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—¿Qué he dicho?

Entonces, sin pensarlo, con apenas un roce en los labios, la besé.

Era ya casi medianoche cuando llegamos al portal de casa de Bea.

Habíamos hecho casi todo el camino en silencio, sin atrevernos a decir lo que pensábamos. Caminábamos separados, escondiéndonos el uno del otro. Bea caminaba erguida con su Tess bajo el brazo y yo la seguía a un palmo, con su sabor en los labios. Arrastraba todavía la mirada de soslayo que me había propinado Isaac al dejar el Cementerio de los Libros Olvidados. Era una mirada que conocía bien y que había visto mil veces en mi padre, una mirada que me preguntaba si tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Las últimas horas habían transcurrido en otro mundo, un universo de roces, de miradas que no entendía y que se comían la razón y la vergüenza. Ahora, de regreso a aquella realidad que siempre acechaba en las sombras del ensanche, el embrujo se desprendía y apenas me quedaba el deseo doloroso y una inquietud que no tenía nombre. Una simple mirada a Bea me bastó para comprender que mis reservas apenas eran un soplo en la ventisca que se la comía por dentro. Nos detuvimos frente al portal y nos miramos sin hacer ni amago por fingir. Un sereno tonadillero se aproximaba sin prisa, canturreando boleros acompañándose del tintineo sabrosón de sus arbustos de llaves.

—A lo mejor prefieres que no volvamos a vernos —ofrecí sin convicción.

—No sé, Daniel. No sé nada. ¿Es eso lo que tú quieres?

—No. Claro que no. ¿Y tú?

Se encogió de hombros, esbozando una sonrisa sin fuerza.

—¿Tú qué crees? —preguntó—. Antes te he mentido, ¿sabes? En el claustro.

—¿En qué?

—En que no quería verte hoy.

El sereno nos rondaba blandiendo una sonrisilla de refilón, obviamente indiferente a aquella mi primera escena de portal y susurros que a él, en su veteranía, se le debía de antojar banal y trillada.

—Por mí no hay prisa —dijo—. Voy a hacer un cigarrito a la esquina y ya me dirán.

Esperé a que el sereno se hubiese alejado.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

—¿Cuándo voy a verte otra vez?

—No lo sé, Daniel.

—¿Mañana?

—Por favor, Daniel. No lo sé.

Asentí. Me acarició la cara.

—Ahora es mejor que te vayas.

—¿Sabes al menos dónde encontrarme, no? Asintió.

—Estaré esperando.

—Yo también.

Me alejé con la mirada prendida de la suya. El sereno, experto en estos lances, ya acudía a abrirle el portal.

—Sinvergüenza —me susurró de pasada, no sin cierta admiración—.

Menudo bombonazo.

Esperé hasta que Bea hubo entrado en el edificio y partí a paso ligero, volviendo la vista atrás a cada paso. Lentamente, me invadió la certeza absurda de que todo era posible y me pareció que hasta aquellas calles desiertas y aquel viento hostil olían a esperanza. Al llegar a la plaza Cataluña advertí que una bandada de palomas se había congregado en el centro de la plaza. Lo cubrían todo, como un manto. de alas blancas que se mecía en silencio. Pensé en rodear el recinto, pero justo entonces advertí que la bandada me abría paso sin alzar el vuelo. Avancé a tientas, observando cómo las palomas se apartaban a mi paso y volvían a cerrar filas tras de mí. Al llegar al centro de la plaza escuché el rumor de las campanas de la catedral repicando la medianoche. Me detuve un instante, varado en un océano de aves plateadas, y pensé que aquél había sido el día más extraño y maravilloso de mi vida.

22

Todavía había luz en la librería cuando crucé frente al escaparate. Pensé que tal vez mi padre se había quedado hasta tarde poniéndose al día con la correspondencia o buscando cualquier excusa para esperarme despierto y sonsacarme acerca de mi encuentro con Bea. Observé una silueta componiendo una pila de libros y reconocí el perfil enjuto y nervioso de Fermín en plena concentración. Golpeé en el cristal con los nudillos. Fermín se asomó, gratamente sorprendido, y me hizo señas para que me asomase por la entrada a la trastienda.

—¿Todavía trabajando, Fermín? Pero si es tardísimo.

—En realidad estaba haciendo tiempo para acercarme luego a casa del pobre don Federico y velarlo. Nos hemos montado unos turnos con Eloy, el de la óptica. Total, yo tampoco duermo mucho. Dos, tres horas a lo más. Claro que usted tampoco se queda manco, Daniel. Pasa la medianoche, de lo cual infiero que su encuentro con la chiquita ha sido un éxito clamoroso.

Me encogí de hombros.

—La verdad es que no lo sé —admití.

—¿Le ha metido mano?

—No.

—Buena señal. No se fíe nunca de las que se dejan meter mano de buenas a primeras. Pero menos aún de las que necesitan que un cura les dé la aprobación.

El solomillo, valga el símil cárnico, está en medio. Si se tercia, claro está, no sea Página 107 de 288

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Ruiz

Zafón

La

sombra

Are sens