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Di por supuesto que todos mis encuentros con Bea tendrían lugar entre los muros de aquel viejo caserón, que el resto de la ciudad no nos pertenecía. Incluso me pareció que la firmeza de su tacto palidecía a medida que nos alejábamos de allí, que su fuerza y su calor menguaban a cada paso. Al alcanzar el paseo comprobamos que las calles estaban prácticamente desiertas.

—Aquí no encontraremos nada —dijo Bea—. Mejor que bajemos por Balmes.

Enfilamos la calle Balmes a paso firme, caminando bajo las copas de los árboles para resguardarnos de la llovizna y quizá de encontrarnos la mirada. Me pareció que Bea aceleraba por momentos, que casi tiraba de mí. Por un momento pensé que si soltaba su mano, Bea echaría a correr. Mi imaginación, envenenada todavía con el tacto y el sabor de su cuerpo, ardía en deseos de arrinconarla en un banco, de besarla, de recitarle la sarta de tonterías que a cualquier otro le hubiesen matado de risa a mi costa. Pero Bea ya no estaba allí. Algo la recomía por dentro, en silencio y a gritos.

—¿Qué pasa? —murmuré.

Me devolvió una sonrisa rota, de miedo y de soledad. Me vi entonces a mí mismo a través de sus ojos; apenas un muchacho transparente que creía haber ganado el mundo en una hora y que todavía no sabía que podía perderlo en un minuto. Seguí caminando, sin esperar respuesta. Despertando al fin. Al poco se escuchó el rumor del tráfico y el aire pareció prender como una burbuja de gas al calor de farolas y semáforos que me hicieron pensar en una muralla invisible.

—Mejor nos separamos aquí —dijo Bea, soltándome la mano.

Las luces de una parada de taxis se vislumbraban en la esquina, un desfile de luciérnagas.

—Como quieras.

Bea se inclinó y me rozó la mejilla con los labios. El pelo le olía a cera.

—Bea —empecé, casi sin voz—, yo te quiero...

Negó en silencio, sellándome los labios con la mano como si mis palabras la hiriesen.

—El martes a las seis, ¿de acuerdo? —preguntó.

Asentí de nuevo. La vi partir y perderse en un taxi, casi una desconocida.

Uno de los conductores, que había seguido el intercambio con ojo de juez de línea, me observaba con curiosidad.

—¿Qué? ¿Nos vamos a casa, jefe?

Me metí en el taxi sin pensar. Los ojos del taxista me examinaban desde el espejo. Los míos perdían de vista el coche que se llevaba a Bea, dos puntos de luz hundiéndose en un pozo de negrura.

No conseguí conciliar el sueño hasta que el alba derramó cien tonos de gris sobre la ventana de mi habitación, a cuál más pesimista. Me despertó Página 145 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

Fermín, que tiraba piedrecillas a mi ventana desde la plaza de la iglesia. Me puse lo primero que encontré y bajé a abrirle. Fermín traía su entusiasmo insufrible de lunes tempranero. Levantamos las rejas y colgamos el cartel de ABIERTO.

—Menudas ojeras me lleva usted, Daniel. Parecen terreno edificable. Se conoce que se llevó usted el gato al agua.

De vuelta a la trastienda me enfundé mi delantal azul y le tendí el suyo, o más bien se lo lancé con saña. Fermín lo atrapó al vuelo, todo sonrisa socarrona.

—Más bien el agua se nos llevó al gato y a mí —atajé.

—Las greguerías las deja usted para don Ramón Gómez de la Serna, que las suyas padecen de anemia. A ver, cuente.

—¿Qué quiere que cuente?

—Lo dejo a su elección. El número de estocadas o las vueltas al ruedo.

—No estoy de humor, Fermín.

—Juventud, flor de la papanatería. En fin, conmigo no se pique que tengo noticias frescas de nuestra investigación sobre su amigo Julián Carax.

—Soy todo oídos.

Me lanzó su mirada de intriga internacional; una ceja enarcada, la otra alerta.

—Pues resulta que ayer, tras dejar a la Bernarda de vuelta en su casa con la virtud intacta pero un par de buenos moretones en las nalgas, me acometió un arrebato de insomnio por aquello de la trempera vespertina, circunstancia que aproveché para acercarme a uno de los centros informativos del inframundo barcelonés, verbigracia la taberna de Eliodoro Salfumán, alias Pichafreda, sita en un local insalubre pero de mucho colorido en la calle de Sant Jeroni, orgullo y alma del Raval.

—Abrevie, Fermín, por el amor de Dios.

—A ello iba. El caso es que una vez allí, congraciándome con algunos de los habituales, viejos compañeros de fatigas, procedí a indagar en torno al tal Miquel Moliner, marido de su Mata Hari Nuria Monfort y supuesto interno en los hoteles penitenciarios del municipio.

—¿Supuesto?

—Y nunca mejor dicho, porque valga decir que en este caso del participio al hecho no hay trecho alguno. Me consta por experiencia que por lo que hace al censo y recuento de la población presidiaria, mis informantes en el tabernáculo del Pichafreda cotizan más fiabilidad que los chupasangres del Palacio de justicia, y puedo certificarle, amigo Daniel, que nadie ha oído hablar de un tal Miquel Moliner en calidad de preso, visitante o ser viviente en las cárceles de Barcelona por lo menos en diez años.

—Quizá esté preso en otro penal.

—Alcatraz, Sing-Sing o la Bastilla. Daniel, esa mujer le mintió.

—Supongo que sí.

—No suponga, acepte.

—¿Y ahora qué? Miquel Moliner es una pista muerta.

—O esa Nuria es muy viva.

—¿Qué sugiere usted?

—De momento explorar otras vías. No estaría de más visitar a la viejecilla esa, el aya buena del cuento que nos endilgó el mosén ayer por la mañana.

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Carlos

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