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—No. El dueño es mi padre.

—¿Y su nombre es?

—¿El mío o el de mi padre?

El individuo me dedicó una sonrisa socarrona. Un risitas, pensé.

—Me haré cuenta de que el cartel de Sempere e hijos va por ambos, entonces.

—Es usted muy perspicaz. ¿Puedo preguntarle cuál es el motivo de su visita, si no está interesado en un libro?

—El motivo de mi visita, que es de cortesía, es advertirle que ha llegado a mi atención que tienen ustedes tratos con gentes de mal vivir, en particular invertidos y maleantes.

Le observé atónito.

—¿Perdón?

El individuo me clavó la mirada.

—Hablo de maricones y ladrones. No me diga que no sabe de lo que hablo.

—Me temo que no tengo la más remota idea, ni interés alguno en seguir escuchándole.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

El individuo asintió, adoptando un gesto hostil y airado.

—Pues va a tener que joderse. Supongo que está usted al corriente de las actividades del ciudadano Federico Flaviá.

—Don Federico es el relojero del barrio, una excelente persona y dudo mucho de que sea un maleante.

—Hablaba de maricones. Me consta que la moñarra esa frecuenta su establecimiento, supongo que para comprarles novelillas románticas y pornografía.

—¿Y puedo preguntarle a usted qué le importa?

Por toda respuesta extrajo su billetero y lo tendió abierto sobre el mostrador. Reconocí una tarjeta de identificación policial mugrienta con el semblante del individuo, algo más joven. Leí hasta donde decía «Inspector jefe Francisco Javier Fumero Almuñiz».

—Joven, a mí hábleme con respeto o les meto a usted y a su padre un paquete que se les va a caer el pelo por vender basura bolchevique. ¿Estamos?

Quise replicar, pero las palabras se me habían quedado congeladas en los labios.

—Pero bueno, el maricón ese no es lo que me trae hasta aquí hoy. Tarde o temprano acabará en jefatura, como todos los de su catadura, y ya lo espabilaré yo. Lo que me preocupa es que tengo informes de que están ustedes empleando a un chorizo vulgar, un indeseable de la peor calaña.

—No sé de quién me habla usted, inspector.

Fumero rió su risita servil y pegajosa, de camarilla y comadreo.

—Dios sabe qué nombre utilizará ahora. Hace años hacía llamar Wilfredo Camagüey, as del mambo, y decía ser experto en vudú, profesor de danza de don Juan de Borbón y amante de Mata Hari. Otras veces adopta nombres de embajadores, artistas de variedades o toreros. Ya hemos perdido la cuenta.

—Siento no poder ayudarle, pero no conozco a nadie llamado Wilfredo Camagüey.

—Seguro que no, pero sabe a quién me refiero, ¿verdad?

—No.

Fumero rió de nuevo. Aquella risa forzada y amanerada le definía y resumía como un índice.

—A usted le gusta poner las cosas difíciles, ¿verdad? Mire, yo he venido aquí en plan de amigo para advertirles y prevenirles de que quien mete a un indeseable en casa acaba con los dedos escaldados y usted me trata de embustero.

—En absoluto. Yo le agradezco su visita y su advertencia, pero le aseguro que no ha...

—A mí no me venga con estas mierdas, porque si me sale de los cojones le pego un par de hostias y le cierro el chiringuito, ¿estamos? Pero hoy estoy de buenas, así que le voy a dejar sólo con la advertencia. Usted sabrá qué compañías elige. Si le gustan los maricones y los ladrones, es que tendrá usted algo de ambos. Conmigo, las cosas claras. O está usted de mi lado o contra mí.

Así es la vida. ¿En qué quedamos?

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