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mes en la ciudad y que durante ese tiempo no contacta con ninguno de sus conocidos. Ni con su padre ni con su amiga Nuria Monfort. Es encontrado muerto poco más tarde en las calles, asesinado de un tiro. No tarda en hacer su aparición un funesto personaje que se hace llamar Laín Coubert, nombre que toma prestado de un personaje de la última novela del propio Carax, que para más inri no es sino el príncipe de los infiernos. El supuesto diablillo se declara dispuesto a borrar del mapa lo poco que queda de Carax y destruir sus libros para siempre. Para acabar de redondear el melodrama, aparece como un hombre sin rostro, desfigurado por el fuego. Un villano escapado de una opereta gótica en quien, para confundir más las cosas, Nuria Monfort cree reconocer la voz de Jorge Aldaya.

—Le recuerdo que Nuria Monfort me mintió —dije.

—Cierto, pero si bien Nuria Monfort le mintió es posible que lo hiciera más por omisión y quizá por desvincularse de los hechos. Hay pocas razones para decir la verdad, pero para mentir el número es infinito. ¿Oiga, seguro que se encuentra bien? Tiene un color de cara como de tetilla gallega.

Negué y salí a escape rumbo al servicio.

Devolví el desayuno, la cena y buena parte de la ira que llevaba encima.

Me lavé la cara con el agua helada de la pica y contemplé mi reflejo en el espejo nublado sobre el que alguien había garabateado con un lápiz de cera la leyenda «Girón cabrito». Al volver a la mesa comprobé que Fermín estaba en la barra, pagando la cuenta y discutiendo de fútbol con el camarero que nos había atendido.

—¿Mejor? —preguntó.

Asentí.

—Eso es una bajada de presión —dijo Fermín—. Tenga un Sugus, que lo cura todo.

Al salir del café, Fermín insistió en que tomásemos un taxi hasta el colegio de San Gabriel y dejásemos el metro para otro día, argumentando que hacía una mañana de mural conmemorativo y que los túneles eran para las ratas.

—Un taxi hasta Sarriá costará una fortuna —objeté.

—Invita el montepío de cretinos —atajó Fermín—, que aquí el patriota me ha dado mal el cambio y hemos hecho negocio. Y usted no está como para viajar bajo tierra.

Pertrechados así de fondos ilícitos, nos apostamos en una esquina al pie de la Rambla de Cataluña y esperamos la llegada de un taxi. Tuvimos que dejar pasar unos cuantos, porque Fermín declaró que para una vez que subía en automóvil quería por lo menos un Studebaker. Nos llevó un cuarto de hora dar con un vehículo de su agrado, que Fermín procedió a parar con grandes aspavientos.

Fermín insistió en viajar en el asiento de delante, lo que le dio ocasión de enzarzarse en una discusión con el conductor en torno al oro de Moscú y a Josef Stalin, que era su ídolo y guía espiritual en la distancia.

—Ha habido tres grandes figuras en este siglo: Dolores Ibárruri, Manolete y José Stalin —proclamó el taxista, dispuesto a obsequiarnos con una detallada hagiografía del ilustre camarada.

Yo viajaba cómodamente en el asiento de atrás, ajeno a la perorata, con la ventana abierta y disfrutando del aire fresco. Fermín, encantado de pasearse en Studebaker, le daba cuerda al conductor, puntuando de vez en cuando la Página 115 de 288

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entrañable semblanza del líder soviético que glosaba el taxista con cuestiones de dudoso interés historiográfico.

—Pues tengo entendido que padece muchísimo de la próstata desde que se tragó un hueso de níspero y que ahora sólo consigue orinar si le tararean La Internacional —dejó caer Fermín.

—Propaganda fascista —aclaró el taxista, más devoto que nunca—. El camarada mea como un toro. Ya quisiera para sí el Volga tamaño caudal.

El debate de alta política nos acompañó a través de toda la travesía por la Vía Augusta rumbo a la parte alta de la ciudad. Clareaba el día y una brisa fresca vestía el cielo de azul ardiente. Al llegar a la calle Ganduxer, el conductor torció a la derecha e iniciamos el lento ascenso hacia el paseo de la Bonanova.

El colegio de San Gabriel se alzaba en el centro de una arboleda a lo alto de una calle angosta y serpenteante que ascendía desde la Bonanova. La fachada, salpicada de ventanales en forma de puñal, recortaba los perfiles de un palacio gótico de ladrillo rojo, suspendido en arcos y torreones que asomaban sobre las copas de un platanar en aristas catedralicias. Despedimos al taxi y nos adentramos en un frondoso jardín sembrado de fuentes de las que emergían querubines enmohecidos y trenzado con senderos de piedra que reptaban entre los árboles.

De camino a la entrada principal, Fermín me puso en antecedentes sobre la institución con una de sus habituales lecciones magistrales de historia social.

—Aunque ahora le parezca a usted el mausoleo de Rasputín, el colegio de San Gabriel fue en su día una de las más prestigiosas y exclusivas instituciones de Barcelona. En tiempos de la República vino a menos porque los nuevos ricos de entonces, los nuevos industriales y banqueros a cuyos vástagos les habían negado plaza durante años porque sus apellidos olían a nuevo, decidieron crear sus propias escuelas donde se les tratase con reverencia y donde ellos pudiesen negar plaza a los hijos de otros. El dinero es como cualquier otro virus: una vez pudre el alma del que lo alberga, parte en busca de sangre fresca. En este mundo, un apellido dura menos que una peladilla. En sus buenos tiempos, digamos que entre 1880 y 1930 más o menos, el colegio de San Gabriel acogía a la crema de los niñatos de rancia alcurnia y bolsa sonante. Los Aldaya y compañía acudían a este siniestro lugar en régimen de internado a confraternizar con sus semejantes, a oír misa y a aprender historia para así poder repetirla ad náuseam.

—Pero Julián Carax no era precisamente uno de ellos —observé.

—Bueno, a veces estas egregias instituciones ofrecen una o dos becas para los hijos del jardinero o de un limpiabotas y así mostrar su grandeza de espíritu y generosidad cristiana —ofreció Fermín—. El modo más eficaz de hacer inofensivos a los pobres es enseñarles a querer imitar a los ricos. Ése es el veneno con que el capitalismo ciega a...

—Ahora no se enrolle con la doctrina social, Fermín que si le oye uno de estos curas, nos van a echar a patadas —corté, advirtiendo que un par de sacerdotes nos observaban con una mezcla de curiosidad y reserva desde lo alto de la escalinata que ascendía al portón del colegio y preguntándome si habrían oído algo de nuestra conversación.

Uno de ellos se adelantó exhibiendo una sonrisa cortés y las manos cruzadas sobre el pecho con gesto obispal. Debía de rondar la cincuentena y su delgadez y una cabellera rala le conferían un aire de ave rapaz. Calzaba una mirada penetrante y desprendía un aroma a colonia fresca y a naftalina.

—Buenos días. Soy el padre Fernando Ramos —anunció—. ¿En qué puedo servirles?

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