—¿Señora Monfort?
Me miró como quien despierta de un trance, sin verme.
—Mi nombre es Daniel Sempere. Su padre me dio sus señas hace algún tiempo y me dijo que tal vez usted podría hablarme sobre Julián Carax.
Al oír estas palabras, toda expresión de ensueño se desvaneció de su rostro. Intuí que mencionar a su padre no había sido un acierto.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó con recelo.
Sentí que si no ganaba su confianza en aquel mismo instante, habría perdido mi oportunidad. La única carta que podía jugar era decir la verdad.
—Permítame que me explique. Hace ocho años, casi por casualidad, encontré en el Cementerio de los Libros Olvidados una novela de Julián Carax que usted había ocultado allí para evitar que un hombre que se hace llamar Laín Coubert la destruyese —dije.
Me miró fijamente, inmóvil, como si temiese que el mundo fuera a desmoronarse a su alrededor.
—Sólo le voy a robar unos minutos —añadí—. Se lo prometo.
Asintió, abatida.
—¿Cómo está mi padre? —preguntó, rehuyéndome la mirada.
—Bien. Algo mayor ya. La extraña a usted mucho.
Nuria Monfort dejó escapar un suspiro que no supe descifrar.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—Mejor que suba usted a casa. No quiero hablar de esto en la calle.
20
Nuria Monfort vivía en sombras. Un angosto pasillo conducía a un comedor que hacía las veces de cocina, biblioteca y oficina. De camino pude entrever un dormitorio modesto, sin ventanas. Aquello era todo. El resto de la vivienda se reducía a un baño minúsculo, sin ducha ni pica, por el que penetraban toda suerte de aromas, desde los olores de las cocinas del bar de abajo al aliento de cañerías y tuberías que rondaban el siglo. Aquella casa yacía en perpetua penumbra, un balcón de oscuridades sostenido entre muros despintados. Olía a tabaco negro, a frío y a ausencias. Nuria Monfort me observaba mientras yo fingía no reparar en lo precario de su vivienda.
—Bajo a la calle a leer porque en el piso apenas hay luz —dijo—. Mi marido ha prometido regalarme un flexo cuando vuelva a casa.
—¿Está su esposo de viaje?
—Miquel está en la cárcel.
—Disculpe, no sabía...
—No tenía usted por qué saberlo. No me avergüenza decírselo, porque mi marido no es un criminal. Esta última vez se lo llevaron por imprimir octavillas para el sindicato de metalurgia. De eso hace ya dos años. Los vecinos creen que está en América, de viaje. Mi padre tampoco lo sabe, y no me gustaría que se enterase.
—Quede tranquila. Por mí no habrá de saberlo —dije.
Se tramó un silencio tenso y supuse que ella veía en mí a un espía de Isaac.
—Debe de ser duro sacar adelante la casa, sola —dije tontamente, por llenar aquel vacío.
—No es fácil. Saco lo que puedo con las traducciones, pero con un marido en prisión no da para mucho. Los abogados me han desangrado y estoy de deudas hasta el cuello. Traducir da casi tan poco como escribir.
Me observó como si esperase alguna respuesta. Me limité a sonreír dócilmente.
—¿Traduce usted libros?
—Ya no. Ahora he empezado a traducir impresos, contratos y documentos de aduanas, porque se paga mucho mejor. Traducir literatura da una miseria, aunque algo más que escribirla, la verdad. La comunidad de vecinos ya ha intentado echarme un par de veces. Lo de menos es que me retrase en los pagos de los gastos de la comunidad. Imagínese usted, hablando idiomas y llevando pantalones. Más de uno me acusa de tener en este piso una casa de citas. Otro gallo me cantaría...
Confié en que la penumbra ocultase mi sonrojo.
—Perdone. No sé por qué le cuento todo esto. Le estoy avergonzando.
—Es culpa mía. Yo he preguntado.
Se rió, nerviosa. La soledad que desprendía aquella mujer quemaba.