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Según él, yo echo a correr detrás de cualquier par de pantalones como si fuese una perra en celo.

La sinceridad y el desparpajo de aquella mujer me robaban las palabras.

Tardé demasiado en urdir una respuesta aceptable. Para entonces, Nuria Monfort sonreía para sí y negaba con la cabeza.

—No le haga ni caso. Mi padre sacó esa idea de un viaje que tuve que hacer a París en el año 33 para resolver unos asuntos del señor Cabestany con Gallimard. Estuve una semana en la ciudad y me hospedé en el apartamento de Julián por la sencilla razón de que el señor Cabestany prefería ahorrarse el hotel.

Ya ve usted qué romántico. Hasta entonces había mantenido mi relación con Julián Carax estrictamente por carta, normalmente para tratar asuntos de derechos de autor, galeradas y temas de edición. Lo que sabía de él, o me imaginaba, lo había sacado de la lectura de los manuscritos que nos enviaba.

—¿Le contaba él algo acerca de su vida en París?

—No. A Julián no le gustaba hablar de sus libros o de sí mismo. No me pareció que fuese feliz en París, aunque me dio la impresión de que era de esas personas que no pueden ser felices en ninguna parte. La verdad es que nunca llegué a conocerle a fondo. No se dejaba. Era un hombre muy reservado y a Página 95 de 288

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veces me parecía que había dejado de interesarle el mundo y la gente. El señor Cabestany le tenía por muy tímido y un tanto lunático, pero a mí me pareció que Julián vivía en el pasado, encerrado con sus recuerdos. Julián vivía de puertas adentro, para sus libros y dentro de ellos, como un prisionero de lujo.

—Lo dice usted como si le envidiase.

—Hay peores cárceles que las palabras, Daniel.

Me limité a asentir, sin saber muy bien a qué se refería.

—¿Hablaba Julián alguna vez de esos recuerdos, de sus años en Barcelona?

—Muy poco. En la semana que estuve en su casa, en París, me contó algo de su familia. Su madre era francesa, profesora de música. Su padre tenía una sombrerería o algo así. Sé que era un hombre muy religioso, muy estricto.

—¿Le explicó Julián la clase de relación que tenía con él?

—Sé que se llevaban a morir. La cosa venía de largo. De hecho, la razón de que Julián marchase a París fue para evitar que su padre le metiese en el ejército. Su madre le había prometido que antes de que eso sucediese, se lo llevaría lejos de aquel hombre.

—Aquel hombre era su padre, después de todo.

Nuria Monfort sonrió. Lo hacía apenas con una insinuación en la comisura de los labios y un brillo triste y cansino en la mirada.

—Aunque lo fuera, nunca se comportó como tal y Julián nunca lo consideró así. En una ocasión me confesó que, antes de casarse, su madre había tenido una aventura con un desconocido cuyo nombre nunca quiso revelar. Ese hombre era el verdadero padre de Julián.

—Eso parece el arranque de La Sombra del Viento. ¿Cree que le dijo la verdad?

Nuria Monfort asintió.

Julián me explicó que había crecido viendo cómo el sombrerero, porque así era como él le llamaba, insultaba y pegaba a su madre. Después entraba en el dormitorio de Julián para decirle que él era hijo del pecado, que había heredado el carácter débil y miserable de su madre y que iba a ser un desgraciado toda su vida, un fracasado en cualquier cosa que se propusiera...

—¿Sentía Julián rencor hacia su padre?

—El tiempo enfría estas cosas. Nunca me pareció que Julián le odiase.

Quizá hubiera sido mejor así. Mi impresión es que le había perdido completamente el respeto al sombrerero a fuerza de tanto numerito. Julián hablaba de aquello como si no le importara, como si fuese parte de un pasado que había dejado atrás, pero esas cosas nunca se olvidan. Las palabras con que se envenena el corazón de un hijo, por mezquindad o por ignorancia, se quedan enquistadas en la memoria y tarde o temprano le queman el alma.

Me pregunté si hablaba por experiencia propia y me vino de nuevo a la mente la imagen de mi amigo Tomás Aguilar escuchando estoicamente las arengas de su augusto progenitor.

—¿Qué edad tenía entonces Julián?

—Ocho o diez años, imagino.

Suspiré.

—En cuanto tuvo edad de ingresar en el ejército, su madre se lo llevó a París. No creo que ni se despidieran. El sombrerero nunca entendió que su familia le abandonase.

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—¿Oyó mencionar alguna vez a Julián a una muchacha llamada Penélope?

—¿Penélope? Creo que no. Lo recordaría.

—Era una novia suya, de cuando todavía vivía en Barcelona.

Extraje la fotografía de Carax y Penélope Aldaya y se la tendí. Vi que se le iluminaba la sonrisa al ver a un Julián Carax adolescente. Se la comía la nostalgia, la pérdida.

—Qué jovencito estaba aquí... ¿es ésta la tal Penélope?

Asentí.

Are sens