel. Sunuevo mundo tenía muchos dobleces, y no todos eran de su agrado. Losalumnos del San Gabriel se comportaban como príncipes altivos y arrogantes ysus maestros semejaban sirvientes dóciles e ilustrados. El primer amigo queJulián hizo allí, amén de Jorge Aldaya, fue un muchacho llamado Fernando Ramos, hijo de uno de los cocineros del colegio, que nunca se hubiera imaginadoque acabaría vistiendo una sotana y dando clases en las mismas aulas en lasque había crecido. Fernando, a quien los demás apodaban el Cocinillas y alque trataban de criado, poseía una inteligencia despierta pero apenas teníaamigos entre los alumnos. Su único compañero era un muchacho extravagantellamado Miquel Moliner, que habría de convertirse con el tiempo en el mejoramigo que Julián hizo jamás en aquella escuela. Miquel Moliner, a quien lesobraba cerebro y le faltaba paciencia, se complacía en hacer rabiar a susmaestros poniendo en duda todas sus afirmaciones mediante la aplicación dejuegos dialécticos que delataban tanto ingenio como saña viperina. Los demástemían su lengua afilada y le tenían por miembro de otra especie, lo cual, dealgún modo, no andaba muy desencaminado. Pese a sus trazas bohemias y alpoco tono aristocrático que afectaba, Miquel era hijo de un industrialenriquecido hasta el absurdo gracias a la fabricación de armas.
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Carlos