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—¿Les conocía usted? —preguntó Fermín.

La mirada afilada del sacerdote se detuvo en cada uno de nosotros antes de responder.

—Fuimos compañeros de clase. ¿Puedo preguntar cuál es su interés en el asunto?

Andaba yo pensando cómo contestar aquella pregunta cuando se me adelantó Fermín.

—Acontece que ha llegado a nuestro poder una serie de artículos que pertenecen o pertenecieron, pues la jurisprudencia a este particular es confusa, a los dos mentados.

—¿Y cuál es la naturaleza de dichos artículos, si no es mucho preguntar?

—Ruego a vuesa merced acepte nuestro silencio, pues vive Dios que abundan en la materia motivos de conciencia y secretismo que nada tienen que ver con la supina confianza que su excelentísima y la orden a la que con tanta gallardía y piedad representa nos merecen —largó Fermín a toda velocidad.

El padre Fernando le observaba al borde del pasmo. Opté por retomar de nuevo la conversación antes de que Fermín recobrase el aliento.

—Los artículos a los que hace referencia el señor Romero de Torres son de índole familiar, recuerdos y objetos de valor puramente sentimental. Lo que quisiéramos pedirle, padre, si ello no es gran molestia, es que nos hable de lo que recuerda de Julián y de Aldaya en sus tiempos de estudiantes.

El padre Fernando nos observaba todavía con recelo. Se me hizo obvio que no le bastaban las explicaciones que le habíamos dado para justificar nuestro interés y granjearnos su colaboración. Lancé una mirada de socorro a Fermín, rogando que diese con alguna argucia con que ganarnos al cura.

—¿Sabe que se parece usted un poco a Julián, de joven? —preguntó de repente el padre Fernando.

A Fermín se le encendió la mirada. Ahí viene, pensé. Nos lo jugamos todo a esta carta.

—Es usted un lince, reverencia —proclamó Fermín fingiendo asombro—.

Su perspicacia nos ha desenmascarado sin misericordia. Llegará usted lo menos a cardenal o a papa.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

—¿De qué está usted hablando?

—¿No es obvio y patente, ilustrísima?

—La verdad, no.

—¿Contamos con su secreto de confesión?

—Esto es un jardín, no un confesonario.

—Nos basta con su discreción eclesiástica.

—La tienen.

Fermín suspiró profundamente y me miró con aire melancólico.

—Daniel, no podemos seguir mintiendo a este santo soldado de Cristo.

—Claro que no... —corroboré, totalmente perdido.

Fermín se aproximó al sacerdote y le murmuró en tono confidencial:

—Pater, tenemos motivos de solidez pétrea para sospechar que aquí nuestro amigo Daniel no es sino un hijo secreto del difunto Julián Carax. De ahí nuestro interés en reconstruir su pasado y recobrar la memoria de un prócer ausente que la parca quiso arrancar del lado de un pobre chiquillo.

El padre Fernando me clavó la mirada, atónito.

—¿Es eso cierto?

Asentí. Fermín me palmeó la espalda, compungido.

—Mírelo, pobrecillo, buscando a un progenitor perdido en las nieblas de la memoria. ¿Qué hay más triste que eso? Cuénteme vuesa santísima merced.

—¿Tienen ustedes pruebas que sostengan sus afirmaciones?

Fermín me aferró de la barbilla y ofreció mi rostro como moneda de pago.

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