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—Ven, te voy a enseñar el resto de la casa.

Dejaron atrás la biblioteca y se alejaron hacia la puerta principal, rumboa los jardines. Al cruzar la sala al pie de la escalinata, Julián alzó la vista yvislumbró el roce de una silueta ascendiendo con la mano sobre la barandilla.

Sintió que se perdía en una visión. La muchacha debía de tener doce o treceaños e iba escoltada por una mujer madura, menuda y rosada, con todas lastrazas de una aya. Lucía un vestido azul satinado. Su cabello era de coloralmendra y la piel de sus hombros y la garganta esbelta parecía transparentara la luz. Se detuvo en lo alto de la escalera y se volvió un instante. Por unsegundo, sus miradas se encontraron y ella le concedió apenas un esbozo desonrisa. Luego, el aya rodeó con sus brazos los hombros de la muchacha y laguió hacia el umbral de un corredor por el que ambas desaparecieron. Juliánbajó la vista y se encontró con Jorge de nuevo.

Ésa es Penélope, mi hermana. Ya la conocerás. Está un poco tocada del ala. Se pasa el día leyendo. Anda, ven, te quiero enseñar la capilla del sótano. Según las cocineras está embrujada.

Julián siguió al muchacho dócilmente, pero el mundo le resbalaba. Porprimera vez desde que había subido al Mercedes Benz de don Ricardo Aldayacomprendió el propósito. Había soñado con ella en incontables ocasiones, conaquella misma escalera, aquel vestido azul y aquel giro en la mirada de ceniza,sin saber quién era ni por qué le sonreía. Cuando salió al jardín se dejó guiarpor Jorge hasta las cocheras y las pistas de tenis que se extendían más allá.

Sólo entonces volvió la vista atrás y la vio, en su ventana del segundo piso.

Apenas distinguía su silueta, pero supo que le estaba sonriendo y que, dealguna manera, también, ella le había reconocido.

Aquel atisbo efímero de Penélope Aldaya en lo alto de la escalera leacompañó durante sus primeras semanas en el colegio de San Gabriel. Sunuevo mundo tenía muchos dobleces, y no todos eran de su agrado. Losalumnos del San Gabriel se comportaban como príncipes altivos y arrogantes ysus maestros semejaban sirvientes dóciles e ilustrados. El primer amigo queJulián hizo allí, amén de Jorge Aldaya, fue un muchacho llamado Fernando Ramos, hijo de uno de los cocineros del colegio, que nunca se hubiera imaginadoque acabaría vistiendo una sotana y dando clases en las mismas aulas en lasque había crecido. Fernando, a quien los demás apodaban el Cocinillas y alque trataban de criado, poseía una inteligencia despierta pero apenas teníaamigos entre los alumnos. Su único compañero era un muchacho extravagantellamado Miquel Moliner, que habría de convertirse con el tiempo en el mejoramigo que Julián hizo jamás en aquella escuela. Miquel Moliner, a quien lesobraba cerebro y le faltaba paciencia, se complacía en hacer rabiar a susmaestros poniendo en duda todas sus afirmaciones mediante la aplicación dejuegos dialécticos que delataban tanto ingenio como saña viperina. Los demástemían su lengua afilada y le tenían por miembro de otra especie, lo cual, dealgún modo, no andaba muy desencaminado. Pese a sus trazas bohemias y alpoco tono aristocrático que afectaba, Miquel era hijo de un industrialenriquecido hasta el absurdo gracias a la fabricación de armas.

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—Carax, ¿verdad? Me dicen que tu padre hace sombreros —le dijocuando Fernando Ramos les presentó.

Julián para los amigos. Me dicen que el tuyo hace cañones.

—Sólo los vende. Él, saber hacer, no sabe hacer más que dinero. Misamigos, entre los que sólo cuento a Nietzsche y aquí al compañero Fernando,me llaman Miquel.

Miquel Moliner era un muchacho triste. Padecía de una malsanaobsesión con la muerte y todos los temas de ámbito fúnebre, materia a cuyaconsideración dedicaba buena parte de su tiempo y talento. Su madre habíamuerto tres años antes en un extraño accidente doméstico que algún médicoinsensato se atrevió a calificar de suicidio. Miquel había sido quien habíaencontrado el cadáver reluciente bajo las aguas del pozo del palacete deverano que la familia tenía en Argentona. Cuando la izaron con cuerdas, losbolsillos del abrigo que llevaba la muerta resultaron estar llenos de piedras.

Había también una carta escrita en alemán, la lengua materna de su madre,pero el señor Moliner, que nunca se había molestado en aprender el idioma, laquemó aquella misma tarde sin permitir que nadie la leyese. Miquel Molinerveía la muerte en todas partes, en la hojarasca, en los pájaros caídos de losnidos, en los viejos y en la lluvia, que se lo llevaba todo. Tenía un talentoexcepcional para el dibujo, y a menudo se perdía durante horas en láminas alcarbón donde siempre aparecía una dama entre brumas y playas desiertas queJulián imaginó era su madre.

—¿Qué quieres ser de mayor, Miquel?

—Yo nunca seré mayor—decía enigmáticamente.

Su principal afición, amén del dibujo y de contradecir a todo bichoviviente, eran las obras de un enigmático médico austríaco que con los añoshabría de ser célebre: Sigmund Freud. Miquel Moliner, que gracias a su difuntamadre leía y escribía alemán a la perfección, poseía varios volúmenes conescritos del doctor vienés. Su terreno favorito era el de la interpretación de lossueños. Acostumbraba a preguntar a la gente qué había soñado, para procederluego a un diagnóstico del paciente. Siempre decía que iba a morir joven, yque no le importaba. De tanto pensar en la muerte, creía Julián, habíaterminado por encontrarle más sentido que a la vida.

El día que me muera, todo lo mío será tuyo, Julián —solía decir—.

Menos los sueños.

Además de Fernando Ramos, Moliner y Jorge Aldaya, Julián prontotrabó conocimiento con un muchacho tímido y un tanto arisco llamado Javier,hijo único de los conserjes de San Gabriel que vivían en una modesta casetaapostada a la entrada de los jardines del colegio. Javier, a quien, al igual queFernando, el resto de los muchachos consideraban poco menos que un lacayoindeseable, merodeaba solo por los jardines y patios del recinto, sin entablarcontacto con nadie. De tanto vagar por el colegio, había llegado a aprendersetodos los recovecos del edificio, los túneles de los sótanos, los pasajes queascendían a las torres y toda suerte de escondrijos laberínticos que nadierecordaba ya. Era su mundo secreto, y su refugio. Siempre llevaba uncortaplumas que había sustraído de los cajones de su padre y gustaba de tallarcon él figuras de madera que guardaba en el palomar del colegio. Su padre, Ramón, el conserje, era veterano de la guerra de Cuba, donde había perdido unamano y (se rumoreaba con cierta malicia) el testículo derecho de un perdigonazodisparado por el mismísimo Theodore Roosevelt en la carga de Cochinos.

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Convencido de que la ociosidad era la madre de todo mal, Ramón el Unicojonio (como le apodaban los alumnos) tenía encargado a su hijo de recoger las hojas secas del pinar y del patio de las fuentes en un saco. Ramón era un buen hombre, algo tosco y fatalmente condenado a escoger malas compañías. La peor de ellas era su esposa. El Unicojonio se había casado con una mujerona de escasas luces y delirios de princesa con trazas de fregona que gustaba de insinuarse ligera de ropas a la vista de su hijo y de los alumnos del colegio, lo cual era motivo de jolgorio y esperpento semanal. Su nombre de bautismo era María Craponcia, pero ella se hacía llamar Yvonne, porque le parecía de más tono.

Yvonne tenía por costumbre interrogar a su hijo respecto a las posibilidades deavance social que le iban a granjear las amistades que, ella creía, su hijo estabaentablando con la crema de la sociedad barcelonesa. Le cuestionaba sobre lafortuna de éste y aquél, imaginándose engalanada en sedas de mona y siendorecibida para tomar el té con pastas de hojaldre en los grandes salones de labuena sociedad.

Javier procuraba pasar el mínimo tiempo posible en la casa y agradecía lastareas que le imponía su padre, por duras que fuesen. Cualquier excusa erabuena para estar solo, para escapar a su mundo secreto a tallar sus figuras demadera. Cuando los alumnos del colegio le veían de lejos, algunos se reían o letiraban piedras. Un día Julián sintió tanta lástima al ver cómo una pedrada le abríala frente y lo derribaba sobre los escombros, que decidió acudir en su auxilio yofrecerle su amistad. Al principio, Javier pensó que Julián venía a rematarlemientras los demás se partían a carcajadas.

—Mi nombre es Julián —dijo, ofreciendo su mano—. Mis amigos y yoíbamos a jugar unas partidas de ajedrez en el pinar y me preguntaba si teapetecería unirte a nosotros.

—No sé jugar al ajedrez.

—Yo, hasta hace dos semanas, tampoco. Pero Miquel es un buenprofesor...

El muchacho miraba con recelo, esperando la burla, el ataque escondidoen cualquier momento.

—No sé si tus amigos querrán que esté con vosotros...

—Ha sido idea suya. ¿Qué me dices?

A partir de aquel día, Javier se les unía a veces al término de las tareasque le habían sido asignadas. Solía permanecer callado, escuchando yobservando a los demás. Aldaya le tenía cierto temor. Fernando, que había vividoen carne propia el desprecio de los demás a consecuencia de su origen humilde,se desvivía en amabilidades con el enigmático muchacho. Miquel Moliner, que leenseñaba los rudimentos del ajedrez y lo observaba con ojo clínico, era el queestaba menos convencido de todos.

Ése está chiflado. Caza gatos y palomas y los martiriza durante horas con su cuchillo. Luego los entierra en el pinar. ¡Qué delicia!

—¿Quién dice eso?

Él mismo me lo contaba el otro día mientras yo le explicaba el salto del caballo. También me contaba que a veces su madre se le mete en la cama por la noche y lo manosea.

—Te estaría tomando el pelo.

—Lo dudo. Ese chaval no está bien de la cabeza, Julián, y probablementeno es culpa suya.

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