La
sombra
del
viento
En este punto de la conversación, Julián se asomó desde la puerta de latrastienda, con un molde en las manos.
— Don Ricardo, cuando usted quiera...
— Dime, Julián, ¿qué tienes que hacer esta tarde? —preguntó Aldaya.
Julián miró alternativamente a su padre y al industrial.
—Bueno, ayudar aquí en la tienda a mi padre.
— Aparte de eso.
— Pensaba ir a la biblioteca de...
—Te gustan los libros, ¿eh?
—Sí, señor.
—¿Has leído a Conrad? ¿El corazón de las tinieblas?
—Tres veces.
El sombrerero frunció el ceño, totalmente perdido.
—¿Y ese Conrad quién es, si puede saberse?
Aldaya lo silenció con un gesto que parecía forjado para acallar al untas deaccionistas.
— En mi casa tengo una biblioteca con catorce mil volúmenes, Julián. Yo de joven leí mucho, pero ahora ya no tengo tiempo. Ahora que lo pienso, tengo tres ejemplares autografiados por Conrad en persona. Mi hijo Jorge no entra en la biblioteca ni a rastras. En casa la única que piensa y lee es mi hija Penélope, así que todos esos libros se están echando a perder. ¿ Te gustaría verlos ?
Julián asintió, sin habla. El sombrerero presenciaba la escena con unainquietud que no acertaba a definir. Todos aquellos nombres le resultabandesconocidos. Las novelas, como todo el mundo sabía, eran para las mujeres y lagente que no tenía nada que hacer. El corazón de las tinieblas le sonaba, por lo menos, a pecado mortal.
— Fortunato, su hijo se viene conmigo, que le quiero presentar a mi Jorge.
Tranquilo, que luego se lo devolvemos. Dime, muchacho, ¿has subido alguna vezen un Mercedes Benz ?
Julián dedujo que aquél era el nombre del armatoste imperial que elindustrial empleaba para desplazarse. Negó con la cabeza.
— Pues ya va siendo hora. Es como ir al cielo, pero no hace falta morirse.
Antoni Fortuny los vio partir en aquel carruaje de lujo desaforado y, cuandobuscó en su corazón, sólo sintió tristeza. Aquella noche, mientras cenaba conSophie (que llevaba su vestido y sus zapatos nuevos y casi no mostraba marcasni cicatrices), se preguntó en qué se había equivocado esta vez. Justo cuandoDios le devolvía un hijo, Aldaya se lo quitaba.
—Quítate ese vestido, mujer, que pareces una furcia. Y que no vuelva a vereste vino en la mesa. Con el rebajado con agua tenemos más que suficiente. Laavaricia nos acabará pudriendo.
Julián nunca había cruzado al otro lado de la avenida Diagonal. Aquella línea de arboledas, solares y palacios varados a la espera de una ciudad era una frontera prohibida. Por encima de la Diagonal se extendían aldeas, colinas y parajes de misterio, de riqueza y leyenda. A su paso, Aldaya le hablaba del colegio de San Gabriel, de nuevos amigos que no había visto jamás, de un futuro que no había creído posible.
—¿Y tú a qué aspiras, Julián? En la vida, quiero decir.
— No sé. A veces pienso que me gustaría ser escritor. Novelista.
—Como Conrad, ¿eh? Eres muy joven, claro. Y dime, ¿la banca no tetienta?
Página 122 de 288
Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—No lo sé, señor. La verdad es que no se me había pasado por la cabeza.
Nunca he visto más de tres pesetas juntas. Las altas finanzas son un misteriopara mí.