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—Se parece usted un poco a Julián —dijo de repente—. En la manera de mirar y en los gestos. Él hacía como usted. Se quedaba callado, mirándote sin que pudieses saber lo que pensaba, y una iba y como una tonta le contaba cosas que más valdría callarse... ¿puedo ofrecerle algo?, ¿café con leche?

—Nada, gracias. No se moleste.

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—No es molestia. Iba a hacerme uno para mí.

Algo me hizo sospechar que aquel café con leche era toda su comida del mediodía. Decliné de nuevo la invitación y la vi retirarse hasta un rincón del comedor donde había un hornillo eléctrico.

—Póngase cómodo —dijo, dándome la espalda.

Miré a mi alrededor y me pregunté cómo. Nuria Monfort tenía su despacho en un escritorio que ocupaba la esquina junto al balcón. Una máquina de escribir Underwood reposaba junto a un quinqué y una estantería repleta de diccionarios y manuales. No había fotos de familia, pero la pared frente al escritorio estaba recubierta de tarjetas postales, todas ellas estampas de un puente que recordaba haber visto en algún sitio pero que no pude identificar, quizá París o Roma. Al pie de este mural, el escritorio respiraba una pulcritud y una meticulosidad casi obsesiva. Los lápices estaban afilados y alineados a la perfección. Los papeles y carpetas estaban ordenados y dispuestos en tres hileras simétricas. Cuando me volví me di cuenta de que Nuria Monfort me observaba desde el umbral del pasillo.

Me contemplaba en silencio, como se mira a los extraños en la calle o en el metro.

Encendió un cigarrillo y permaneció donde estaba, su rostro velado en las volutas de humo azul. Pensé que Nuria Monfort destilaba, a su pesar, trazas de mujer fatal, de las que encandilaban a Fermín cuando aparecían entre las nieblas de una estación en Berlín envueltas en halos de luz imposible, y que tal vez su propio aspecto la aburría.

—No hay mucho que contar —empezó—. Conocí a Julián hace más de veinte años, en París. Por aquel entonces, yo trabajaba para la editorial Cabestany.

El señor Cabestany había adquirido los derechos de las novelas de Julián por dos duros. Yo había empezado a trabajar en el departamento de administración, pero cuando el señor Cabestany se enteró de que hablaba francés, italiano y algo de alemán me puso al cargo de adquisiciones y me hizo su secretaria personal. Entre mis funciones estaba el mantener la correspondencia con autores y editores extranjeros con quienes la editorial tenía tratos, y así es cómo entré en contacto con Julián Carax.

—Su padre me contó que eran ustedes buenos amigos.

—Mi padre le diría que tuvimos una aventura o algo así. ¿No es verdad?

Según él, yo echo a correr detrás de cualquier par de pantalones como si fuese una perra en celo.

La sinceridad y el desparpajo de aquella mujer me robaban las palabras.

Tardé demasiado en urdir una respuesta aceptable. Para entonces, Nuria Monfort sonreía para sí y negaba con la cabeza.

—No le haga ni caso. Mi padre sacó esa idea de un viaje que tuve que hacer a París en el año 33 para resolver unos asuntos del señor Cabestany con Gallimard. Estuve una semana en la ciudad y me hospedé en el apartamento de Julián por la sencilla razón de que el señor Cabestany prefería ahorrarse el hotel.

Ya ve usted qué romántico. Hasta entonces había mantenido mi relación con Julián Carax estrictamente por carta, normalmente para tratar asuntos de derechos de autor, galeradas y temas de edición. Lo que sabía de él, o me imaginaba, lo había sacado de la lectura de los manuscritos que nos enviaba.

—¿Le contaba él algo acerca de su vida en París?

—No. A Julián no le gustaba hablar de sus libros o de sí mismo. No me pareció que fuese feliz en París, aunque me dio la impresión de que era de esas personas que no pueden ser felices en ninguna parte. La verdad es que nunca llegué a conocerle a fondo. No se dejaba. Era un hombre muy reservado y a Página 95 de 288

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veces me parecía que había dejado de interesarle el mundo y la gente. El señor Cabestany le tenía por muy tímido y un tanto lunático, pero a mí me pareció que Julián vivía en el pasado, encerrado con sus recuerdos. Julián vivía de puertas adentro, para sus libros y dentro de ellos, como un prisionero de lujo.

—Lo dice usted como si le envidiase.

—Hay peores cárceles que las palabras, Daniel.

Me limité a asentir, sin saber muy bien a qué se refería.

—¿Hablaba Julián alguna vez de esos recuerdos, de sus años en Barcelona?

—Muy poco. En la semana que estuve en su casa, en París, me contó algo de su familia. Su madre era francesa, profesora de música. Su padre tenía una sombrerería o algo así. Sé que era un hombre muy religioso, muy estricto.

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