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Uno de los procesos más complejos en la ya desaparecida ciencia de lasombrerería, técnica y políticamente, era el de tomar medidas. Don RicardoAldaya tenía un cráneo que, según Julián, bordeaba el terreno de lo amelonado yagreste. El sombrerero fue consciente de las dificultades tan pronto avistó la testadel prohombre, y aquella misma noche, cuando Julián dijo que le recordabaciertos fragmentos del macizo de Montserrat, Fortuny no pudo sino que estar deacuerdo. «Padre, con todo el respeto, usted sabe que a la hora de tomar medidasyo tengo mejor mano que usted, que se pone nervioso. Déjeme hacer a mí. » Elsombrerero accedió de buen grado y, al día siguiente, cuando Aldaya acudió ensu Mercedes Benz, Julián le recibió y le condujo al taller. Aldaya, al comprobarque las medidas se las iba a tomar un muchacho de catorce años, se enfureció:

«Pero ¿qué es esto? ¿Un criajo? ¿Me están tomando ustedes el pelo?» Julián, Página 120 de 288

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que era consciente de la significancia pública del personaje pero que no se sentíaintimidado por él en absoluto, replicó: «Señor Aldaya, pelo para tomarle a ustedno hay mucho, que esa coronilla parece la Plaza de las Arenas, y si no lehacemos rápido un juego de sombreros le van a confundir a usted la closca con el plan Cerdá. » Al escuchar estas palabras, Fortuny se creyó morir. Aldaya, impávido, clavó los ojos en Julián. Entonces, para sorpresa de todos, se echó a reír como no lo había hecho en años.

«Este chaval suyo llegará lejos, Fortunato», sentenció Aldaya, que noacababa de aprenderse el apellido del sombrerero.

Fue de este modo como averiguaron que don Ricardo Aldaya estaba hastala mismísima y creciente coronilla de que todos le temiesen, le adulasen y setendiesen en el suelo a su paso con vocación de esterilla. Despreciaba a loslameculos, los miedicas y a cualquiera que mostrase cualquier tipo de debilidad,física, mental o moral. Al encontrarse con un humilde muchacho, apenas unaprendiz, que tenía el rostro y el gracejo de burlarse de él, Aldaya decidió querealmente había dado con la sombrerería ideal y duplicó su encargo. Duranteaquella semana acudió cada día de buena gana a su cita para que Julián letomase las medidas y le probase modelos. Antoni Fortuny se quedabamaravillado de ver cómo el adalid de la sociedad catalana se deshacía de risa conlas bromas e historias que le contaba aquel hijo que le era desconocido, con elque nunca hablaba y que hacía años que no mostraba señal alguna de tenersentido del humor. Al término de aquella semana, Aldaya cogió al sombrerero porbanda y se lo llevó a un rincón para hablarle confidencialmente.

—A ver, Fortunato, este hijo suyo es un talento y me lo tiene usted aquímuerto de asco sacándole el polvo a las musarañas de una tienda de tres alcuarto.

—Éste es un buen negocio, don Ricardo, y el muchacho muestra ciertahabilidad, aunque le falte actitud.

Pamplinas. ¿A qué colegio lo lleva usted?

—Bueno, va a la escuela de...

Eso son fábricas de peones. En la juventud, el talento, el genio, si se deja sin atender, se tuerce y se come al que lo posee. Hay que ponerle cauce.

Apoyo. ¿Me entiende usted, Fortunato?

—Se equivoca usted con mi hijo. Él de genio, nada de nada. Si a duraspenas se saca la geografía... los maestros ya me dicen que tiene la cabeza llenade pájaros, y muy mala actitud, igual que su madre, pero aquí al menos siempretendrá un oficio honrado y...

Fortunato, me aburre usted. Hoy mismo voy a ver a la Junta Directiva del colegio de San Gabriel y les voy a indicar que acepten a su hijo en la misma clase que mi primogénito, Jorge. Menos, es ser miserable.

Al sombrerero se le abrieron ojos de platillo. El colegio de San Gabriel erael criadero de la crema y nata de la alta sociedad.

Pero don Ricardo, si yo no podría ni costear...

—Nadie le ha dicho que tenga que pagar un real. De la educación delmuchacho me hago cargo yo. Usted, como padre, sólo tiene que decir sí.

Pues claro que sí, faltaría, pero...

—No se hable más entonces. Siempre y cuando Julián acepte, claro está.

Él hará lo que se le mande, faltaría más.

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En este punto de la conversación, Julián se asomó desde la puerta de latrastienda, con un molde en las manos.

Don Ricardo, cuando usted quiera...

Dime, Julián, ¿qué tienes que hacer esta tarde? —preguntó Aldaya.

Julián miró alternativamente a su padre y al industrial.

—Bueno, ayudar aquí en la tienda a mi padre.

Aparte de eso.

Pensaba ir a la biblioteca de...

—Te gustan los libros, ¿eh?

—Sí, señor.

—¿Has leído a Conrad? ¿El corazón de las tinieblas?

—Tres veces.

El sombrerero frunció el ceño, totalmente perdido.

—¿Y ese Conrad quién es, si puede saberse?

Aldaya lo silenció con un gesto que parecía forjado para acallar al untas deaccionistas.

En mi casa tengo una biblioteca con catorce mil volúmenes, Julián. Yo de joven leí mucho, pero ahora ya no tengo tiempo. Ahora que lo pienso, tengo tres ejemplares autografiados por Conrad en persona. Mi hijo Jorge no entra en la biblioteca ni a rastras. En casa la única que piensa y lee es mi hija Penélope, así que todos esos libros se están echando a perder. ¿ Te gustaría verlos ?

Julián asintió, sin habla. El sombrerero presenciaba la escena con unainquietud que no acertaba a definir. Todos aquellos nombres le resultabandesconocidos. Las novelas, como todo el mundo sabía, eran para las mujeres y lagente que no tenía nada que hacer. El corazón de las tinieblas le sonaba, por lo menos, a pecado mortal.

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