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habitaciones hasta caer muerta en su habitación del ático. El móvil, según la policía, habían sido los celos. Al parecer la esposa del potentado estaba embarazada en el momento de morir. Marisela, se decía, había dibujado una calavera sobre el vientre desnudo de la señora con cera roja caliente. El caso, como los labios de Salvador Jausá, quedó sellado para siempre unos meses más tarde. La buena sociedad de Barcelona comentaba que jamás había sucedido algo así en la historia de la ciudad, y que la purria de indianos y gentuza que venía de América estaba arruinando la sólida fibra moral del país. A puerta cerrada, muchos se alegraron de que las excentricidades de Salvador Jausá hubiesen llegado a su fin. Como siempre, se equivocaban: apenas habían empezado.

La policía y los abogados de Jausá se encargaron de cerrar el caso, pero el indiano Jausá estaba dispuesto a continuar. Fue por entonces cuando conoció a don Ricardo Aldaya, por aquella época ya un próspero industrial con fama de donjuán y temperamento leonino, que se ofreció a comprarle la propiedad con la intención de demolerla y venderla de nuevo a precio de oro, porque el valor del terreno en la zona estaba subiendo como la espuma. Jausá no accedió a vender, pero invitó a Ricardo Aldaya a visitar la casa con la intención de mostrarle lo que denominó un experimento científico y espiritual. Nadie había vuelto a entrar en la propiedad desde el término de la investigación. Lo que Aldaya presenció allí dentro le dejó helado. Jausá había perdido totalmente la razón. La sombra oscura de la sangre de Marisela seguía cubriendo las paredes. Jausá había convocado a un inventor y pionero en la curiosidad tecnológica del momento, el cinematógrafo. Su nombre era Fructuós Gelabert y había accedido a las demandas de Jausá a cambio de fondos para construir unos estudios cinematográficos en el Vallés, seguro de que durante el siglo XX

las imágenes animadas iban a sustituir a la religión organizada. Al parecer, Jausá estaba convencido de que el espíritu de la negra Marisela permanecía en la casa. Él afirmaba sentir su presencia, sus voces y su olor, e incluso su tacto en la oscuridad. El servicio, al oír estas historias, había huido al galope rumbo a empleos de menos tensión nerviosa en la localidad vecina de Sarriá, donde no faltaban palacios y familias incapaces de llenar un balde de agua o remendarse los calcetines.

Jausá se quedó así solo, con su obsesión y sus espectros invisibles. Pronto decidió que la clave estaba en superar esta condición de invisibilidad. El indiano ya había te nido ocasión de ver algunos resultados de la invención del cinematógrafo en Nueva York, y compartía la opinión de la difunta Marisela de que la cámara succionaba almas, la del sujeto filmado y la del espectador. Siguiendo esta línea de razonamiento, había encargado a Fructuós Gelabert que rodase metros y metros de película en los corredores de «El ángel de bruma» en busca de signos y visiones del otro mundo. Los intentos, hasta la fecha pese al nombre de pila del técnico al mando de la operación, habían resultado infructuosos.

Todo cambió cuando Gelabert anunció que había recibido un nuevo tipo de material sensible de la factoría de Thomas Edison en Menlo Park, Nueva Jersey, que permitía filmar escenas en condiciones precarias de luz inauditas hasta el momento. Mediante un tecnicismo que nunca quedó claro, uno de los ayudantes de laboratorio de Gelabert había derramado un vino espumoso del género xarelo, proveniente del Penedés, en la cubeta de revelado y, fruto de la reacción química, extrañas formas empezaron a aparecer en la película expuesta. Ésa era la película Página 140 de 288

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que Jausá quería mostrar a don Ricardo Aldaya la noche en que le invitó a su caserón espectral en el número 32 de la avenida del Tibidabo.

Aldaya, al oír esto, supuso que Gelabert temía ver desaparecer los fondos económicos que le proporcionaba Jausá y había recurrido a tan bizantino ardid para mantener el interés de su patrón. Jausá, sin embargo, no tenía duda alguna acerca de la fiabilidad de los resultados. Es más, donde otros veían formas y sombras, él veía ánimas. Juraba distinguir la silueta de Marisela materializarse en un sudario, sombra que se mutaba en un lobo y caminaba erecto. Ricardo Aldaya no vio en la proyección más que rnanchurrones, sosteniendo además que tanto la película proyectada como el técnico que operaba el proyector apestaban a vino y otras bebidas espirituosas. Aun así, como buen hombre de negocios, el industrial intuyó que todo aquello podía acabar resultándole ventajoso. Un millonario loco, solo y obsesionado con la captura de ectoplasmas constituía una víctima idónea.

Así pues, le dio la razón y le animó a continuar su empresa. Durante semanas, Gelabert y sus hombres rodaron kilómetros de película que habría de ser revelada en diferentes tanques con soluciones químicas de líquidos de revelado diluidos con Aromas de Montserrat, vino tinto bendecido en la parroquia del Ninot y toda suerte de cavas de la huerta tarraconense. Entre proyección y proyección, Jausá trans-fería poderes, firmaba autorizaciones y confería el control de sus reservas financieras a Ricardo Aldaya.

Jausá desapareció una noche de noviembre de aquel año durante una tormenta. Nadie supo qué se había hecho de él. Al parecer estaba exponiendo uno de los rollos de película especial de Gelabert cuando le sobrevino un accidente.

Don Ricardo Aldaya encargó a Gelabert recuperar dicho rollo y, tras visionarlo en privado, le prendió fuego personalmente y sugirió al técnico que se olvidase del asunto con la ayuda de un cheque de generosidad indiscutible. Para entonces, Aldaya ya era titular de la mayoría de propiedades del desaparecido Jausá. Hubo quien dijo que la difunta Marisela había regresado para llevárselo a los infiernos.

Otros apuntaron que un mendigo muy parecido al difunto millonario fue visto durante unos meses en los alrededores de la ciudadela hasta que un carruaje negro, de cortinajes velados, lo arrolló sin detenerse en plena luz del día. Para entonces ya era tarde: la leyenda negra del caserón, y la invasión del son montuno en los salones de baile de la ciudad, eran inamovible.

Unos meses más tarde, don Ricardo Aldaya mudó a su familia a la casa de la avenida del Tibidabo, donde a las dos semanas nacería la hija pequeña del matrimonio, Penélope. Para celebrarlo, Aldaya rebautizó la casa como «Villa Penélope». El nuevo nombre, sin embargo, nunca enganchó. La casa tenía su propio carácter y se mostraba inmune a la influencia de sus nuevos dueños. Los recientes inquilinos se quejaban de ruidos y golpes en las paredes por la noche, súbitos olores a putrefacción y corrientes de aire helado que parecían vagar por la casa como centinelas errantes. El caserón era un compendio de misterios. Tenía un doble sótano, con una suerte de cripta por estrenar en el nivel inferior y una capilla en el superior dominada por un gran Cristo en una cruz policromada al que los criados encontraban un inquietante parecido con Rasputín, personaje muy popular en la época. Los libros de la biblioteca aparecían constantemente reordenados, o vueltos del revés. Había una habitación en el tercer piso, un dormitorio que no se usaba debido a inexplicables manchas de humedad que brotaban de las paredes y parecían formar rostros borrosos, donde las flores frescas se marchitaban en apenas minutos y siempre se escuchaban moscas revolotear, aunque era imposible verlas.

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Las cocineras aseguraban que ciertos artículos, como el azúcar, desaparecían como por ensalmo de la despensa y que la leche se teñía de rojo con la primera luna de cada mes. Ocasionalmente se encontraban pájaros muertos a la puerta de algunas habitaciones, o pequeños roedores. Otras veces se echaban en falta objetos, especialmente joyas y botones de la ropa guardada en los armarios y cajones. De Pascuas a Ramos, los objetos sustraídos aparecían como por ensalmo meses después en algún rincón remoto de la casa, o enterrados en el jardín.

Normalmente no se encontraban jamás. A don Ricardo todos estos aconteceres se le antojaban supercherías y bobadas propias de la gente pudiente.

A su parecer, una semana en ayunas hubiera curado a la familia de espantos. Lo que ya no veía con tanta filosofía eran los robos de las alhajas de su señora esposa. Más de cinco criadas fueron despedidas al desaparecer diferentes piezas del joyero de la señora, aunque todas juraron en lágrima viva que eran inocentes.

Los más perspicaces se inclinaban a pensar que, sin tanto misterio, ello era debido a la infausta costumbre de don Ricardo de colarse en las alcobas de las criadas jóvenes a medianoche con fines lúdicos y extramaritales. Su reputación al respecto era casi tan celebrada como su fortuna, y no faltaba quien dijese que al paso que iban sus proezas, los bastardos que iba dejando por el camino organizarían su propio sindicato. Lo cierto es que no sólo las joyas desaparecían. Con el tiempo, a la familia se le extravió el gusto de vivir.

La familia Aldaya nunca fue feliz en aquella casa obtenida mediante las turbias artes de negociante de don Ricardo. La señora Aldaya rogaba sin cesar a su marido que vendiese la propiedad y que se mudasen a una residencia en la ciudad, o incluso que regresaran al palacio que Puig i Cadafalch había construido para el abuelo Simón, patriarca del clan. Ricardo Aldaya se negaba en redondo. Al pasar la mayor parte del tiempo de viaje o en las factorías de la familia, no encontraba ningún problema con la casa. En una ocasión, el pequeño Jorge desapareció durante ocho horas en el interior de la casa. Su madre y el servicio lo estuvieron buscando desesperadamente, sin éxito. Cuando el muchacho reapareció, pálido y aturdido, dijo que había estado todo el rato en la biblioteca en compañía de la misteriosa mujer de color, que le había estado mostrando fotografías antiguas y que le había dicho que todas las hembras de la familia habrían de morir en aquella casa para expiar los pecados de sus varones. La misteriosa dama llegó incluso a desvelarle al pequeño Jorge la fecha en que su madre iba a morir: el 12 de abril de 1921. Huelga decir que la supuesta dama negra nunca fue encontrada, aunque años más tarde la señora Aldaya fue hallada sin vida en el lecho de su dormitorio al alba del 12 de abril de 1921.

Todas sus joyas habían desaparecido. Al drenar el pozo del patio, uno de los mozos las encontró entre el lodo del fondo, junto a una muñeca que había pertenecido a su hija Penélope.

Una semana más tarde, don Ricardo Aldaya decidió desprenderse de la casa. Para entonces su imperio financiero ya estaba herido de muerte, y no faltaba quien insinuase que todo era debido a aquella casa maldita que traía la desgracia a quien la ocupase. Otros, más cautos, se limitaban a aducir que Aldaya nunca había entendido las transformaciones del mercado y que todo lo que había hecho a lo largo de su vida era arruinar el negocio que había erigido el patriarca Simón. Ricardo Aldaya anunció que dejaba Barcelona y se trasladaba con su familia a la Argentina, donde sus industrias textiles flotaban en la gloria. Muchos dijeron que huía del fracaso y la vergüenza.

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En 1922, «El ángel de bruma» fue puesta a la venta a precio de risa.

Hubo mucho interés inicial por adquirirla, tanto por el morbo como por el prestigio creciente de la barriada, pero ninguno de los potenciales compradores hizo una oferta tras visitar la casa. En 1923, el palacete fue cerrado. El título de propiedad fue transferido a una sociedad de bienes raíces a la que Aldaya debía dinero para que tramitase su venta, derribo o lo que se terciase. La casa estuvo en venta durante años, sin que la empresa consiguiese encontrar un comprador.

Dicha sociedad, Botell i Llofré, S. L., quebró en 1939 al ingresar sus dos socios titulares en prisión bajo cargos que nunca quedaron claros, y, al trágico fallecimiento de ambos en un accidente en el penal de San Vicens en 1940, fue absorbida por un consorcio financiero de Madrid, entre cuyos socios titulares se contaban tres generales, un banquero suizo y el miembro ejecutor y directivo de la firma, el señor Aguilar, padre de mi amigo Tomás y de Bea. Pese a todos los esfuerzos promocionales, ninguno de los vendedores al mando del señor Aguilar consiguió colocar la casa, ni ofreciéndola a un precio muy por debajo de su valor de mercado. Nadie volvió a entrar en la propiedad en más de diez años.

—Hasta hoy —dijo Bea, para sumirse de nuevo en uno de sus silencios.

Con el tiempo me acostumbraría a ellos, a verla encerrarse lejos, con la mirada extraviada y la voz en retirada.

—Quería enseñarte este lugar, ¿sabes? Quería darte una sorpresa. Al escuchar a Casasús, me dije que tenía que traerte aquí, porque esto era parte de tu historia, de Carax y de Penélope. Tomé prestada la llave del despacho de mi padre. Nadie sabe que estamos aquí. Es nuestro secreto. Quería compartirlo contigo. Y me preguntaba si vendrías. Ya sabías que lo haría.

Sonrió, asintiendo.

—Yo creo que nada sucede por casualidad, ¿sabes? Que, en el fondo, las cosas tienen su plan secreto, aunque nosotros no lo entendamos. Como el que encontrases esa novela de Julián Carax en el Cementerio de los Libros Olvidados, o el que estemos tú y yo ahora aquí, en esta casa que perteneció a los Aldaya. Todo forma parte de algo que no podemos entender, pero que nos posee.

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