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—¿A la familia?

Fermín se encogió de hombros, varado en una sonrisa nostálgica.

—¿Qué sé yo? Pocas cosas engañan más que los recuerdos. Vea usted al cura... ¿Y usted? ¿Echa de menos a su madre?

Bajé la mirada.

—Mucho.

—¿Sabe de lo que más me acuerdo de la mía? —preguntó Fermín—. De su olor. Siempre olía a limpio, a pan dulce. Tanto daba si había pasado el día trabajando en los campos o llevaba encima los mismos harapos de toda la semana. Ella siempre olía a todo lo bueno que hay en este mundo. Y mire que era bruta. Maldecía como un carretero, pero olía como las princesas de los cuentos. O al menos eso me parecía a mí. ¿Y usted? ¿Qué es lo que más recuerda de su madre, Daniel?

Dudé un instante, arañando las palabras que me rehuían la voz.

—Nada. No puedo recordar a mi madre hace ya años. Ni cómo era su cara, o su voz, o su olor. Se me perdieron el día que descubrí a Julián Carax y no han vuelto.

Fermín me observaba con cautela, midiendo su respuesta.

—¿No tiene usted un retrato de ella?

—Nunca he querido mirarlos —dije.

—¿Por qué no?

Nunca le había contado esto a nadie, ni siquiera a mi padre o a Tomás.

—Porque me da miedo. Me da miedo buscar un retrato de mi madre y descubrir en ella a una extraña. Le parecerá a usted una tontería.

Fermín negó.

—¿Y por eso piensa usted que si consigue desentrañar el misterio de Julián Carax y rescatarle del olvido, el rostro de su madre volverá a usted?

Le miré en silencio. No había ironía ni juicio en su mirada. Por un instante, Fermín Romero de Torres me pareció el hombre más lúcido y sabio del universo.

—Quizá —dije, sin pensar.

Al filo del mediodía abordamos un autobús de vuelta al centro. Nos sentamos al frente, justo detrás del conductor, circunstancia que Fermín aprovechó para entablar un debate con él acerca de los muchos avances, técnicos y cosméticos, que advertía en el transporte público de superficie en relación a la última vez que lo había utilizado, allá por 1940, particularmente en lo referente a señalización, como demostraba un cartel que rezaba: «Se prohibe escupir y la palabra soez.» Fermín examinó el cartel de reojo y optó por rendirle pleitesía conjurando con enjundia un sonoro gargajo, lo que bastó para granjearnos las miradas sulfúricas de un trío de beatorras que viajaban en comando en la parte de atrás pertrechadas de sendas copias del misal.

—Salvaje —musitó la beata del flanco este, que guardaba un asombroso parecido con el retrato oficial del general Yagüe.

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La

sombra

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viento

—Ahí van —dijo Fermín—. Tres santas tiene mi España. Santa Sofoco, santa Puretas y santa Remilgos. Entre todos hemos convertido este país en un chiste.

—Diga que sí —convino el conductor—. Con Azaña estábamos mejor. Y

el tráfico no digamos. Asco da.

Un hombre sentado en la parte de atrás se rió, disfrutando del intercambio de pareceres. Le reconocí como el mismo que había estado sentado junto a nosotros en el bar. Su expresión parecía insinuar que estaba de parte de Fermín y que deseaba verle ensañarse con las beatas. Crucé con él la mirada brevemente. Me sonrió cordialmente y regresó a su periódico con desinterés. Al llegar a la calle Ganduxer advertí que Fermín se había recogido en un ovillo bajo su gabardina y estaba pegando una cabezadita con la boca abierta y el rostro bendito. El autobús se deslizaba por el señorío almidonado del paseo de San Gervasio cuando Fermín despertó de repente.

—He estado soñando con el padre Fernando —me dijo—. Sólo que en mi sueño iba vestido de delantero centro del Real Madrid y tenía la copa de la liga a su vera, reluciente como los chorros del oro.

—¿Y eso? —pregunté.

—Si Freud está en lo cierto, eso significa que tal vez el cura nos haya colado un gol.

—A mí me pareció un hombre honesto.

—La verdad es que sí. Quizá demasiado para su propio bien. A los curas con madera de santo los acaban enviando a todos a misiones, a ver si se los comen los mosquitos o las pirañas.

—Ya será menos.

—Bendita inocencia la suya, Daniel. Se cree usted hasta lo del ratoncito dientes. Y si no, de muestra un botón: el embrollo ese de Miquel Moliner que le endilgó Nuria Monfort. Me parece que esa fámula le colocó a usted más trolas que la página editorial de L'Observatore Romano. Ahora resulta que está casada con un amigo de la infancia de Aldaya y Carax, mire usted por dónde. Y encima tenemos la historia de Jacinta, el aya buena, que tal vez sea verídica pero suena demasiado a último acto de don Alejandro Casona. Por no mencionar la aparición estelar de Fumero en el papel de matarife.

—¿Cree usted entonces que el padre Fernando nos mintió?

—No. Convengo con usted en que parece honrado, pero el uniforme pesa mucho y lo mismo se guardó alguna novena en la media, por así decirlo. Yo creo que si nos mintió fue por omisión y decoro, no por mala leche o malicia. Además no le veo capaz de inventarse un embrollo así. Si supiera mentir mejor, no estaría dando clases de álgebra y latín; andaría ya en el obispado, con un despacho de cardenal y melindros tiernos para el café.

—¿Qué sugiere usted que hagamos entonces? —Tarde o temprano vamos a tener que desenterrar a la momia de la abuelilla angelical y sacudirla de los tobillos, a ver qué cae. De momento voy a tirar de algunos hilos, a ver qué averiguo de este tal Miquel Moliner. Y no estaría de mas echarle un ojo encima a esa Nuria Monfort, que me parece que está resultando ser lo que mi difunta madre denominaba una lagarta.

—Se equivoca usted con ella —aduje.

—A usted le enseñan un par de tetas bien puestas y cree que ha visto a santa Teresa de Jesús, lo cual a su edad tiene disculpa que no remedio.

Déjemela a mí, Daniel, que la fragancia del eterno femenino ya no me emboba Página 133 de 288

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