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Miquel asintió tristemente.

—Excepto por un detalle. El daño que vais a hacer a mucha gente al irospara siempre.

Julián había asentido, pensando en su madre y en Jacinta. No se le ocurriópensar que Miquel Moliner estaba hablando de sí mismo.

Lo más difícil fue convencer a Penélope de la necesidad de mantener aJacinta a oscuras respecto al plan. Sólo Miquel sabría la verdad. El tren partía a launa de la tarde. Para cuando la ausencia de Penélope fuese advertida, ya.

habrían cruzado la frontera. Una vez en París, se instalarían en un albergue comomarido y mujer, usando nombre falso. Enviarían entonces una carta a MiquelMoliner dirigida a sus familias confesando su amor, diciendo que estaban bien,que les querían, anunciando su matrimonio por la iglesia y pidiendo su perdón ycomprensión. Miquel Moliner metería la carta en un segundo sobre para eliminarel matasellos de París y él se encargaría de enviarla desde una localidad decercanías.

—¿Cuándo? —preguntó Penélope.

—En seis días —le dijo Julián—. Este domingo.

Miquel estimaba que, para no levantar sospechas, lo mejor era que durantelos días que faltaban para la fuga Julián no visitara a Penélope. Debían quedar deacuerdo y no volver a verse hasta que se encontrasen en aquel tren rumbo aParís. Seis días sin verla, sin tocarla, se le hacían infinitos. Sellaron el pacto, unmatrimonio secreto, en los labios.

Fue entonces cuando Julián condujo a Penélope hasta la alcoba de Jacintaen el tercer piso de la casa. En aquella planta sólo se encontraban lashabitaciones de la servidumbre y Julián quiso creer que nadie les encontraría. Sedesnudaron a fuego, con rabia y anhelo, arañando la piel y deshaciéndose en Página 165 de 288

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Ruiz

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sombra

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silencios. Se aprendieron los cuerpos de memoria y enterraron aquellos seis díasde separación en sudor y saliva. Julián la penetró con furia, clavándola contra losmaderos del suelo. Penélope le recibía con los ojos abiertos, las piernasabrazadas a su torso y los labios entreabiertos de ansia. No había atisbo defragilidad ni niñez en su mirada, en su cuerpo tibio que pedía más. Luego, con elrostro todavía prendido de su vientre y las manos en el pecho blanco que todavíatemblaba, Julián supo que debían despedirse. Apenas tuvo tiempo deincorporarse cuando la puerta de la habitación se abrió lentamente y la silueta deuna mujer se perfiló en el umbral. Por un segundo, Julián creyó que se trataba deJacinta, pero enseguida comprendió que se trataba de la señora Aldaya, que lesobservaba hechizada en un rapto de fascinación y repugnancia. Cuanto acertó abalbucear fue: «¿Dónde está Jacinta?» Sin más, se volvió y se alejó en silenciomientras Penélope se encogía en el suelo en una agonía muda y Julián sentíaque el mundo se desmoronaba a su alrededor.

—Vete ahora, Julián. Vete antes de que venga mi padre.

—Pero...

—Vete.

Julián asintió.

—Pase lo que pase, el domingo te espero en ese tren.

Penélope consiguió arrancar media sonrisa.

—Allí estaré. Ahora vete. Por favor...

Aún estaba desnuda cuando la dejó y se deslizó por la escalera de serviciohasta las cocheras y, de allí, a la noche más fría que recordaba.

Los días que siguieron fueron los peores. Julián había pasado la noche envela, esperando que en cualquier momento viniesen a buscarle los sicarios dedon Ricardo. No le visitó ni el sueño. Al día siguiente, en el colegio de SanGabriel, no advirtió cambio alguno en la actitud de Jorge Aldaya. Julián, devoradopor la angustia, confesó a Miquel Moliner lo que había sucedido. Miquel, con suhabitual flema, negó en silencio.

—Estás loco, Julián, pero eso no es novedad. Lo extraño es que no hayahabido revuelo en casa de los Aldaya. Lo cual, si uno lo piensa, no es tansorprendente. Si, como dices, os descubrió la señora Aldaya, cabe la posibilidadde que ni ella misma sepa todavía qué hacer. He tenido tres conversaciones conella en mi vida, y de ellas extraje dos conclusiones: uno, la señora Aldaya tieneuna edad mental de doce años; dos, padece de un narcisismo crónico que leimposibilita ver o comprender cualquier cosa que no sea lo que quiere ver o creer,especialmente en referencia a ella misma.

—Ahórrame el diagnóstico, Miquel.

—Lo que quiero decir es que probablemente todavía esté pensando en quédecir, cómo, cuándo y a quién decírselo. Primero tiene que pensar en lasconsecuencias para ella misma: el potencial escándalo, la furia de su esposo... Lodemás, me atrevo a suponer, la trae al pairo.

—¿Crees entonces que no dirá nada?

—Quizá tarde uno o dos días. Pero no creo que sea capaz de guardar unsecreto así a espaldas de su marido. ¿Qué hay del plan de fuga? ¿Sigue en pie?

—Más que nunca.

—Me alegro de oírlo. Porque ahora sí que me parece que esto no tienevuelta atrás.

Los días de aquella semana pasaron en lenta agonía. Julián acudía cadadía al colegio de San Gabriel con la incertidumbre pisándole los talones. Pasaba Página 166 de 288

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las horas fingiendo estar allí, apenas capaz de intercambiar miradas con MiquelMoliner, que empezaba a estar tanto o más preocupado que él. Jorge Aldaya nodecía nada. Se mostraba tan cortés como siempre. Jacinta no había vuelto aaparecer para recoger a Jorge. El chófer de don Ricardo acudía todas las tardes.

Julián se sentía morir, casi deseando que pasara lo que tuviera que pasar, queaquella espera llegara a su fin. El jueves por la tarde, al finalizar las clases, Juliánempezó a pensar que la suerte estaba de su parte. La señora Aldaya no habíadicho nada, quizá por vergüenza, por estupidez o por cualquiera de las razonesque vislumbraba Miquel. Poco importaba. Lo único que contaba es que guardaseel secreto hasta el domingo. Aquella noche, por primera vez en varios días,consiguió conciliar el sueño.

El viernes por la mañana, al acudir a clase, el padre Romanones leesperaba en la verja.

—Julián, tengo que hablar contigo.

—Usted dirá, padre.

—Siempre he sabido que llegaría este día y tengo que confesarte que mealegra ser yo quien te dé la noticia.

—¿Qué noticia, padre?

Julián Carax ya no era alumno del colegio de San Gabriel. Su presencia enel recinto, las aulas o incluso los jardines estaba terminantemente prohibida. Susútiles, libros de texto y todas las pertenencias pasaban a ser propiedad delcolegio.

—El término técnico es expulsión fulminante —resumió el padreRomanones.

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