—¿La iniciativa? ¿Yo?
—¿Qué quiere? Algún precio tenía que tener el poder mear de pie.
—Pero si Bea me dio a en tender que ya me diría ella algo.
—Qué poco entiende usted de mujeres, Daniel. Me juego el aguinaldo a que esa pollita está ahora en su casa mirando lánguidamente por la ventana en plan Dama de las Camelias, esperando que llegue usted a rescatarla del cafre de su señor padre para arrastrarla en una espiral incontenible de lujuria y pecado.
—¿Está seguro?
—Ciencia pura.
—¿Y si ha decidido que ya no quiere verme más?
—Mire, Daniel. Las mujeres, con notables excepciones como su vecina la Merceditas, son más inteligentes que nosotros, o cuando menos más sinceras consigo mismas sobre lo que quieren o no. Otra cosa es que se lo digan a uno o al mundo. Se enfrenta usted al enigma de la naturaleza, Daniel. La fémina, babel y laberinto. Si la deja usted pensar, está perdido. Recuerde: corazón caliente, mente fría. El código del seductor.
Estaba Fermín por detallarme las particularidades y tecnicismos del arte de la seducción cuando sonó la campanilla de la puerta y vimos entrar a mi amigo Tomás Aguilar. El corazón me dio un vuelco. La providencia me negaba a Bea pero me enviaba a su hermano. Funesto heraldo, pensé. Tomás traía el rostro sombrío y un aire de cierto desaliento.
—Menudo aire funerario nos trae usted, don Tomás —comentó Fermín—.
Nos aceptará un cafetito al menos, ¿verdad?
—No le diré que no —dijo Tomás, con la reserva habitual.
Fermín procedió a servirle una taza del mejunje que guardaba en su termo y que desprendía un sospechoso aroma jerezano.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—¿Algún problema? —pregunté.
Tomás se encogió de hombros.
—Nada nuevo. Mi padre hoy tiene el día y he preferido salir a airearme un rato.
Tragué saliva.
—¿Y eso?
—Ve a saber. Anoche mi hermana Bea llegó a las tantas. Mi padre la estaba esperando despierto y algo tocado, como siempre. Ella se negó a decir de dónde venía ni con quién había estado y mi padre se puso hecho una furia.
Estuvo hasta las cuatro de la mañana chillando, tratándola de zorra para arriba y jurándole que la iba a meter a monja y que si volvía preñada la iba a echar a patadas a la puta calle.
Fermín me lanzó una mirada de alarma. Sentí que las gotas de sudor que me corrían por la espalda descendían varios grados de temperatura.
—Esta mañana —continuó Tomás—, Bea se ha encerrado en su cuarto y no ha salido en todo el día. Mi padre se ha plantado en el comedor a leer el ABC y a escuchar zarzuelas en la radio a todo volumen. En el entreacto de Luisa Fernanda he tenido que salir porque me volvía loco.
—Bueno, seguramente su hermana estaría con el novio, ¿no? —pinchó Fermín—. Es lo natural.
Le lancé un puntapié tras el mostrador, que Fermín dribló con agilidad felina.
—Su novio está haciendo la mili —precisó Tomás—. No viene de permiso hasta dentro de un par de semanas. Y además, cuando sale con él está en casa a las ocho, como muy tarde.
—¿Y no tiene usted idea de dónde estuvo ni con quién?
—Ya le ha dicho que no, Fermín —intervine yo, ansioso por cambiar de tema.
—¿Y su padre tampoco? —insistió Fermín, que se lo estaba pasando en grande.
—No. Pero ha jurado averiguarlo y partirle las piernas y la cara en cuanto sepa quién es.
Me quedé lívido. Fermín me sirvió una taza de su brebaje sin preguntar. La apuré de un trago. Sabía a gasoil tibio. Tomás me observaba en silencio, la mirada impenetrable y oscura.
—¿Lo han oído ustedes? —dijo de pronto Fermín—. Así como un redoble de salto mortal.
—No.