—Tu padre está en todo.
—Ha jurado partirte las piernas.
—Antes tendrá que averiguar quién soy. Y mientras yo las tenga enteras, corro mas que él.
Bea me observaba tensa, mirando por encima del hombro a los transeúntes que se deslizaban a nuestra espalda en soplos de gris y de viento.
—No sé de qué te ríes —dijo—. Lo dice en serio.
—No me río. Estoy muerto de miedo. Pero es que me alegra verte.
Una sonrisa a media asta, nerviosa, fugaz.
—A mí también —concedió Bea.
—Lo dices como si fuese una enfermedad.
—Es peor que eso. Pensaba que si volvía a verte a la luz del día, a lo mejor entraba en razón.
Me pregunté si aquello era un cumplido o una condena.
—No pueden vernos juntos, Daniel. No así, en plena calle.
—Si quieres podemos entrar en la librería. En la trastienda hay una cafetera y...
—No. No quiero que nadie me vea entrar o salir de aquí. Si alguien me ve hablar ahora contigo, siempre puedo decir que me he tropezado con el mejor amigo de mi hermano por casualidad. Si nos ven dos veces juntos, levantaremos sospechas.
Suspiré.
—¿Y quién va a vernos? ¿A quién le importa lo que hagamos?
—La gente siempre tiene ojos para lo que no le importa, y mi padre conoce a media Barcelona.
—¿Entonces por qué has venido hasta aquí a esperarme?
—No he venido a esperarte. He venido a misa, ¿te acuerdas? Tú mismo lo has dicho. A veinte metros de aquí...
—Me das miedo, Bea. Mientes todavía mejor que yo.
—Tú no me conoces, Daniel.
—Eso dice tu hermano.
Nuestras miradas se encontraron en el reflejo.
—Tú me enseñaste algo la otra noche que no había visto jamás —
murmuró Bea—. Ahora me toca a mí.
Fruncí el ceño, intrigado. Bea abrió su bolso, extrajo una tarjeta de cartulina doblada y me la tendió.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—No eres el único que sabe misterios en Barcelona, Daniel. Tengo una sorpresa para ti. Te espero en esta dirección hoy a las cuatro. Nadie debe saber que hemos quedado allí.
—¿Cómo sabré que he dado con el sitio correcto?
—Lo sabrás.
La miré de reojo, rogando que me estuviese tomando el pelo.
—Si no vienes, lo entenderé —dijo Bea—. Entenderé que ya no quieres verme más.
Sin concederme un instante para responder, Bea se dio la vuelta y se alejó a paso ligero hacia las Ramblas. Me quedé sosteniendo la tarjeta en la mano y la palabra en los labios, persiguiéndola con la mirada hasta que su silueta se fundió en la penumbra gris que precedía a la tormenta. Abrí la tarjeta. En el interior, en trazo azul, se leía una dirección que conocía bien.