—Sé leer miradas.
A mi pesar, la creí y escondí la mía.
—Escoge cualquier otro. Mira, éste de aquí promete. El cerdo mesetario, ese desconocido: En busca de las raíces del tocino ibérico, por Anselmo Torquemada. Seguro que vendió más ejemplares que cualquiera de Julián Carax.
Del cerdo se aprovecha todo.
—Este otro me tira más.
—Tess d'Ubervilles. Es la versión original. ¿Te atreves con Thomas Hardy en inglés?
Me miró de reojo.
—Adjudicado entonces.
—¿No lo ves? Si parece que me estuviese esperando a mí. Como si hubiera estado aquí escondido para mí desde antes de que yo naciese.
La miré, atónito. Bea arrugó la sonrisa.
—¿Qué he dicho?
Entonces, sin pensarlo, con apenas un roce en los labios, la besé.
Era ya casi medianoche cuando llegamos al portal de casa de Bea.
Habíamos hecho casi todo el camino en silencio, sin atrevernos a decir lo que pensábamos. Caminábamos separados, escondiéndonos el uno del otro. Bea caminaba erguida con su Tess bajo el brazo y yo la seguía a un palmo, con su sabor en los labios. Arrastraba todavía la mirada de soslayo que me había propinado Isaac al dejar el Cementerio de los Libros Olvidados. Era una mirada que conocía bien y que había visto mil veces en mi padre, una mirada que me preguntaba si tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Las últimas horas habían transcurrido en otro mundo, un universo de roces, de miradas que no entendía y que se comían la razón y la vergüenza. Ahora, de regreso a aquella realidad que siempre acechaba en las sombras del ensanche, el embrujo se desprendía y apenas me quedaba el deseo doloroso y una inquietud que no tenía nombre. Una simple mirada a Bea me bastó para comprender que mis reservas apenas eran un soplo en la ventisca que se la comía por dentro. Nos detuvimos frente al portal y nos miramos sin hacer ni amago por fingir. Un sereno tonadillero se aproximaba sin prisa, canturreando boleros acompañándose del tintineo sabrosón de sus arbustos de llaves.
—A lo mejor prefieres que no volvamos a vernos —ofrecí sin convicción.
—No sé, Daniel. No sé nada. ¿Es eso lo que tú quieres?
—No. Claro que no. ¿Y tú?
Se encogió de hombros, esbozando una sonrisa sin fuerza.
—¿Tú qué crees? —preguntó—. Antes te he mentido, ¿sabes? En el claustro.
—¿En qué?
—En que no quería verte hoy.
El sereno nos rondaba blandiendo una sonrisilla de refilón, obviamente indiferente a aquella mi primera escena de portal y susurros que a él, en su veteranía, se le debía de antojar banal y trillada.
—Por mí no hay prisa —dijo—. Voy a hacer un cigarrito a la esquina y ya me dirán.
Esperé a que el sereno se hubiese alejado.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—¿Cuándo voy a verte otra vez?
—No lo sé, Daniel.
—¿Mañana?
—Por favor, Daniel. No lo sé.
Asentí. Me acarició la cara.
—Ahora es mejor que te vayas.
—¿Sabes al menos dónde encontrarme, no? Asintió.
—Estaré esperando.