Don Anacleto callaba, con la mirada baja.
—Mala no —objetó Fermín—. Imbécil, que no es lo mismo. El mal presupone una determinación moral, intención y cierto pensamiento. El imbécil o cafre no se para a pensar ni a razonar. Actúa por instinto, como bestia de establo, convencido de que hace el bien, de que siempre tiene la razón y orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo aquel que se le antoja diferente a él mismo bien sea por color, por creencia, por idioma, por na-cionalidad o, como en el caso de don Federico, por sus hábitos de ocio. Lo que hace falta en el mundo es más gente mala de verdad y menos cazurros limítrofes.
—No diga usted majaderías. Lo que hace falta es un poco más de caridad cristiana y menos mala leche, que parece esto un país de alimañas —
atajó la Merceditas—: Mucho ir a misa, pero a nuestro señor Jesucristo aquí no le hace caso ni Dios.
—Merceditas, no mentemos a la industria del misal, que es parte del problema y no de la solución.
—Ya salió el ateo. ¿Y a usted el clero qué le ha hecho, si se puede saber?
—Venga, no se me peleen —interrumpió mi padre—. Y usted, Fermín, acérquese a lo de don Federico y vea si necesita algo, que se le vaya a la farmacia o que se le compre algo en el mercado.
—Sí, señor Sempere. Ahora mismo. A mí es que me pierde la oratoria, ya lo sabe usted.
—A usted lo que le pierde es la poca vergüenza y la irreverencia que lleva encima —apostilló la Merceditas—. Blasfemo. Que le tendrían que limpiar el alma con salfumán.
—Mire, Merceditas, porque me consta que es usted una buena persona (si bien algo estrecha de entendimiento y más ignorante que un zote), y en Página 89 de 288
Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
estos momentos se presenta una emergencia social en el barrio frente a la que hay que priorizar esfuerzos, porque si no, le iba yo a aclarar a usted un par de puntos cardinales.
—¡Fermín! —clamó mi padre.
Fermín cerró el pico y salió a escape por la puerta. La Merceditas le observaba con reprobación.
—Ese hombre les va a meter a ustedes en un lío el día menos pensado, fíjese lo que le digo. Lo menos es anarquista, masón, y hasta judío.
Con ese narizón...
—No le haga usted ni caso. Todo lo hace por llevar la contraria.
La Merceditas negó en silencio, airada.
—Bueno, les dejo ya que una está pluriempleada y le falta el tiempo.
Buenos días.
Asentimos con reverencia y la vimos partir, erguida y castigando la calle a taconazos. Mi padre respiró hondo, como si quisiera inspirar la paz recuperada. Don Anacleto languidecía a su lado, el rostro blanqueado por momentos y la mirada triste y otoñal.
—Este país se ha ido a la mierda —dijo, ya descabalgando de su oratoria colosal.
—Venga, anímese, don Anacleto. Que las cosas siempre han sido así, aquí y en todas partes, lo que pasa es que hay momentos bajos y cuando tocan de cerca todo se ve más negro. Ya verá cómo don Federico remonta, que es más fuerte de lo que todos nos pensamos.
El catedrático negaba por lo bajo.
—Es como la marea, ¿sabe usted? —decía, ido—. La barbarie, digo. Se va y uno se cree a salvo, pero siempre vuelve, siempre vuelve... y nos ahoga.
Yo lo veo todos los días en el instituto. Válgame Dios. Simios es lo que llegan a las aulas. Darwin era un soñador, se lo aseguro. Ni evolución ni niño muerto.
Por cada uno que razona, tengo que lidiar con nueve orangutanes.
Nos limitamos a asentir dócilmente. El catedrático se despidió con un saludo y partió, cabizbajo y cinco años más viejo de lo que había entrado. Mi padre suspiró. Nos miramos brevemente, sin saber qué decir. Me pregunté si debía referirle la visita del inspector Fumero a la librería. Esto ha sido un aviso, pensaba yo. Una advertencia. Fumero había utilizado al pobre don Federico de telegrama
—¿Te ocurre algo, Daniel? Estás blanco.
Suspiré y bajé la mirada. Procedí a relatarle el incidente con el inspector Fumero la otra noche, sus insinuaciones. Mi padre me escuchaba, tragándose la furia que le ardía en los ojos.
—Es culpa mía —dije—. Tenía que haber dicho algo...
Mi padre negó.
—No. No podías saberlo, Daniel.
—Pero...