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—La caja está en la furgoneta. Primero quisiéramos reconocer al cliente.

Puro tecnicismo.

Sentí que se me comía la náusea.

—Creí que iba a venir el señor Collbató en persona —dijo la monja.

—El señor Collbató le ruega le disculpe, pero le ha salido un embalsamamiento de última hora muy complicado. Un forzudo de circo.

—¿Trabajan ustedes con el señor Collbató en la funeraria?

—Somos sus manos derecha e izquierda, respectivamente. Wilfredo Velludo para servirla, y aquí a mi vera mi aprendiz, el bachiller Sansón Carrasco.

—Tanto gusto —completé.

La monja nos dio un repaso sumario y asintió, indiferente al par de espantapájaros que se reflejaban en su mirada.

—Bien venidos a Santa Lucía. Yo soy sor Hortensia, la que les llamó.

Síganme.

Seguimos a sor Hortensia sin despegar los labios a través de un corredor cavernoso cuyo olor me recordó al de los túneles del metro. El corredor estaba flanqueado por marcos sin puertas tras los cuales se adivinaban salas iluminadas con velas, ocupadas por hileras de lechos apilados contra la pared y cubiertos por mosquiteras que ondeaban como sudarios. Se escuchaban lamentos y se adivinaban siluetas entre la rejilla de los cortinajes.

—Por aquí —indicó sor Hortensia, que llevaba la avanzadilla unos metros al frente.

Nos adentramos en una bóveda amplia en la que no me costó gran esfuerzo situar el escenario del Tenebrarium que me había descrito Fermín. La penumbra velaba lo que a primera vista me pareció una colección de figuras de cera, sentadas o abandonadas en los rincones, con ojos muertos y vidriosos que brillaban como monedas de latón a la lumbre de las velas. Pensé que tal vez eran muñecos o restos del viejo museo. Luego comprobé que se movían, aunque muy lentamente y con sigilo. No tenían edad o sexo discernible. Los harapos que los cubrían tenían el color de la ceniza.

—El señor Collbató dijo que no tocásemos ni limpiásemos nada —dijo sor Hortensia con cierto tono de disculpa—. Nos limitamos a poner al pobre en una de las cajas que había por aquí, porque empezaba a gotear, pero ya está.

—Han hecho ustedes bien. Toda precaución es poca —convino Fermín.

Le lancé una mirada desesperada. Él negó serenamente, dándome a entender que le dejase a cargo de la situación. Sor Hortensia nos condujo hasta Página 149 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

lo que parecía una celda sin ventilación ni luz al fin de un pasillo angosto. Tomó una de las lámparas de gas que pendían de la pared y nos la tendió.

—¿Tardarán ustedes mucho? Tengo que hacer.

—Por nosotros no se entretenga. A lo suyo, que nosotros ya nos lo llevamos. Pierda cuidado.

—Bueno, si necesitan algo estaré en el sótano, en la galería de encamados. Si no es mucho pedir, sáquenlo por la parte de atrás. Que no le vean los demás. Es malo para la moral de los internos.

—Nos hacemos cargo —dije, con la voz quebrada.

Sor Hortensia me contempló con vaga curiosidad por un instante. Al observarla de cerca me di cuenta de que era una mujer mayor, casi anciana.

Pocos años la separaban del resto de inquilinos de la casa.

—Oiga, ¿el aprendiz no es un poco joven para este oficio?

—Las verdades de la vida no conocen edad, hermana —ofreció Fermín.

La monja me sonrió dulcemente, asintiendo. No había desconfianza en aquella mirada, sólo tristeza.

—Aun así —murmuró.

Se alejó en la tiniebla, portando su cubo y arrastrando su sombra como un velo nupcial. Fermín me empujó hacia el interior de la celda. Era un cubículo miserable cortado entre muros de gruta supurantes de humedad, de cuyo techo pendían cadenas terminadas en garfios y cuyo suelo quebrado quedaba cuarteado por una rejilla de desagüe. En el centro, sobre una mesa de mármol grisáceo, reposaba una caja de madera de embalaje industrial. Fermín alzó la lámpara y adivinamos la silueta del difunto asomando entre el relleno de paja.

Rasgos de pergamino, imposibles, recortados y sin vida. La piel abotargada era de color púrpura. Los ojos, blancos como cáscaras de huevo rotas, estaban abiertos.

Se me revolvió el estómago y aparté la vista.

—Venga, manos a la obra —indicó Fermín.

—¿Está usted loco?

—Me refiero a que tenemos que encontrar a la tal Jacinta antes de que se descubra nuestro ardid.

—¿Cómo?

—¿Cómo va a ser? Preguntando.

Nos asomamos al corredor para asegurarnos de que sor Hortensia había desaparecido. Luego, con sigilo, nos deslizamos hasta el salón por el que habíamos cruzado. Las figuras miserables seguían observándonos, con miradas que iban desde la curiosidad al temor, y en algún caso, la codicia.

—Vigile, que algunos de éstos, si pudiesen chuparle la sangre para volver a ser jóvenes, se le tiraban al cuello —dijo Fermín—. La edad hace que parezcan todos buenos como corderillos, pero aquí hay tanto hijo de puta como ahí fuera, o más. Porque éstos son de los que han durado y enterrado al resto.

Que no le dé pena. Ande, usted empiece por esos del rincón, que parece que no tienen dientes.

Si estas palabras tenían por objeto envalentonarme para la misión, fracasaron miserablemente. Observé aquel grupo de despojos humanos que languidecía en el rincón y les sonreí. Su mera presencia se me antojó una estratagema propagandística en favor del vacío moral del universo y la brutalidad mecánica con que éste destruía a las piezas que ya no le resultaban Página 150 de 288

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