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del

viento

como a usted. A mis años, el riego sanguíneo a la cabeza adquiere preferencia al destinado a las partes blandas.

—Menudo fue a hablar.

Fermín extrajo su monedero y procedió a contar el montante.

—Lleva usted ahí una fortuna —dije—. ¿Todo eso ha sobrado del cambio de esta mañana?

—Parte. El resto es legítimo. Es que hoy llevo a mi Bernarda por ahí. Yo a esa mujer no le puedo negar nada. Si hace falta, asalto el Banco de España para darle todos los caprichos. ¿Y usted qué planes tiene para el resto del día?

—Nada en especial.

—¿Y la nena esa, qué?

—¿Qué nena?

—La moños. ¿Qué nena va a ser? La hermana de Aguilar.

—No sé.

—Saber sabe; lo que no tiene, hablando en plata, es cojones para coger el toro por los cuernos.

A éstas se nos acercó el revisor con gesto cansino, haciendo malabarismos con un palillo que paseaba y volteaba entre los dientes con destreza circense.

—Ustedes perdonen, que dicen esas señoras de ahí que si pueden utilizar un lenguaje más decoroso.

—Y una mierda —replicó Fermín, en voz alta.

El revisor se volvió a las tres damas y se encogió de hombros, dándoles a entender que había hecho cuanto podía y que no estaba dispuesto a liarse a bofetadas por una cuestión de pudor semántico.

—La gente que no tiene vida siempre se tiene que meter en la de los demás —masculló Fermín—. ¿De qué estábamos hablando?

—De mi falta de redaños.

—Efectivamente. Un caso crónico. Hágame caso. Vaya a buscar a su chica, que la vida pasa volando, especialmente la parte que vale la pena vivir.

Ya ha visto lo que decía el cura. Visto y no visto.

—Pero si no es mi chica.

—Pues gánesela antes de que se la lleve otro, especialmente un soldadito de plomo.

—Habla usted como si Bea fuese un trofeo.

—No, como si fuese una bendición —corrigió Fermín—. Mire, Daniel. El destino suele estar a la vuelta de la esquina. Como si fuese un chorizo, una furcia o un vendedor de lotería: sus tres encarnaciones más socorridas. Pero lo que no hace es visitas a domicilio. Hay que ir a por él.

Dediqué el resto del trayecto a considerar esta perla filosófica mientras Fermín emprendía otra cabezadita, menester para el que tenía un talento napoleónico. Nos bajamos del autobús en la esquina de Gran Vía y paseo de Gracia bajo un cielo de ceniza que se comía la luz. Abotonándose la gabardina hasta el gaznate, Fermín anunció que partía a toda prisa rumbo a su pensión con la intención de acicalarse para su cita con la Bernarda.

—Hágase cargo de que con una presencia mayormente modesta como la mía, la toilette no baja de noventa minutos. No hay genio sin figura; ésa es la triste realidad de estos tiempos faranduleros. Vanitas pecata mundi.

Le vi alejarse por la Gran Vía, apenas un bosquejo de hombrecillo amparado en su gabardina gris que aleteaba como una bandera raída al viento. Puse rumbo a casa, donde planeaba reclutar un buen libro y Página 134 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

esconderme del mundo. Al doblar la esquina de Puerta del Ángel y la calle Santa Ana, el corazón me dio un vuelco. Fermín, como siempre, había estado en lo cierto. El destino me aguardaba frente a la librería luciendo traje de lana gris, zapatos nuevos y medias de seda, y estudiando su reflejo en el escaparate.

—Mi padre cree que estoy en misa de doce —dijo Bea sin alzar la vista de su propia imagen.

—Como si lo estuvieses. Aquí, a menos de veinte metros, en la iglesia de Santa Ana llevan en sesión continua desde las nueve de la mañana.

Hablábamos como dos desconocidos detenidos casualmente frente a un escaparate, buscándonos la mirada en el cristal.

—No es como para hacer broma. He tenido que recoger una hoja dominical para ver de qué iba el sermón. Luego me pedirá que le haga una sinopsis detallada.

—Tu padre está en todo.

—Ha jurado partirte las piernas.

—Antes tendrá que averiguar quién soy. Y mientras yo las tenga enteras, corro mas que él.

Bea me observaba tensa, mirando por encima del hombro a los transeúntes que se deslizaban a nuestra espalda en soplos de gris y de viento.

—No sé de qué te ríes —dijo—. Lo dice en serio.

—No me río. Estoy muerto de miedo. Pero es que me alegra verte.

Una sonrisa a media asta, nerviosa, fugaz.

—A mí también —concedió Bea.

—Lo dices como si fuese una enfermedad.

—Es peor que eso. Pensaba que si volvía a verte a la luz del día, a lo mejor entraba en razón.

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