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Add to favorite La sombra del viento – Carlos Ruiz Zafón🕯️

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Me pregunté si aquello era un cumplido o una condena.

—No pueden vernos juntos, Daniel. No así, en plena calle.

—Si quieres podemos entrar en la librería. En la trastienda hay una cafetera y...

—No. No quiero que nadie me vea entrar o salir de aquí. Si alguien me ve hablar ahora contigo, siempre puedo decir que me he tropezado con el mejor amigo de mi hermano por casualidad. Si nos ven dos veces juntos, levantaremos sospechas.

Suspiré.

—¿Y quién va a vernos? ¿A quién le importa lo que hagamos?

—La gente siempre tiene ojos para lo que no le importa, y mi padre conoce a media Barcelona.

—¿Entonces por qué has venido hasta aquí a esperarme?

—No he venido a esperarte. He venido a misa, ¿te acuerdas? Tú mismo lo has dicho. A veinte metros de aquí...

—Me das miedo, Bea. Mientes todavía mejor que yo.

—Tú no me conoces, Daniel.

—Eso dice tu hermano.

Nuestras miradas se encontraron en el reflejo.

—Tú me enseñaste algo la otra noche que no había visto jamás —

murmuró Bea—. Ahora me toca a mí.

Fruncí el ceño, intrigado. Bea abrió su bolso, extrajo una tarjeta de cartulina doblada y me la tendió.

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Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

—No eres el único que sabe misterios en Barcelona, Daniel. Tengo una sorpresa para ti. Te espero en esta dirección hoy a las cuatro. Nadie debe saber que hemos quedado allí.

—¿Cómo sabré que he dado con el sitio correcto?

—Lo sabrás.

La miré de reojo, rogando que me estuviese tomando el pelo.

—Si no vienes, lo entenderé —dijo Bea—. Entenderé que ya no quieres verme más.

Sin concederme un instante para responder, Bea se dio la vuelta y se alejó a paso ligero hacia las Ramblas. Me quedé sosteniendo la tarjeta en la mano y la palabra en los labios, persiguiéndola con la mirada hasta que su silueta se fundió en la penumbra gris que precedía a la tormenta. Abrí la tarjeta. En el interior, en trazo azul, se leía una dirección que conocía bien.

Avenida del Tibidabo, 32

27

La tormenta no esperó al anochecer para asomar los dientes. Los primeros relámpagos me sorprendieron al poco de tomar un autobús de la línea 22. Al rodear la plaza Molina y ascender Balmes arriba, la ciudad ya se desdibujaba bajo telones de terciopelo líquido, recordándome que apenas había tomado la precaución de coger un mísero paraguas.

—Hay que tener valor —murmuró el conductor cuando solicité parada.

Pasaban ya diez minutos de las cuatro cuando el autobús me dejó en un eslabón perdido al final de la calle Balmes a merced de la tormenta. Al frente, la avenida del Tibidabo se desvanecía en un espejismo acuoso bajo cielo de plomo. Conté hasta tres y eché a correr bajo la lluvia. Minutos más tarde, empapado hasta la médula y tiritando de frío, me detuve al amparo de un portal para recuperar el aliento. Ausculté el resto del trayecto. El aliento helado de la tormenta arrastraba un velo gris que enmascaraba el contorno espectral de palacetes y caserones enterrados en la niebla. Entre ellos se alzaba el torreón oscuro y solitario del palacete Aldaya, varado entre la arboleda ondulante. Me retiré el pelo empapado que me caía sobre los ojos y eché a correr hacia allí, cruzando la avenida desierta.

La portezuela de la verja se balanceaba al viento. Más allá se abría un sendero ondulante que ascendía hasta el caserón. Me colé por la portezuela y me adentré en la finca. Entre la maleza se adivinaban pedestales de estatuas derrocadas sin piedad. Al aproximarme hacia el caserón advertí que una de las estatuas, la efigie de un ángel purificador, había sido abandonada en el interior de una fuente que coronaba el jardín. La silueta de mármol ennegrecido brillaba como un espectro bajo la lámina de agua que se desbordaba en el estanque. La mano del ángel ígneo emergía de las aguas; un dedo acusador, afilado como una bayoneta, señalaba la puerta principal de la casa. El portón de roble labrado se adivinaba entreabierto. Empujé la puerta y me aventuré unos pasos en un recibidor cavernoso, los muros fluctuando bajo la caricia de una vela.

—Creí que no vendrías —dijo Bea.

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sombra

del

viento

Su silueta se perfilaba en un corredor clavado en la penumbra, recortada en la claridad mortecina de una galería que se abría al fondo. Estaba sentada en una silla, contra la pared, con una vela a sus pies.

—Cierra la puerta —indicó sin levantarse—. La llave está puesta en la cerradura.

Obedecí. La cerradura crujió con un eco sepulcral. Escuché los pasos de Bea acercándose a mi espalda y sentí su roce en la ropa empapada.

—Estás temblando. ¿Es de miedo o de frío?

—Aún no lo he decidido. ¿Por qué estamos aquí?

Are sens