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—Yo también.

Me alejé con la mirada prendida de la suya. El sereno, experto en estos lances, ya acudía a abrirle el portal.

—Sinvergüenza —me susurró de pasada, no sin cierta admiración—.

Menudo bombonazo.

Esperé hasta que Bea hubo entrado en el edificio y partí a paso ligero, volviendo la vista atrás a cada paso. Lentamente, me invadió la certeza absurda de que todo era posible y me pareció que hasta aquellas calles desiertas y aquel viento hostil olían a esperanza. Al llegar a la plaza Cataluña advertí que una bandada de palomas se había congregado en el centro de la plaza. Lo cubrían todo, como un manto. de alas blancas que se mecía en silencio. Pensé en rodear el recinto, pero justo entonces advertí que la bandada me abría paso sin alzar el vuelo. Avancé a tientas, observando cómo las palomas se apartaban a mi paso y volvían a cerrar filas tras de mí. Al llegar al centro de la plaza escuché el rumor de las campanas de la catedral repicando la medianoche. Me detuve un instante, varado en un océano de aves plateadas, y pensé que aquél había sido el día más extraño y maravilloso de mi vida.

22

Todavía había luz en la librería cuando crucé frente al escaparate. Pensé que tal vez mi padre se había quedado hasta tarde poniéndose al día con la correspondencia o buscando cualquier excusa para esperarme despierto y sonsacarme acerca de mi encuentro con Bea. Observé una silueta componiendo una pila de libros y reconocí el perfil enjuto y nervioso de Fermín en plena concentración. Golpeé en el cristal con los nudillos. Fermín se asomó, gratamente sorprendido, y me hizo señas para que me asomase por la entrada a la trastienda.

—¿Todavía trabajando, Fermín? Pero si es tardísimo.

—En realidad estaba haciendo tiempo para acercarme luego a casa del pobre don Federico y velarlo. Nos hemos montado unos turnos con Eloy, el de la óptica. Total, yo tampoco duermo mucho. Dos, tres horas a lo más. Claro que usted tampoco se queda manco, Daniel. Pasa la medianoche, de lo cual infiero que su encuentro con la chiquita ha sido un éxito clamoroso.

Me encogí de hombros.

—La verdad es que no lo sé —admití.

—¿Le ha metido mano?

—No.

—Buena señal. No se fíe nunca de las que se dejan meter mano de buenas a primeras. Pero menos aún de las que necesitan que un cura les dé la aprobación.

El solomillo, valga el símil cárnico, está en medio. Si se tercia, claro está, no sea Página 107 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

mojigato y aprovéchese. Pero si lo que busca es algo serio, como lo mío con la Bernarda, recuerde esta regla de oro.

—¿Es serio lo suyo?

—Más que serio. Espiritual. ¿Y lo de esta muchacha, Beatriz, qué? Que cotiza de un mollar enciclopédico salta a la vista, pero el quid de la cuestión es:

¿será de las que enamoran o de las que emboban las vísceras menores?

—No tengo la menor idea —apunté—. Las dos cosas, diría yo.

—Mire, Daniel, eso es como el empacho. ¿Nota usted algo aquí, en la boca del estómago? Como si se hubiese tragado un ladrillo. ¿O es sólo una calentura general?

—Más bien lo del ladrillo —dije, aunque no descarté completamente la calentura.

—Entonces es que el asunto va en serio. Dios le coja confesado. Ande, siéntese y le haré una tila.

Nos acomodamos en torno a la mesa que había en la trastienda, rodeados de libros y de silencio. La ciudad dormía y la librería parecía un bote a la deriva en un océano de paz y sombra. Fermín me tendió una taza humeante y me sonrió con cierto embarazo. Algo le rondaba la cabeza.

—¿Puedo hacerle una pregunta de índole personal, Daniel?

—Por supuesto.

—Le ruego me responda con toda sinceridad —dijo y carraspeó—.

¿Usted cree que yo podría llegar a ser padre?

Debió de leer la perplejidad en mi rostro y se apresuró a añadir:

—No quiero decir padre biológico, porque se me verá algo enclenque pero gracias a Dios la providencia ha querido dotarme la potencia y la furia viril de un miura. Me refiero a otro tipo de padre. Un buen padre, ya sabe usted.

—¿Un buen padre?

—Sí. Como el suyo. Un hombre con cabeza, corazón y alma. Un hombre. que sea capaz de escuchar, guiar y respetar a una criatura, y de no ahogar en ella sus propios defectos. Alguien a quien un hijo no sólo quiera por ser su padre, sino que lo admire por la persona que es. Alguien a quien quiera parecerse.

—¿Por qué me pregunta usted eso, Fermín? Yo pensaba que no creía usted en el matrimonio y la familia. El yugo y todo eso, ¿recuerda?

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