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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
Julián hacía un esfuerzo por ignorar las advertencias y profecías de Miquel,pero lo cierto era que le estaba resultando difícil entablar una relación amistosacon el hijo del conserje. Yvonne, en especial, no veía a Julián, ni a FernandoRamos, con buenos ojos. De toda la tropa de señoritos, ellos eran los únicos queno tenían un duro. Se decía que el padre de Julián era un humilde tendero y quesu madre no había llegado más que a maestra de música. «Esa gente no tienedinero ni clase ni elegancia, mi cielo —aleccionaba su madre—, el que teconviene es Aldaya, que es de familia muy bien.» «Sí, madre —respondía él—, loque usted diga.» Con el tiempo, Javier pareció empezar a confiar en sus nuevosamigos. Despegaba ocasionalmente los labios, y estaba tallando un juego depiezas de ajedrez para Miquel Moliner, en agradecimiento a sus lecciones. Unbuen día, cuando nadie lo esperaba o lo creía posible, descubrieron que Javiersabía sonreír y que tenía una risa bonita y blanca, risa de niño.
—¿Ves? Es un muchacho normal y corriente —argumentaba Julián.
Miquel Moliner, sin embargo, no las tenía todas consigo y observaba alextraño muchacho con celo, y recelo, casi científico.
—Javier está obsesionado contigo, Julián —le dijo un día—. Todo lo hacepor ganar tu aprobación.
—¡Qué tontería! Ya tiene un padre y una madre para eso; yo sólo soy unamigo.
—Un inconsciente es lo que eres tú. Su padre es un pobre hombre quetrabajo tiene con encontrarse las nalgas a la hora de hacer aguas mayores, ydoña Yvonne es una harpía con cerebro de pulga que se pasa el día haciéndosela encontradiza en paños menores convencida de que es doña María Guerrero, oalgo peor que prefiero no mentar. El chaval, como es natural, busca un sustituto ytú, ángel salvador, caes del cielo y le das la mano. San Julián de la Fuente, patrónde los desheredados.
—Ese doctor Freud te está pudriendo la mollera, Miquel. Todosnecesitamos tener amigos. Incluso tú.
— Ese muchacho no tiene ni tendrá nunca amigos. Tiene alma de araña. Y
si no, tiempo al tiempo. Me pregunto qué es lo que sueña...
Poco sospechaba Miquel Moliner que los sueños de Francisco Javier eranmás parecidos a los de su amigo Julián de lo que él hubiera creído posible. Enuna ocasión, meses antes de que Julián ingresara en el colegio, el hijo delconserje estaba recogiendo la hojarasca en el patio de las fuentes cuando llegó elfastuoso automóvil de don Ricardo Aldaya. Aquella tarde, el industrial traíacompañía. Le escoltaba una aparición, un ángel de luz enfundado de seda queparecía levitar sobre el suelo. El ángel, que no era sino su hija Penélope,descendió del Mercedes y anduvo hasta la fuente, aleteando su sombrilla ydeteniéndose a batir las aguas del estanque con la mano. Como siempre, su ayaJacinta la seguía solícita, atenta al mínimo gesto de la muchacha. Poco hubieraimportado que la escoltase un ejército de sirvientes: Javier sólo tenía ojos para lamuchacha. Temió que si parpadeaba, la visión se esfumaría. Permaneció allíparalizado, espiando el espejismo sin aliento. Poco después, como si ella hubieseintuido su presencia y su mirada furtiva, Penélope alzó la vista hacia él. La bellezade aquel rostro se le antojó dolorosa, insostenible. Le pareció entrever un amagode sonrisa en sus labios. Aterrado, Javier corrió a ocultarse en lo alto de la torrede las cisternas junto al palomar del ático del colegio, su escondite predilecto. Lasmanos le temblaban todavía cuando cogió sus útiles de tallar y empezó a trabajaren una nueva pieza que quería asemejarse al rostro que acababa de vislumbrar.
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Cuando regresó a la vivienda del conserje aquella noche, horas más tarde de lohabitual, su madre le esperaba, medio desnuda y furiosa. El muchacho bajó los ojos temiendo que, si su madre leía su mirada, vería en ella a la muchacha del estanque y sabría lo que había estado pensando.
—¿Y tú dónde te metes, mocoso de mierda
— Perdóneme usted, madre. Me perdí.
—Tú estás perdido desde el día que naciste.
Años más tarde, cada vez que introducía su revólver en la boca de unprisionero y apretaba el gatillo, el inspector jefe Francisco Javier Fumerohabría de evocar el día en que vio el cráneo de su madre estallar como unasandía madura en las inmediaciones de un merendero de Las Planas y nosintió nada, apenas el tedio de las cosas muertas. La Guardia Civil, alertadapor el encargado del establecimiento, que había oído el disparo, encontró almuchacho sentado en una roca sosteniendo la escopeta en su regazo, todavíatibia. Contemplaba impávido el cuerpo decapitado de María Craponcia, alias Yvonne, cubierto de insectos. Al ver aproximarse a los guardias se limitó a encogerse de hombros, el rostro salpicado de gotas de sangre como si se lo estuviese comiendo la viruela. Siguiendo los sollozos, los guardias encontraron a Ramón el Unicojonio acurrucado junto a un árbol a treinta metros de allí, entre la maleza. Temblaba como un niño y fue incapaz de hacerse entender. El teniente de la Guardia Civil, tras mucho cavilar, dictaminó que el suceso había sido un trágico accidente y así lo hizo constar en el atestado, que no en su conciencia. Al preguntarle al muchacho si podían hacer algo por él, Francisco Javier Fumero preguntó si podía conservar aquella vieja escopeta, porque de mayor quería ser soldado...
—¿Se encuentra usted bien, señor Romero de Torres?
La súbita aparición de Fumero en el relato del padre Fernando Ramos me había dejado helado, pero el efecto sobre Fermín había sido fulminante.
Amarilleaba y le temblaban las manos.
—Es una bajada de tensión —improvisó Fermín con un hilo de voz—.
Este clima catalán a las gentes del sur a veces nos mortifica.
—¿Puedo ofrecerle un vaso de agua? —preguntó el sacerdote, consternado.
—Si su ilustrísima no tiene inconveniente. Y quizá una chocolatina, por aquello de la glucosa...
El sacerdote le escanció un vaso de agua, que Fermín apuró ávidamente.
—Todo lo que tengo son caramelos de eucalipto. ¿Le sirven?