Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—Supongo que han pasado tantos años que ya no importa. Me acuerdo todavía del día en que Julián nos explicó cómo había conocido a los Aldaya y cómo, sin darse cuenta, le había cambiado la vida...
... En octubre de 1914, un artefacto que muchos tomaron por un panteón rodante se detuvo una tarde frente a la sombrerería Fortuny en la ronda de San Antonio. De él emergió la figura altiva, majestuosa y arrogante de don Ricardo Aldaya, ya por entonces uno de los hombres más ricos no ya de Barcelona, sino de España, cuyo imperio de industrias textiles se extendía en ciudadelas y colonias a lo largo de los ríos de toda Cataluña. Su mano diestra sujetaba las riendas de la banca y de las propiedades territoriales de media provincia. La siniestra, siempre en activo, tiraba de los hilos de la diputación, el ayuntamiento, varios ministerios, el obispado y el servicio portuario de aduanas.
Aquella tarde, el rostro de bigotes exuberantes, patillas regias y testadescubierta que a todos intimidaba necesitaba un sombrero. Entró en la tienda dedon Antoni Fortuny y tras echar un vistazo somero a las instalaciones miró dereojo al sombrerero y a su ayudante, el joven Julián, y dijo lo siguiente: «Me handicho que de aquí, pese a las apariencias, salen los mejores sombreros deBarcelona. El otoño pinta malcarado y voy a necesitar seis chisteras, una docenade bombines, gorras de caza y algo que llevar para las Cortes en Madrid. ¿Estáusted apuntando o espera que se lo repita?» Aquél fue el inicio de un laborioso, ylucrativo, proceso en el que padre e hijo aunaron sus esfuerzos para completar elencargo de don Ricardo Aldaya. A Julián, que leía los diarios, no se le escapabala posición de Aldaya, y se dijo que no podía fallarle ahora a su padre, en elmomento más crucial y decisivo de su negocio. Desde que el potentado habíaentrado en su tienda, el sombrerero levitaba de gozo. Aldaya le había prometidoque, si quedaba complacido, iba a recomendar su establecimiento a todas susamistades. Ello significaba que la sombrerería Fortuny, de ser un comercio dignopero modesto, saltaría a las más altas esferas, vistiendo cabezones y cabezolinesde diputados, alcaldes, cardenales y ministros. Los días de aquella semana pasaron por ensalmo. Julián no acudió a clase y pasó jornadas de dieciocho y veintehoras trabajando en el taller de la trastienda. Su padre, rendido de entusiasmo, leabrazaba de tanto en cuanto e incluso le besaba sin darse cuenta. Llegó alextremo de regalar a su esposa Sophie un vestido y un par de zapatos nuevos porprimera vez en catorce años. El sombrerero estaba desconocido. Un domingo sele olvidó ir a misa y aquella misma tarde, rebosante de orgullo, rodeó a Julián consus brazos y le dijo, con lágrimas en los ojos: «El abuelo estaría orgulloso denosotros. »
Uno de los procesos más complejos en la ya desaparecida ciencia de lasombrerería, técnica y políticamente, era el de tomar medidas. Don RicardoAldaya tenía un cráneo que, según Julián, bordeaba el terreno de lo amelonado yagreste. El sombrerero fue consciente de las dificultades tan pronto avistó la testadel prohombre, y aquella misma noche, cuando Julián dijo que le recordabaciertos fragmentos del macizo de Montserrat, Fortuny no pudo sino que estar deacuerdo. «Padre, con todo el respeto, usted sabe que a la hora de tomar medidasyo tengo mejor mano que usted, que se pone nervioso. Déjeme hacer a mí. » Elsombrerero accedió de buen grado y, al día siguiente, cuando Aldaya acudió ensu Mercedes Benz, Julián le recibió y le condujo al taller. Aldaya, al comprobarque las medidas se las iba a tomar un muchacho de catorce años, se enfureció:
«Pero ¿qué es esto? ¿Un criajo? ¿Me están tomando ustedes el pelo?» Julián, Página 120 de 288
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que era consciente de la significancia pública del personaje pero que no se sentíaintimidado por él en absoluto, replicó: «Señor Aldaya, pelo para tomarle a ustedno hay mucho, que esa coronilla parece la Plaza de las Arenas, y si no lehacemos rápido un juego de sombreros le van a confundir a usted la closca con el plan Cerdá. » Al escuchar estas palabras, Fortuny se creyó morir. Aldaya, impávido, clavó los ojos en Julián. Entonces, para sorpresa de todos, se echó a reír como no lo había hecho en años.
«Este chaval suyo llegará lejos, Fortunato», sentenció Aldaya, que noacababa de aprenderse el apellido del sombrerero.
Fue de este modo como averiguaron que don Ricardo Aldaya estaba hastala mismísima y creciente coronilla de que todos le temiesen, le adulasen y setendiesen en el suelo a su paso con vocación de esterilla. Despreciaba a loslameculos, los miedicas y a cualquiera que mostrase cualquier tipo de debilidad,física, mental o moral. Al encontrarse con un humilde muchacho, apenas unaprendiz, que tenía el rostro y el gracejo de burlarse de él, Aldaya decidió querealmente había dado con la sombrerería ideal y duplicó su encargo. Duranteaquella semana acudió cada día de buena gana a su cita para que Julián letomase las medidas y le probase modelos. Antoni Fortuny se quedabamaravillado de ver cómo el adalid de la sociedad catalana se deshacía de risa conlas bromas e historias que le contaba aquel hijo que le era desconocido, con elque nunca hablaba y que hacía años que no mostraba señal alguna de tenersentido del humor. Al término de aquella semana, Aldaya cogió al sombrerero porbanda y se lo llevó a un rincón para hablarle confidencialmente.
—A ver, Fortunato, este hijo suyo es un talento y me lo tiene usted aquímuerto de asco sacándole el polvo a las musarañas de una tienda de tres alcuarto.
—Éste es un buen negocio, don Ricardo, y el muchacho muestra ciertahabilidad, aunque le falte actitud.
— Pamplinas. ¿A qué colegio lo lleva usted?
—Bueno, va a la escuela de...
— Eso son fábricas de peones. En la juventud, el talento, el genio, si se deja sin atender, se tuerce y se come al que lo posee. Hay que ponerle cauce.
Apoyo. ¿Me entiende usted, Fortunato?
—Se equivoca usted con mi hijo. Él de genio, nada de nada. Si a duraspenas se saca la geografía... los maestros ya me dicen que tiene la cabeza llenade pájaros, y muy mala actitud, igual que su madre, pero aquí al menos siempretendrá un oficio honrado y...
— Fortunato, me aburre usted. Hoy mismo voy a ver a la Junta Directiva del colegio de San Gabriel y les voy a indicar que acepten a su hijo en la misma clase que mi primogénito, Jorge. Menos, es ser miserable.
Al sombrerero se le abrieron ojos de platillo. El colegio de San Gabriel erael criadero de la crema y nata de la alta sociedad.
— Pero don Ricardo, si yo no podría ni costear...
—Nadie le ha dicho que tenga que pagar un real. De la educación delmuchacho me hago cargo yo. Usted, como padre, sólo tiene que decir sí.
— Pues claro que sí, faltaría, pero...
—No se hable más entonces. Siempre y cuando Julián acepte, claro está.
— Él hará lo que se le mande, faltaría más.
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