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—¿Puedo preguntar la causa?

—Se me ocurren una docena, pero estoy seguro de que tú sabrás escogerla más idónea. Buenos días, Carax. Suerte en la vida. La vas a necesitar.

A una treintena de metros, en el patio de las fuentes, un grupo de alumnosle observaba. Algunos reían, haciendo un gesto de despedida con la mano. Otrosle observaban con extrañeza y compasión. Sólo uno le sonreía con tristeza: suamigo Miquel Moliner, que se limitó a asentir y a murmurar en silencio palabrasque Julián creyó leer en el aire. «Hasta el domingo. »

Al regresar al piso de la Ronda de San Antonio, Julián advirtió que elMercedes Benz de don Ricardo Aldaya estaba parado frente a la sombrerería. Sedetuvo en la esquina y esperó. Al poco, don Ricardo salió de la tienda de su padrey se introdujo en el coche. Julián se ocultó en un portal hasta que hubodesaparecido rumbo a la plaza Universidad. Sólo entonces se apresuró a subir laescalera hasta su casa. Su madre Sophie le esperaba allí, prendida de lágrimas.

—¿Qué has hecho, Julián ? —murmuró, sin ira.

—Perdóneme, madre...

Sophie abrazó a su hijo con fuerza. Había perdido peso y estabaenvejecida, como si entre todos le hubiesen robado la vida y la juventud. «Yo másque ninguno», pensó Julián.

—Escúchame bien, Julián. Tu padre y don Ricardo Aldaya lo hanarreglado todo para enviarte al ejército en unos días. Aldaya tiene influencias...

Tienes que irte, Julián. Tienes que irte donde ninguno de los dos puedaencontrarte...

Julián creyó ver una sombra en la mirada de su madre que la consumíapor dentro.

—Hay algo más, madre? ¿Algo que no me ha contado usted?

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Sophie le contempló con labios temblorosos.

—Debes irte. Los dos debemos irnos de aquí para siempre.

Julián la abrazó con fuerza y le susurró al oído:

—No se preocupe usted por mí, madre. No se preocupe usted.

Julián pasó el sábado encerrado en su habitación, entre sus libros y suscuadernos de dibujo. El sombrerero había bajado a la tienda casi al alba y noregresó hasta bien entrada la madrugada. «No tiene ni el valor de decírmelo ala cara», pensó Julián. Aquella noche, con los ojos velados de lágrimas, sedespidió de los años que había pasado en aquel cuarto oscuro y frío, perdidoen sueños que ahora sabía que nunca llegarían a cumplirse. Al alba deldomingo, pertrechado tan sólo de una bolsa con algo de ropa y unos libros,besó la frente de Sophie, que dormía acurrucada entre mantas en el comedor,y se marchó. Las calles vestían una neblina azulada y destellos de cobredespuntaban sobre los terrados de la ciudad vieja. Caminó lentamente,despidiéndose de cada portal, de cada esquina, preguntándose si la trampa deltiempo sería cierta y algún día sólo sería capaz de recordar lo bueno, deolvidar la soledad que tantas veces le había perseguido en aquellas calles.

La estación de Francia estaba desierta, los andenes combados ensables espejados que ardían al amanecer y se hundían en la niebla. Julián sesentó en un banco bajo la bóveda y sacó su libro. Dejó pasar las horas perdidoen la magia de las palabras, cambiando la piel y el nombre, sintiéndose otro.

Se dejó arrastrar por los sueños de personajes en sombra, creyendo que no lequedaba más santuario ni refugio que aquél. Sabía ya que Penélope no acudiríaa su cita. Sabía que subiría a aquel tren sin más compañía que su recuerdo.

Cuando, al filodel mediodía, Miquel Moliner apareció en la estación y leentregó su pasaje y todo el dinero que había podido reunir, los dos amigos seabrazaron en silencio. Julián nunca había visto llorar a Miquel Moliner. El relojcercaba, contando los minutos en fuga.

—Aún hay tiempo —murmuraba Miquel con la mirada puesta en laentrada de la estación.

A la una y cinco, el jefe de estación dio la llamada final para lospasajeros con destino a París. El tren había empezado ya a deslizarse por elandén cuando Julián se volvió para despedirse de su amigo. Miquel Moliner lecontemplaba desde el andén, con las manos hundidas en los bolsillos.

—Escribe —dijo.

—Tan pronto llegue te escribiré —replicó Julián.

—No. A mí no. Escribe libros. No cartas. Escríbelos por mí. PorPenélope.

Julián asintió, dándose cuenta sólo entonces de lo mucho que iba aechar de menos a su amigo.

—Y conserva tus sueños —dijo Miquel—. Nunca sabes cuándo te van ahacer falta.

—Siempre —murmuró Julián, pero el rugido del tren ya les había robadolas palabras.

—Penélope me contó lo que había pasado la misma noche en que la señora les sorprendió en mi alcoba. Al día siguiente, la señora me hizo llamar y me preguntó qué sabía yo de Julián. Le dije que nada, que era un buen chico, amigo de Jorge... Me dio órdenes de mantener a Penélope en su habitación hasta que ella diera su permiso para que saliera. Don Ricardo estaba de viaje Página 168 de 288

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en Madrid y no regresó hasta el viernes. Tan pronto llegó, la señora le contó lo sucedido. Yo estaba allí. Don Ricardo saltó de la butaca y le propinó una bofetada a la señora que la derribó al suelo. Luego, gritando como un loco, le dijo que repitiese lo que había dicho. La señora estaba aterrorizada. Nunca habíamos visto al señor así. Nunca. Era como si le hubieran poseído todos los demonios. Rojo de rabia, subió al dormitorio de Penélope y la sacó de la cama arrastrándola por el pelo. Yo le quise detener y me apartó a patadas. Aquella misma noche hizo llamar al médico de la familia para que reconociese a Penélope. Cuando el médico hubo terminado, habló con el señor. Encerraron a Penélope bajo llave en su habitación y la señora me dijo que recogiese mis cosas.

»No me dejaron ver a Penélope, ni despedirme de ella. Don Ricardo me amenazó con denunciarme a la policía si revelaba a alguien lo sucedido. Me echaron a patadas aquella misma noche, sin tener un sitio adonde ir, después de dieciocho años de servicio ininterrumpido en la casa. Dos días más tarde, en una pensión de la calle Muntaner, recibí la visita de Miquel Moliner, que me explicó que Julián se había marchado a París. Quería que le contase qué había sucedido con Penélope y averiguar por qué no había acudido a su cita en la estación. Durante semanas regresé a la casa, rogando poder visitar a Penélope, pero no me dejaron ni cruzar las verjas. A veces me apostaba en la otra esquina durante días enteros, esperando verles salir. Nunca la vi. No salía de la casa. Más adelante, el señor Aldaya llamó a la policía y con sus amigos de altos vuelos consiguió que me ingresaran en el manicomio de Horta, alegando que nadie me conocía y que yo era una demente que acechaba a su familia y a sus hijos. Pasé dos años allí, encerrada como un animal. Lo primero que hice cuando salí fue acudir a la casa de la avenida del Tibidabo a ver a Penélope.

—¿Consiguió verla? —preguntó Fermín.

—La casa estaba cerrada, en venta. No vivía nadie allí. Me dijeron que los Aldaya se habían marchado a la Argentina. Escribí a la dirección que me habían dado. Las cartas volvieron sin abrir...

—¿Qué se hizo de Penélope? ¿Lo sabe usted?

Jacinta negó, desplomándose.

—Nunca la volví a ver.

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