Se encogió de hombros, escéptica.
—Como le digo, en todos los años que nos conocimos, Julián nunca me había mencionado a ninguna mujer en especial, mucho menos a una con la que fuera a casarse. Lo de la supuesta boda me llegó de oídas más tarde. Neuval, el último editor de Carax, le contó a Cabestany que la novia era una mujer veinte años mayor que Julián, una viuda adinerada y enferma. Según Neuval, esta mujer lo había estado más o menos manteniendo durante años. Los médicos le daban seis meses de vida, como mucho un año. Según Neuval, ella quería casarse con Julián para que él fuese su heredero.
—Pero la ceremonia nunca llegó a celebrarse.
—Si es que alguna vez existió tal plan o tal viuda.
—Según tengo entendido, Carax se vio envuelto en un duelo, al amanecer del mismo día en que iba a contraer matrimonio. ¿Sabe con quién o por qué?
—Neuval supuso que se trataba de alguien relacionado con la viuda. Un pariente lejano y codicioso que temía ver la herencia ir a parar a manos de un advenedizo. Neuval publicaba sobre todo folletines, y me parece que el género se le había subido a la cabeza.
—Veo que no da usted mucho crédito a la historia de la boda y el duelo.
—No. Nunca la creí.
—¿Qué piensa usted que sucedió entonces? ¿Por qué regresó Carax a Barcelona?
Sonrió con tristeza.
—Hace diecisiete años que me hago esa pregunta.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
Nuria Monfort encendió otro cigarrillo. Me ofreció uno. Me sentí tentado de aceptar, pero negué.
—Pero tendrá usted alguna sospecha —sugerí.
—Todo lo que sé es que en el verano de 1936, al poco de estallar la guerra, un empleado de la morgue municipal llamó a la editorial para decir que habían recibido el cadáver de Julián Carax tres días antes. Le habían encontrado muerto en un callejón del Raval, vestido con andrajos y una bala en el corazón. Llevaba encima un libro, un ejemplar de La Sombra del Viento, y su pasaporte. El sello indicaba que había cruzado la frontera con Francia un mes antes. Dónde había estado durante ese tiempo, nadie lo sabe. La policía contactó a su padre, pero éste se negó a hacerse cargo del cuerpo alegando que él no tenía hijo. Después de dos días sin que nadie reclamase el cadáver, fue enterrado en una fosa común en el cementerio de Montjuïc. No pude ni llevarle unas flores, porque nadie supo decirme dónde había sido enterrado. Al empleado de la morgue, que se había quedado el libro que encontró en la chaqueta de Julián, se le ocurrió llamar a la editorial Cabestany días después. Así es como supe lo sucedido. No lo pude entender. Si a Julián le quedaba alguien a quien recurrir en Barcelona, era yo, o como mucho el señor Cabestany. Éramos sus únicos amigos, pero nunca nos dijo que había vuelto. Sólo supimos que había regresado a Barcelona después de muerto...
—¿Pudo averiguar algo más después de recibir la noticia de su muerte?
—No. Eran los primeros meses de la guerra y Julián no era el único que había desaparecido sin dejar ni rastro. Nadie habla de eso ya, pero hay muchas tumbas sin nombre como la de Julián. Preguntar era como darse con la cabeza contra la pared. Con la ayuda del señor Cabestany, que por entonces ya estaba muy enfermo, presenté quejas a la policía y tiré de todos los hilos que pude. Lo único que conseguí fue recibir la visita de un inspector joven, un tipo siniestro y arrogante, que me dijo que me convenía dejar de hacer preguntas y concentrar mis esfuerzos en una actitud más positiva, porque el país estaba en plena cruzada.
Ésas fueron sus palabras. Se llamaba Fumero, es todo lo que recuerdo. Ahora parece que es todo un personaje. Le mencionan mucho en los diarios. A lo mejor ha oído hablar usted de él.
Tragué saliva.
—Vagamente.
—No volví a oír hablar de Julián hasta que un individuo se puso en contacto con la editorial y se interesó por adquirir los ejemplares que quedasen en el almacén de las novelas de Carax.
—Laín Coubert.
Nuria Monfort asintió.
—¿Tiene idea de quién era ese hombre?
—Tengo una sospecha, pero no estoy segura. En marzo de 1936, me acuerdo porque por entonces estábamos preparando la edición de La Sombra del Viento, una persona llamó a la editorial pidiendo su dirección. Dijo que era un viejo amigo y que quería visitar a Julián en París. Darle una sorpresa. Me lo pasaron a mí y yo le dije que no estaba autorizada a darle esa información.
—¿Le dijo quién era?
—Un tal Jorge.
—¿Jorge Aldaya?
—Es posible. Julián le había mencionado en más de una ocasión. Me parece que habían estudiado juntos en el colegio de San Gabriel y que a veces se refería a él como si hubiera sido su mejor amigo.
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