—¿Le explicó Julián la clase de relación que tenía con él?
—Sé que se llevaban a morir. La cosa venía de largo. De hecho, la razón de que Julián marchase a París fue para evitar que su padre le metiese en el ejército. Su madre le había prometido que antes de que eso sucediese, se lo llevaría lejos de aquel hombre.
—Aquel hombre era su padre, después de todo.
Nuria Monfort sonrió. Lo hacía apenas con una insinuación en la comisura de los labios y un brillo triste y cansino en la mirada.
—Aunque lo fuera, nunca se comportó como tal y Julián nunca lo consideró así. En una ocasión me confesó que, antes de casarse, su madre había tenido una aventura con un desconocido cuyo nombre nunca quiso revelar. Ese hombre era el verdadero padre de Julián.
—Eso parece el arranque de La Sombra del Viento. ¿Cree que le dijo la verdad?
Nuria Monfort asintió.
Julián me explicó que había crecido viendo cómo el sombrerero, porque así era como él le llamaba, insultaba y pegaba a su madre. Después entraba en el dormitorio de Julián para decirle que él era hijo del pecado, que había heredado el carácter débil y miserable de su madre y que iba a ser un desgraciado toda su vida, un fracasado en cualquier cosa que se propusiera...
—¿Sentía Julián rencor hacia su padre?
—El tiempo enfría estas cosas. Nunca me pareció que Julián le odiase.
Quizá hubiera sido mejor así. Mi impresión es que le había perdido completamente el respeto al sombrerero a fuerza de tanto numerito. Julián hablaba de aquello como si no le importara, como si fuese parte de un pasado que había dejado atrás, pero esas cosas nunca se olvidan. Las palabras con que se envenena el corazón de un hijo, por mezquindad o por ignorancia, se quedan enquistadas en la memoria y tarde o temprano le queman el alma.
Me pregunté si hablaba por experiencia propia y me vino de nuevo a la mente la imagen de mi amigo Tomás Aguilar escuchando estoicamente las arengas de su augusto progenitor.
—¿Qué edad tenía entonces Julián?
—Ocho o diez años, imagino.
Suspiré.
—En cuanto tuvo edad de ingresar en el ejército, su madre se lo llevó a París. No creo que ni se despidieran. El sombrerero nunca entendió que su familia le abandonase.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—¿Oyó mencionar alguna vez a Julián a una muchacha llamada Penélope?
—¿Penélope? Creo que no. Lo recordaría.
—Era una novia suya, de cuando todavía vivía en Barcelona.
Extraje la fotografía de Carax y Penélope Aldaya y se la tendí. Vi que se le iluminaba la sonrisa al ver a un Julián Carax adolescente. Se la comía la nostalgia, la pérdida.
—Qué jovencito estaba aquí... ¿es ésta la tal Penélope?
Asentí.
—Muy guapa. Julián siempre se las arreglaba para acabar rodeado de mujeres bonitas.
Como usted, pensé.
—¿Sabe usted si tenía muchas...?
Aquella sonrisa de nuevo, a mi costa.
—¿Novias? ¿Amigas? No lo sé. A decir verdad, nunca le oí hablar de ninguna mujer en su vida. Una vez, por pincharle, le pregunté. Sabrá usted que se ganaba la vida tocando el piano en una casa de alterne. Le pregunté si no se sentía tentado, todo el día rodeado de bellezas de virtud fácil. No le hizo gracia la broma. Me respondió que él no tenía derecho a amar a nadie, que merecía estar solo.
—¿Dijo por qué?
—Julián nunca decía el porqué.
—Aun así, al final, poco antes de regresar a Barcelona en 1936, Julián Carax iba a casarse.
—Eso dijeron.
—¿Lo duda usted?