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Me asomé a un lado de la plataforma y distinguí la silueta de la torre de «El Frare Blanc» recortándose entre los árboles. Al acercarse a la esquina de Román Macaya, el tranvía disminuyó la marcha hasta detenerse casi por completo. El conductor hizo sonar su campanilla y el revisor me lanzó una mirada de censura.

—Venga, listillo. Aligere, que el número treinta y dos lo tiene ahí.

Me apeé y escuché el traqueteo del tranvía azul perderse en la bruma. La residencia de la familia Aldaya quedaba al cruzar la calle. Un portón de hierro forjado tramado de yedra y hojarasca la custodiaba. Recortada entre los barrotes se adivinaba una portezuela cerrada a cal y canto. Sobre las verjas, anudado en serpientes de hierro negro, se leía el número 32. Traté de atisbar el interior de la propiedad desde allí, pero apenas se adivinaban las aristas y los arcos de un torreón oscuro. Un rastro de herrumbre sangraba desde el orificio de la cerradura en la portezuela. Me arrodillé y traté de ganar una visión del patio desde allí.

Apenas se vislumbraba una madeja de hierbas salvajes y el contorno de lo que me pareció una fuente o un estanque de la que emergía una mano extendida, señalando al cielo. Tardé unos instantes en comprender que se trataba de una mano de piedra, y que había otros miembros y siluetas que no acertaba a distinguir sumergidos en la fuente. Más allá, entre los velos de maleza, se adivinaba una escalinata de mármol quebrada y cubierta de escombros y hojarasca. La fortuna y gloria de los Aldaya habían cambiado de dirección hacía mucho tiempo. Aquel lugar era una tumba.

Me retiré unos pasos, rodeando la esquina para echar un vistazo al ala sur de la casa. Desde allí podía obtenerse una visión más clara de una de las torres del palacete. En aquel instante advertí por el rabillo del ojo la silueta de un individuo con aire famélico ataviado con una bata azul que blandía un escobón con el que martirizaba la hojarasca sobre la litera. Me observaba con cierto recelo y supuse que era el portero de una de las propiedades colindantes. Le sonreí como sólo quien ha pasado muchas horas tras un mostrador sabe hacerlo.

—Muy buenos días —entoné cordialmente—. ¿Sabe usted si la casa de los Aldaya lleva mucho tiempo cerrada

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

Me observó como si le hubiese interrogado acerca de la cuadratura del círculo. El hombrecillo se llevó a la barbilla unos dedos que amarilleaban y permitían suponer una debilidad por los Celtas sin filtro. Lamenté no llevar encima una cajetilla de tabaco para congraciarme con él. Hurgué en los bolsillos de la chaqueta, a ver qué ofrenda se propiciaba.

—Lo menos veinte o veinticinco años, y que siga así —dijo el portero en aquel tono aplastado y dócil de la gente condenada a servir a fuerza de palos.

—¿Hace mucho que está usted aquí?

El hombrecillo asintió.

—Servidor lleva empleado aquí con los señores Miravell endende el 20.

—No tendrá usted idea de qué se hizo de la familia Aldaya, ¿verdad?

—Bueno, ya sabrá usted que perdieron mucho cuando la República —

dijo—. El que siembra cizaña... Yo lo poco que sé es lo que he oído en la casa de los señores Miravell, que antes eran amigos de la familia. Creo que el hijo mayor, Jorge, marchó al extranjero, a la Argentina. Se ve que tenían fábricas allí. Gente de mucho dinero. Ésos siempre caen de pie. ¿No tendrá usted un pitillo, por casualidad?

—Lo siento, pero puedo ofrecerle un caramelo Sugus, que está demostrado que lleva la misma nicotina que un Montecristo y además una barbaridad de vitaminas.

El portero frunció el ceño con cierta incredulidad, pero asintió. Le brindé el Sugus de limón que me había dado Fermín una eternidad atrás y que había descubierto dentro del doblez del forro de mi bolsillo. Confié en que no estuviese rancio.

—Está bueno —dictaminó el portero, rechupeteando el caramelo gomoso.

—Masca usted el orgullo de la industria confitera nacional. El Generalísimo se los traga como peladillas. Y dígame, ¿oyó usted mencionar alguna vez a la hija de los Aldaya, Penélope?

El portero se apoyó en el escobón a modo de pensador erecto de Rodin.

—Me parece que se equivoca usted. Los Aldaya no tenían hijas. Eran todos muchachos.

—¿Está usted seguro? Me consta que allá por el año 19 vivía en esta casa una joven llamada Penélope Aldaya, que probablemente era hermana del tal Jorge.

—Podría ser, pero ya le digo que yo sólo estoy aquí desde el 20.

Y la finca, ¿a quién pertenece ahora?

—Que yo sepa está todavía en venta, aunque hablaban de tirarla y construir un colegio. Es lo mejor que pueden hacer, la verdad. Derribarla hasta los cimientos.

—¿Por qué lo dice?

El portero me miró con aire confidencial. Al sonreír observé que le faltaban al menos cuatro dientes de la encía superior.

—Esa gente, los Aldaya. No eran trigo limpio, ya sabe usted lo que se dice.

—Me temo que no. ¿Qué se dice?

—Ya sabe. Los ruidos y demás. Yo, creer en esos cuentos, no creo,

¿eh?, pero dicen que más de uno ha manchado los calzones ahí dentro.

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Carlos

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