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del

viento

—Isaac, ésta es mi amiga Beatriz y, con su permiso, me gustaría mostrarle este lugar. No se preocupe, es de toda confianza.

—Sempere, he conocido lactantes con más sentido común que usted.

—Será sólo un momento.

Isaac dejó escapar un resoplido de derrota y examinó a Bea con detenimiento y recelo policial.

—¿Ya sabe usted que anda en compañía de un débil mental? —preguntó.

Bea sonrió cortésmente.

—Empiezo a hacerme a la idea.

—Divina inocencia. ¿Sabe las reglas?

Bea asintió. Isaac negó por lo bajo y nos hizo pasar, auscultando como siempre las sombras de la calle.

—Visité a su hija Nuria —dejé caer casualmente—. Está bien. Trabajando mucho, pero bien. Le envía saludos.

—Sí, y dardos envenenados. Qué poca gracia tiene usted para el embuste, Sempere. Pero se agradece el esfuerzo. Venga, pasen.

Una vez dentro me tendió el candil y procedió a echar de nuevo el cerrojo sin prestarnos más atención.

—Cuando hayan acabado ya sabe dónde encontrarme.

El laberinto de los libros se adivinaba en ángulos espectrales que despuntaban bajo el manto de tiniebla. El candil proyectaba una burbuja de claridad vaporosa a nuestros pies. Bea se detuvo en el umbral del laberinto, atónita. Sonreí, reconociendo en su rostro la misma expresión que mi padre debía de haber visto en el mío años atrás. Nos adentramos en los túneles y galerías del laberinto, que crujía a nuestro paso. Las marcas que había dejado en mi última incursión seguían allí.

—Ven, quiero enseñarte algo —dije.

Más de una vez perdí mi propio rastro y tuvimos que desandar un trecho en busca de la última señal. Bea me observaba con una mezcla de alarma y fascinación. Mi brújula mental sugería que nuestra ruta se había perdido en un lazo de espirales que ascendía lentamente hacia las entrañas del laberinto.

Finalmente conseguí rehacer mis pasos en la maraña de pasillos y túneles hasta enfilar un angosto corredor que parecía una pasarela tendida hacia la negrura. Me arrodillé junto a la última estantería y busqué a mi viejo amigo oculto tras la fila de tomos sepultados por una capa de polvo que brillaba como escarcha a la luz del candil. Tomé el libro en mis manos y se lo tendí a Bea.

—Te presento a Julián Carax.

—La Sombra del Viento —leyó Bea acariciando las letras desvaídas de la cubierta.

—¿Puedo llevármelo? —preguntó.

—Cualquiera menos ése.

—Pero eso no es justo. Después de lo que me has contado éste es precisamente el que quiero.

—Algún día, quizá. Pero no hoy.

Se lo tomé de las manos y volví a ocultarlo en su lugar.

—Volveré sin ti y me lo llevaré sin que tú te enteres —dijo, burlona.

—No lo encontrarías en mil años.

—Eso es lo que tú te crees. Ya he visto tus marcas y yo también me sé el cuento del Minotauro.

—Isaac no te dejaría entrar.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

—Te equivocas. Le caigo mejor que tú.

—¿Y tú qué sabes?

—Sé leer miradas.

A mi pesar, la creí y escondí la mía.

—Escoge cualquier otro. Mira, éste de aquí promete. El cerdo mesetario, ese desconocido: En busca de las raíces del tocino ibérico, por Anselmo Torquemada. Seguro que vendió más ejemplares que cualquiera de Julián Carax.

Del cerdo se aprovecha todo.

—Este otro me tira más.

—Tess d'Ubervilles. Es la versión original. ¿Te atreves con Thomas Hardy en inglés?

Me miró de reojo.

—Adjudicado entonces.

—¿No lo ves? Si parece que me estuviese esperando a mí. Como si hubiera estado aquí escondido para mí desde antes de que yo naciese.

La miré, atónito. Bea arrugó la sonrisa.

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