Fermín asintió.
—Mire, todo eso es diletancia. El matrimonio y la familia no son más que lo que nosotros hacemos de ellos. Sin eso, no son más que un pesebre de hipocresías. Morralla y palabrería. Pero si hay amor de verdad, del que no se habla ni se declara a los cuatro vientos, del que se nota y se demuestra...
—Me parece usted un hombre nuevo, Fermín.
—Es que lo soy. La Bernarda me ha hecho desear ser un hombre mejor de lo que soy.
—¿Y eso?
—Para merecerla. Usted eso ahora no lo entiende, porque es joven.
Pero con el tiempo verá que lo que cuenta a veces no es lo que se da, sino lo que se cede. La Bernarda y yo hemos estado hablando. Ella es una madraza, ya lo sabe usted. No lo dice, pero me parece que la felicidad más grande que podría tener en esta vida es ser madre. Y a mí esa mujer me gusta más que el melocotón en almíbar. Con decirle que soy capaz de pasar por una iglesia Página 108 de 288
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del
viento
después de treinta y dos años de abstinencia clerical y recitar los salmos de san Serafín o lo que haga falta por ella.
—Le veo muy lanzado, Fermín. Si apenas acaba de conocerla...
—Mire, Daniel, a mi edad o uno empieza a ver la jugada con claridad o está bien jodido. Esta vida vale la pena vivirla por tres o cuatro cosas, y lo demás es abono para el campo. Yo he hecho mucha tontería ya, y ahora sé que lo único que quiero es hacer feliz a la Bernarda y morirme algún día en sus brazos. Quiero volver a ser un hombre respetable, ¿sabe usted? No por mí, que a mí el respeto de este orfeón de monas que llamamos humanidad me la trae flojísima, sino por ella. Porque la Bernarda cree en estas cosas, en las radionovelas, en los curas, en la respetabilidad y en la virgen de Lourdes. Ella es así y yo la quiero como es, sin que me cambien ni un pelo de esos que le salen en la barbilla. Y por eso quiero ser alguien de quien ella pueda estar orgullosa. Quiero que piense: mi Fermín es un cacho de hombre, como Cary Grant, Hemingway o Manolete.
Me crucé de brazos, calibrando el asunto.
—¿Ha hablado usted de todo esto con ella? ¿De tener un hijo juntos?
—No, por Dios. ¿Por quién me toma? ¿Se cree que voy por el mundo diciéndole a las mujeres que tengo ganas de dejarlas preñadas? Y no por falta de ganas, ¿eh?, porque a la tonta esa de la Merceditas le hacía yo ahora mismo unos trillizos y me quedaba como Dios, pero...
—¿Le ha dicho la Bernarda que quiere formar una familia?
—Esas cosas no hace falta decirlas, Daniel. Se ven en la cara.
Asentí.
—Pues entonces, en lo que valga mi opinión, estoy seguro de que será usted un padre y un esposo formidable. Aunque no crea usted en todas esas cosas, porque así no las dará nunca por supuestas.
Se le deshizo la cara de alegría.
—¿Lo dice de verdad?
—Claro que sí.
—Pues me quita usted un peso enorme de encima. Porque sólo de rememorar a mi progenitor y pensar que yo pudiera llegar a ser para alguien lo que él fue para mí me entran ganas de esterilizarme.
—Pierda cuidado, Fermín. Además, su vigor inseminador probablemente no hay tratamiento que lo doblegue.
—También es verdad —reflexionó—. Venga, váyase usted a descansar que no lo quiero entretener más.
—No me entretiene, Fermín. Tengo la impresión de que no voy a pegar ojo.
—Sarna con gusto... Por cierto, lo que me comentó de ese apartado de correos, ¿se acuerda?
—¿Ha averiguado ya algo?
—Ya le dije que lo dejase de mi cuenta. Este mediodía, a la hora de comer, me he acercado hasta Correos y he tenido unas palabras con un viejo conocido que traba ja allí. El apartado de correos 2321 consta a nombre de un tal José María Requejo, abogado con oficinas en la calle León XIII. Me permití comprobar la dirección del interfecto y no me sorprendió averiguar que no existe, aunque me imagino que eso usted ya lo sabe. La correspondencia dirigida a ese apartado la viene recogiendo una persona desde hace años. Lo sé porque algunos de los envíos que se reciben de una correduría de fincas Página 109 de 288
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